Ingresar al mundo de Cirque du Soleil encierra expectativas, de esas que tienen que ver con lo extralimitado, lo fastuoso, lo sobreproducido. Todo eso está, y a simple vista. Las carpas erigidas son gigantes (de color azul y amarillo, problemas futboleros aparte), rodeadas de un pueblito recientemente erigido, como si se tratara de colonos que acompañan las vías del tren. Habitáculos delimitados, organizados entre callecitas, arman un mapa reciente. Todo un despliegue, a ojos del cronista, de una claridad escenográfica autónoma, como si hubiese aterrizado un mundo aparte ‑sin carromatos ni payasos de mirada triste‑ en la realidad del Autódromo Municipal.

"Si venían ayer, iban a necesitar cascos" dice Mami, la guía de rasgos asiáticos. Ella está al tanto de todo, familiarizada con los entreveros de por dónde poder caminar, dónde mejor tener cuidado, por cuál laberinto ingresar. El sol no está tan inclemente, pero las primeras horas de la tarde fulguran. Ingreso de carpa mediante, como en la garganta de un túnel de esos que tragan, aparece la claridad del aire acondicionado.

Unos pasos más, y ahora sí, la carpa principal, el escenario circular y las butacas vacías que conforman un anillo de contraste gigante. La luz es tenue ‑los fotógrafos se quejan para sí mismos, no pueden usar flash‑, la temperatura parece embalsamada, y el despliegue soberbio que cualquiera identificaría con este ámbito, se circunscribe de pronto a la rutina de los clowns. Este es el espectáculo mejor, íntimo y reducido a la quintaesencia de lo que el circo es, o alguna vez fue.

Dos payasos entrenan su rutina, en la compañía del director y la encargada de escenario. En la ficción, se trata de Papulya, el sirviente de Romeo, y de Mainha, la niñera de Miranda, la princesa de Amaluna. Parece increíble, el mismo número ha sido reiterado a lo largo de seis años, en diferentes países, pero las correcciones y divergencias evidentemente continúan. Los artífices en escena son los norteamericanos Mark Gindick y Kelsey Custard, quienes debaten su pantomima entre la atracción que los personajes sienten y sus vaivenes emotivos.

 

Sebastián Joel Vargas
Anna Stankus, diosa del Hula Hoop, inicia su rutina.

 

Amaluna es la historia de una isla femenina, de raigambre mítica, visitada de manera fortuita por un grupo masculino. La princesa del lugar verá cómo lo habitual trastoca a partir de conocer a Romeo, y estos clowns de pantomima hermosa evidentemente replican con su gracia. "Creo que el rol de los payasos es el de conectar a la audiencia con el nivel humano de las cosas, luego de ver el acto anterior, que tiene que ver con grandes acróbatas, realizando destrezas increíbles, que parecen casi inhumanas. El acto nuestro ayuda a que la audiencia se vuelva a conectar con ella misma y también con nosotros, con nuestro acto. Pienso también que es ése el rol del payaso: permitirle a la audiencia respirar. Puede haber actos que parezcan una locura, pero hay que respirar, darte cuenta de que sos humano, de que podés tocar al otro. Ese es el rol del payaso tradicional", le dice Custard a Rosario/12.

Efectivamente, la mímica compartida entre ella y Mark Gindick es la de una pareja que se requiere, y lo hace desde la dinámica más universal: la circense. Al respecto, dice Gindick: Crecí mirando las películas de Charlie Chaplin, Buster Keaton, los hermanos Marx; ese tipo de arte, de comedia, el mejor medio que tiene es el circo. En el circo no hay idiomas, lo que hay es una narración física".

Verlos trabajar implica, por un momento, recuerdos de infancia. Acá lo raro, porque a simple vista Cirque du Soleil no remitiría a algo semejante, aun cuando su nombre tenga al circo consigo. Evidentemente, estos clowns son quienes llevan al circo encima y esto es algo que se agradece entre tanta logística severa.

Pues bien, ya lo saben, bienvenidos al circo del nuevo siglo, fastuoso y de entradas privativas (el circo, como el cine, la historieta, y otras artes populares, son víctimas de una misma moneda de cambio). Ahora bien, haber asistido al hacer de Custard y Gindick es deslumbrante, lo que hacen resulta esencial porque ratifica que por encima de todo, a pesar de todo, hay circo.

Otro tanto desprende el hacer de Anna Stankus, diosa del Hula‑Hoop, quien tras ellos inicia su rutina: sumida en la rítmica que guardan sus auriculares, la gimnasia multiplica aros que obedecen sus órdenes. Por momentos, el cuerpo se le dobla como plastimasa, asombrosa. Los aros vuelan, ruedan, y ella que se hace un ovillito y luego se expande, parece elástica. Un grupo de trabajadores se detiene al costado de la pista, observa quieto. La presencia de esta chica es magnética, tiene un control corporal casi irreal, y una mirada de témpano que parece suspendida en un más allá que augura misterio.

Deidades y protagonistas, las mujeres tienen el peso más importante en Amaluna, la obra dirigida por la ganadora del premio Tony, Diane Paulus. La mayoría del reparto actoral y técnico es femenino, también el grupo musical que acompaña el show. "Desde pequeña nos dicen que siempre va a venir el hombre a buscarnos, que es él quien tiene que hacer todo, invitarnos a salir. Y la verdad es que es bien diferente. Me siento muy contenta en este rol, porque creo que refleja la realidad. Ahora las mujeres se están sintiendo más cómodas cuando se trata, por ejemplo, de seducir al hombre, si es que encuentran al indicado, y está bueno, porque esto aporta un cambio positivo", dice Custard.