El caso Triaca se convirtió en la novela del verano. Hasta que Durán Barba pergeñó un “golpe de agenda” que borra toda conversación pública que no gire en torno a la violencia policial desatada para satisfacer supuestas demandas populares de “seguridad”. Pero la “cuestión Triaca” no pasó al centro de la escena por el proyecto de reforma laboral regresiva que partió de su ministerio y recorrió airosamente el camino que la colocó al borde de su tratamiento en sesiones extraordinarias. Esa contrarreforma se frenó provisoriamente después del derrape social de otro atropello, el avance contra jubilados, pensionados y beneficiarios de ayuda social perpetrado bajo el pudoroso nombre de “reforma previsional”. Tampoco  es causa del escándalo la posición del ministerio frente a los conflictos laborales, orientada sistemáticamente a favor del mundo empresario, ni los procesos de cierre de puestos de trabajo que recorren el país.

No se trata, claro, de silenciar ni de subestimar la gravedad de la conducta del ministro en la difundida escena del mal trato a su empleada -impropia para cualquiera en cualquier contexto, pero agravada en el penoso caso de un ministro de trabajo que explota el empleo informal en su propia casa. Ni mucho menos el abusivo empleo de su posición para obtener ventajas personales nada menos que de la intervención a un sindicato. Lo que es digno de una atenta mirada es el contraste entre cómo una escena de deslealtad y violación de las reglas legales para beneficio individual motiva una reacción superior a las consecuencias públicas generalizadas de una orientación de gobierno. Desde Morales Solá hasta las nuevas constelaciones provenientes del mundo progresista de los noventa hoy alineadas detrás de Macri se han declarado conmovidas por el affaire del ministro y su empleada, al que consideran contradictorio con los avances éticos e institucionales traídos, según ellos, por el acceso del macrismo al gobierno.  No está muy claro cuáles son los indicadores de esos supuestos avances; el gobiernoha producido en el breve período de su desempeño hechos tales como el intento de designar jueces de la Corte Suprema por decreto, la modificación de leyes estratégicas a través del recurso de los DNU, la utilización del poder judicial para perseguir opositores y, en casos, llevarlos a la cárcel a través del uso abusivo e ilegal del instituto de la prisión preventiva, la persecución a jueces que no forman en el círculo de sus amigos (utilizando en algunos casos oscuras maniobras como las que favoreció el presidente de la Corte Suprema cuando demoró la jura de un miembro del Consejo de la Magistratura para evitar que votara en contra de la destitución del juez Freiler, que finalmente consiguió el gobierno). La lista podría seguir e incluir, entre muchos otros casos, la represión salvaje de las protestas populares y su explícita justificación oficial, las responsabilidades en la muerte de dos militantes de la causa de los pueblos originarios en el sur del país, la generación de listas negras y la persecución de periodistas no adictos. De manera que la valoración institucional positiva del gobierno por parte de los intelectuales macristas no es más que un gesto militante para habilitar una “crítica constructiva” al gobierno sin discutir ninguna de sus líneas políticas principales. Sin embargo, no es éste el interés del caso sino que lo importante es discutir el lugar de la corrupción en el discurso político argentino.

Ya ocurrió durante la época menemista: mientras se entregaba el patrimonio, se ponía en marcha un proceso necesariamente ruinoso de endeudamiento, se desmantelaba el tejido industrial, se alcanzaban cifras inéditas de desocupación, las críticas más efectivas hacia el presidente y su equipo giraban en torno de escándalos de corrupción entre sus funcionarios. Es decir, se reducía y se reduce la cuestión de la corrupción a la conducta individual de los personeros ocasionales del Estado y se saca del foco el sentido de las políticas públicas. Parece que estas últimas no pudieran ser corruptas como tales y necesitaran para serlo el concurso de los abusos y las ventajas individuales que sus ejecutores obtienen. La corrupción, en este universo interpretativo, es siempre individual y, por supuesto, no tiene otros responsables que no sean los políticos. El mundo de lo privado –de los poderosos, de los multimillonarios– nunca es interpelado por esta mirada. En el imaginario liberal las políticas públicas no pueden ser corruptas, a lo sumo pueden ser erradas y eventualmente perjudiciales, pero el juicio se reserva a su resultado electoral, en la presunción de que el éxito en ese terreno legitima de por sí a esas políticas. La tradición de pensamiento republicano, en cambio, coloca la cuestión de la corrupción política en otros términos. Para Maquiavelo     –uno de los nombres centrales de esa tradición–, el juicio sobre el príncipe giraba en torno de la virtù que, contra lo que suele entenderse, no equivale a la virtud entendida en términos individuales. La virtù maquiaveliana es la aptitud del líder de actuar en todos los casos guiado por el objetivo de fortalecer al estado, la cosa pública, la res publica, aun cuando para alcanzar ese objetivo tuviera que transgredir la propia norma moral. La corrupción, en esa línea, consiste en la conducta contraria, la de actuar políticamente en perjuicio de la cosa pública y privilegiar intereses particulares (el interés de los “grandes” diría el florentino). Claro que el bien público, el bien común, no tiene una objetividad perceptible y unívoca paraa todos los que intervienen en la lucha política. Se podría decir que la política es la arena en la que se dirime el antagonismo sobre la naturaleza de ese bien común.

