El cuento por su autor

Pretender dar cuenta de la construcción de un cuento se parece bastante a querer recrear un sueño. Uno despierta y el sueño escapa, se diluye en la mente. Cuanto más esfuerzo se pone en traerlo a la conciencia, peor. Y aún en esos casos en que lo podemos reconstruir, incluso si se lo contamos a alguien, nos damos cuenta de que no es exactamente así, o es más que eso. O es menos. Porque lo real del sueño, está perdido. Igual sucede con un cuento. En este caso, lo que puedo asegurar que existió, fue mi pasado como gimnasta (hoy puede parecer increíble pero yo hacía flic flac y mortal en el aire) y esa foto que mi madre recortó y guardó durante años dentro de un folio. Lo demás, quién sabe. Quizás, la escritura se parezca bastante a intentar ese camino inverso al del sueño, donde de repente, al sentarnos frente a la computadora, tirando de un hilo invisible, en una especie de asociación libre, aparecen imágenes, personas, lugares, olores, palabras. En ese sentido, los textos preexisten a la escritura. Y en el acto de escribir, se recupera un material inconsciente que aunque no lo sepamos, está ahí, listo para ser utilizado en la ficción.


Carla Aquilanti

La foto salió en la tapa del domingo, el día que más diarios se venden en el pueblo. Tomada desde bien arriba de las gradas, todos los pies se veían perfectos, en punta y siguiendo la línea de la pierna. Menos el mío que formaba una te. El mayor pecado de una gimnasta. “¡Pies en punta!, ¡pies en punta!”, gritaba Victoria desplazándose como un pájaro entre los huecos que dejaban nuestros cuerpos de niña frente al espejo de la sala de entrenamiento. Mamá mostró orgullosa esa foto a los vecinos en la vereda de casa: su hija era la que se veía ahí, la de trenza cosida, ya de chiquita hacía acrobacia en el garaje. Nadie dijo nada del pie. Pero yo sabía. 

La muestra de gimnasia artística se había hecho con el polideportivo a tope. Vista desde abajo, la gente en las gradas formaba un manto descolorido y ondulante que hizo silencio cuando sonó Village People y nosotras arrancamos con la coreografía. Al final, volvimos en el auto toda la familia, ellos comentando, “qué lindo las cosas que hacen estas chicas con el cuerpo”. Mi hermano trató de llamar la atención contando chistes pero no lo logró. Yo era la reina esa noche. 

El lunes Victoria cayó al entrenamiento con el diario en la mano. Algo indefinido pero claramente desagradable me recorrió el cuerpo: yo lo sabía y ella lo sabía. Arrancó como siempre, a correr en círculos, trote, galope, estiro. Después indicó destreza en parejas. Miré a mi compañera que tenía al costado como para hacer juntas, pero Victoria me señaló. “Vos hacés conmigo”, dijo. Así que esperé en el frente junto al espejo que ocupaba toda la pared, mientras mis compañeras armaban las figuras marcándose entre ellas como Victoria hacía con nosotras: “meté panza”, “no quiebres cintura”, “pateá”, “soltate”. Mientras tanto Victoria pasaba corrigiendo esas pequeñeces que solo su ojo de lince era capaz de detectar: “no hacés fuerza con el abdominal”, “largá el aire”, “aflojá el cuello”. Era capaz de ver adentro de nuestros cuerpos. Cómo no iba a haber visto mi pie. 

De repente Victoria estaba al lado mío. “Vení un momento” dijo, llevándome hacia el rincón al final del salón donde guardaba sus cosas. Antes gritó: “Nadie para hasta que yo diga”. Había escuchado eso cientos de veces pero nunca tan cerca. Su voz fue como un trueno dentro de mí. “Vení”, volvió a decir y seguimos hacia el fondo. De su bolso deportivo asomaba el diario con mi pie en primer plano. En un solo movimiento que cortó el aire lo puso delante de mi cara.

–¿Qué ves? –dijo mirándome y sus ojos fueron dos lanzas. 

Victoria era menuda pero potente. Su potencia venía desde un lugar que no se podía ver. Después bajé la vista y seguí las venas azules de sus brazos marcadas por la fuerza. El barullo del salón me aturdió y sentí que me mareaba un poco.

–Ya lo vi –alcancé a decir. 