Ahora bien, los tiempos que estamos viviendo son muy significativos en términos del daño a la cosa pública. El avasallamiento de derechos laborales y sociales, los cierres de empresas públicas y privadas que amenazan condenar a pueblos y ciudades enteras a la condición de fantasmas sin destino, la transferencia masiva de dinero hacia los grupos financieros especulativos más poderosos –dinero que va derechito a las guaridas fiscales–, el debilitamiento del Estado, el endeudamiento que genera un horizonte muy problemático para el futuro colectivo a mediano y largo plazo ponen el tema de la corrupción en un plano muy concreto de la discusión. Ya ocurrió, en la década del noventa, que políticas análogas a las actuales recibieran circunstancialmente respaldo electoral. Pero, a la vista, de lo que ocurrió en el país a comienzos de este siglo, parecería necesario abrir una discusión profunda sobre si la corrupción deja de ser corrupción porque la avale un resultado electoral. Porque las transferencias de riquezas masivas de recursos hacia un reducido número de familias de dentro y fuera del país no son menos corruptas que las avivadas circunstanciales y repudiables de algunos funcionarios. Por el contrario, constituyen la forma extrema de la corrupción política. 

La palabra clave es plutocracia, el poder de los ricos. En la Argentina, se está produciendo el fenómeno que el propio pensamiento liberal considera una amenaza a la democracia: la concentración del poder político, económico e ideológico en las mismas manos.  Las tres formas del poder se realimentan y se protegen entre sí y obturan, en la práctica, toda posibilidad de contestación a las políticas que se ponen en marcha. ¿Es legal la situación? ¿Alcanza con que la fuente de la autoridad sea el voto para que lo sea? Claro, aparece ante esas preguntas el abismo de nuestra propia historia más o menos reciente, los resultados de la impugnación a un determinado régimen por la vía de la violencia. Es un abismo real, una inquietud legítima. Pero es también una trampa política que agita sistemáticamente la plutocracia. No es casualidad que haya regresado el discurso de la contrainsurgencia, como en los tiempos de la doctrina de la seguridad nacional. Toda la protesta social está sistemáticamente expuesta a su colocación en un esquema conspirativo que desemboca en fantasiosas alianzas con terroristas internacionales, con clanes de narcotraficantes o con estrategias golpistas. La “nueva doctrina” policial de la ministra Buhlrich, puesta en escena a través de la felicitación pública de un crimen por parte del presidente Macri, se inscribe en esta línea política. Y esto está dicho y hecho por gente que durante más de una década empleó a plena luz del día recursos tales como cortar las rutas de la nación para defender intereses económicos sectoriales, denunciar a los gobiernos kirchneristas ante embajadas extranjeras, colaborar activamente con los fondos buitre en sus demandas contra la nación o instigar rebeliones policiales que generaban zonas liberadas y facilitaban la violencia indiscriminada. 

La plutocracia es en sí misma corrupción. Ninguna interpretación honesta de las leyes puede seriamente justificarla. Y la circunstancia que vivimos debería ayudar a una reflexión sobre nuestro régimen político, sobre nuestra constitución. Tal vez el centro de esta discusión podría estar en la fórmula del preámbulo que dice “promover el bienestar general”. ¿Se compatibiliza con esa premisa un tipo de políticas que concentra la riqueza, destruye derechos, reprime la protesta y enajena el patrimonio nacional por el camino del endeudamiento y la renuncia a nuestra potestad soberana sobre nuestros propios recursos naturales, tal como se desprende de los decretos firmados en 2017 para autorizar la emisión de deuda por parte del ministerio de finanzas? ¿No es la entrega del patrimonio público un caso extremo de corrupción?

Hay que lograr que la corrupción deje de ser una fórmula del espectáculo mediático y un arma de persecución política contra opositores, como desgraciadamente ocurre hoy, para convertirse en un problema político vinculado a la justicia, a la soberanía y a una verdadera democracia.