Como no dije nada más ella volvió a hablar.

–Arruinaste la foto. –Hizo una pausa–. Arruinaste todo.

Victoria regresó con el grupo dejándome ahí parada y yo tardé en recomponerme. ¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a la clase? No tenía compañera. Mi casa quedaba lejos y no podía regresar sola. Miré hacia el salón. Todas se contorsionaban intentando ser perfectas a los ojos de Victoria.  

El marido de Victoria era el mejor dentista del pueblo y vivían en un chalet que ocupaba toda una esquina céntrica hacia un lado y al otro de la calle. Las malas lenguas se preguntaban para qué semejante casa si ella no podía tener hijos. Se sabía que el matrimonio había viajado a Buenos Aires para hacer tratamientos y que habían sido de las primeras parejas en animarse a congelar óvulos. Parada ahí, a pasos del resto, fue que pensé en los chicos no nacidos de Victoria, detenidos en el tiempo. Los imaginé metidos en una heladera como la de mi casa, dormidos dentro de frascos de mayonesa.

Al volver a casa, mi madre preparaba la cena yendo y viniendo por la cocina. Le dije que no iría más a gimnasia. “¿Se puede saber por qué?”, dijo deteniéndose en seco como si se hubiera dado de frente contra una pared invisible. Y después, cómo podía ser que cada vez que iba bien en algo, abandonaba. Tampoco en ese momento mencioné lo del pie. Ni que me había pasado la clase entera en la barra del buffet de la planta baja. 

Tampoco Victoria dijo nada al bajar, buscándome, como si hubiese sabido que iba a terminar ahí. Solo miró desde el final de la escalera y gritó que no me moviera de ahí hasta que me viniesen a buscar. Acto seguido volvió a subir con un trote exagerado, como si nunca, ni siquiera en ese momento pudiera dejar de mostrar cómo tenían que ser las cosas. Y que si había un orden para ellas, yo estaba fuera de él.

Desde abajo, en el buffet, sus indicaciones a viva voz eran como cuchillos lanzados al aire. El mozo se me acercó. Lo conocía de vista. 

–No le hagas caso –dijo. 

Después se agachó detrás del mostrador y sacó una Coca Cola. La destapó y sirvió en dos vasos. Él tomó de un golpe. Como yo tardaba dijo:

–Tomá que levanta el azúcar y te vas a sentir mejor.

Lo hice sin respirar para que no se notaran las lágrimas que caían dentro del vaso. Ahí el mozo empezó a hablar. De chico jugaba en la calle con una pelota hecha con medias, pero él soñaba con una de verdad, de las que veía en las vidrieras de los almacenes, porque en esa época no existían las jugueterías. Un día, entusiasmado, pateó algo en la calle pensando que era una pelota pero era una rata muerta. 

–Es el día de hoy que a veces me despierto con esa sensación en el pie –dijo dejando de hacer lo que estaba haciendo y mirando un punto fijo.

¿El mozo decía eso porque había visto el diario y sabía quién era yo? Ese pensamiento fue un rayo atravesando mi mente. Traté de calmarme a mí misma como solía hacer por las noches si escuchaba ruidos en la casa. Me dije que eso no era posible porque en la foto estábamos de espaldas, nuestros cuerpos en la pista del polideportivo eran piezas idénticas sobre un damero. Igual le pregunté si había visto la tapa. 

REP

–Nunca compro el diario –dijo–. Para lo que hay que ver. 

–Arruiné la foto –dije.

El hombre me miró con tanta atención que por un momento fui consciente del límite entre mi cuerpo y el entorno.

–Eso es imposible porque sos muy linda –dijo, dando la vuelta y sentándose en la banqueta pegada a la mía. 

Ahí me di cuenta de que aun llevaba la malla de gimnasia, la ropa había quedado en el vestuario. Mis piernas, cortas para la banqueta, colgaban sueltas al vacío. No había nadie más en el bar. Victoria alquilaba el salón del club los días de semana que quedaba libre. Ahora se escuchaba la música de uno de los cuadros y a Victoria marcando el ritmo cortando los números después del tres: cua, cin, se, sie, o. Cuántas veces mi madre me había advertido que no hablara con extraños ni que aceptara nada de ellos porque eso que te daban podía tener algo que te durmiera y raptarte. Seguí mentalmente los movimientos del cuadro que se desarrollaba arriba para distraerme, pero el hombre volvió a hablar. Dijo que tenía una nieta de mi edad pero que no la veía, y que ella ahora ya habría alcanzado mi altura. Parecía mentira, la última vez que la había llevado a la plaza entraba en las hamacas de bebé. Había dejado de verse con su familia porque sí, sin una razón, así como las hojas caen y después vuelven a nacer. Con su hijo solía encontrarse cada tanto en un bar. En otro bar, aclaró. 

–La primera vez que me dijo de vernos fuera de su casa creí que no lo iba a resistir pero ya me acostumbré –dijo el hombre acomodándose como yo, de tal forma que quedamos los dos mirando hacia el salón. La pared frente a nosotros estaba cubierta de banderines y cuadros con menciones. Y una pancarta: Si no los compartes los recuerdos desaparecen. 

Entonces ahí fue cuando me di cuenta de que no sentía miedo con ese hombre al lado. Miedo tenía de Victoria. 

El hombre pareció adivinar.

–Esa mujer es una sádica –dijo. 

Yo no sabía el significado de aquello pero sí que no era bueno. 

–Ya les dije a las autoridades del club cómo las trata a ustedes, pero no quieren escuchar. Si viene tu mamá yo mismo puedo hablar con ella.

Le dije que no. Victoria me daba miedo pero más miedo me daba imaginar a mi madre gritándose con Victoria. 

–Una sola gota de odio puede transformarse en un mar adentro. Por eso dios no le da hijos –dijo el hombre a continuación.

No me sorprendió que supiera lo de Victoria. En un pueblo se sabe todo. 

El hombre volvió a hablar:

–Ahora viene el día del niño y le voy a mandar plata a mi nieta por intermedio de su padre, porque con lo crecida que está, no sé qué puede querer. 

Mi madre había decidido mandarme a gimnasia deportiva después de la última vez que habíamos ido al pediatra. Sentadas del otro lado de su escritorio le dijo que yo no me sabía defender y la gente hacía lo que quería conmigo.  Que yo era algo así como una masa amorfa y moldeable. No es que ella hubiese utilizado esas palabras, sino que eso fue lo que se me representó al escucharla. Estaba segura de que yo no era esa chica que ella decía que era. Sin embargo en momentos así, no sabía qué hacer, ni qué decir, ni si tenía derecho. Entonces de golpe era cierto: yo era débil y me manejaban. Así fue que el mismo pediatra, que según mi madre había logrado que comiera cuando yo daba vuelta la cara frente a su teta y que tan bien la había calmado ante mi primer terror nocturno, dijo: “Que haga un deporte de competición, eso le va a dar seguridad”.   

Así que caminamos las pocas cuadras desde el consultorio a casa, mi madre preguntando en voz alta qué deporte podría hacer. “¿Básquet?” “¿Voley?” “¿Natación?” Y después hacía un silencio donde se suponía que yo debía contestar. Pero yo no dije nada, y las preguntas de mi madre quedaron colgando como de una soga en medio de nosotras. Pensé en la última clase de educación física: no había podido terminar la carrera de los mil metros y había tenido que atravesar el club caminando hasta la llegada y a la vista de todos mis compañeros que sí habían seguido hasta el final. 

Después en el bar, todo cambió. Arriba ya no se escuchaba nada y el silencio de la relajación final bajó como una nube densa. Así que en un susurro, como si pudieran escucharnos, le dije al hombre que me gustaba leer y que a su nieta podía regalarle un libro de la colección Robin Hood. El me miró con atención y también en voz baja, dijo: “Los amarillos”, más como afirmación que como pregunta.

Supe que la clase había terminado porque arriba llegaban otra vez las voces de mis compañeras queriéndose imponer unas sobre otras. (Al fin y al cabo eso era la competencia). De un salto me bajé de la banqueta. 

El hombre del bar no me perdió de vista mientras fui subiendo la escalera hacia el vestuario. Decidí que no iba a contarle a mi madre nada de lo ocurrido. Tampoco le diría que a medida que me hacía mayor estaba cada vez más a gusto con los extraños. ¿Libre? No lo sabía con exactitud, pero esa palabra fue la que vino a mi mente cuando llegué al final de la escalera.