Cada tanto pasaba: volvía a ser un colimba. Yo explicaba que ya la había hecho, que tenía que haber un error, pero algún argumento aparecía para explicar la excepcionalidad y ahí estaba, otra vez, a las órdenes de infradotados siniestros. Hace rato que no tengo esas pesadillas, pero las noticias de estas últimas semanas y la impronta represora del gobierno a cargo de un presidente que reivindica el bullyng y de una ministra de Seguridad que evolucionó desde la JP y los montoneros  a las tareas  y negocios del departamento de Estado estadounidense me recordaron aquella lógica cultural que tallaba durante la dictadura y sostenía todavía sus ecos en los comienzos de la democracia, que fue cuando me sortearon. Era 1984 y estaba en el colegio cuando oí, por la radio, las tres últimas cifras de mi documento y a continuación, expectante por ver si zafaba por número bajo, el que signaría mi suerte en los próximos meses: mil. El más alto posible. Capaz que me incorporaban para astronauta.  

  Pero fue Infantería de Marina. Me raparon en Bahía Blanca, me convirtieron en conscripto y nos dieron destino Río Grande, Tierra del Fuego: viajamos en uno de esos Electra que, supe después, bien podría haber sido de los que usaron en los vuelos de la muerte. “No soy pato ni gallina/ soy infante de marina”, nos hacían cantar, mientras desfilábamos: unos gansos profesionales. De arranque un suboficial veterano fichó mis borceguíes y preguntó cuánto calzaba: en el reparto me habían tocado unos buenos, con alguna costura más en la suela. “Cambiámelos por estos otros, te conviene, porque en la cuadra te los van a afanar”. La cuadra era el enorme galpón en el que dormíamos, junto a otros colimbas que llevaban allá un año: correntinos, platenses, mendocinos, pibes del conurbano que parecían tener treinta años en lugar de veinte, de curtidos que estaban por el frío y las humillaciones.  Otros colimbas viejos  los habían basureado a ellos, a su arribo, y ahí llegaba material para trabajar el resentimiento, así que mientras un grupo saqueaba pertenencias otro llevaba a los novatos a ejercitarse en los pisos mojados de las duchas: estrategias militares auspiciadas por los cabos. Esta era ya una versión liviana, porque por entonces contaban historias recientes de soldados en calzones arrastrándose sobre la capa de hielo que cubría la plaza de armas. Bueno: en el período que va desde 1974 hasta el final de la dictadura hubo 218 conscriptos detenidos y desaparecidos. En marzo de 1994, a tres días de su incorporación, desapareció en Zapala el conscripto Omar Carrasco: lo habían asesinado, pero sus responsables en el Ejército procuraron encubrir el crimen. Su cuerpo apareció un mes después, en el fondo del cuartel. Lo sucedido desembocó en el final del servicio militar obligatorio: generaciones y generaciones de sirvientes para el brazo armado del poder real en la Argentina.

  Esa dinámica de la humillación guió el baile de bienvenida que la Escuela de Policías de La Rioja le dio el lunes 5 de febrero a un grupo de aspirantes, a los que sometió a horas y horas de ejercicios físicos al sol, sin agua y con 35 grados de temperatura. Está en los diarios de estos días: doce cadetes terminaron internados y uno de ellos, Emanuel Garay, 19 años, murió como consecuencia de la deshidratación y de los “excesos” del “entrenamiento”. “Ustedes no son dueños de nada, ni de hablar, ni de mirar, ni de nada”, les dijeron apenas llegaron. Pisotones en las manos, apremios de todo tipo. “Déjenlo que se muera, uno menos”, decía una instructora cuando alguno se descomponía o desmayaba. Por lo que va trascendiendo, además de los oficiales y suboficiales de la instrucción, también participaron de los apremios cadetes de tercer año. Y hay un tironeo entre contar en detalle lo ocurrido o cerrar filas y guardar silencio corporativo.

   Según el especialista en seguridad Marcelo Sain, son prácticas que persiguen “obediencia ciega al superior y autoritarismo con el ciudadano”.  Y esto es lo que ha recrudecido en estos dos últimos años, incitado por la idiosincrasia de Macri y Bullrich: ahí están los videos de patoteadas policiales que aparecen a diario, la virulencia de la represión sistemática en las manifestaciones, las detenciones arbitrarias y su prolongación injustificada, los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Las fuerzas de seguridad en función de reinstalar el disciplinamiento y el miedo.

  Hay algo espeluznante en la fotografía de Macri y Chocobar en la Casa Rosada, en el modo en que las caras sintetizan la definición de Sain: la sonrisa emocionada del policía que viene de ejecutar a un joven asaltante mientras huía, la mirada gélida del Presidente, en un acto que signa el beneplácito con la mano dura y la desautorización a un juez que, con el procesamiento y embargo por homicidio a Chocobar, se atrevió a contradecir “la nueva doctrina”. “Hay que volver a la época en la que la voz de alto significaba que había que entregarse”, dijo Macri cuando lo de Rafael Nahuel, asesinado por la Prefectura por la espalda. ¿A qué época se referirá, a la de la dictadura? ¿Ante qué voces de alto habrá que entregarse? ¿La del Federal que baleó a quemarropa al fotógrafo Pablo Piovano, la del policía motorizado que pisó al cartonero Pipi Rosado, la de los gendarmes que manosearon y cargaron en una camioneta a Damiana Negrin Barcellos? ¿Qué caudal de aberraciones provenientes de esa voz de autoridad hay que tolerar? ¿Hay que arrastrarse por las duchas, otra vez, mientras los ceos se quedan con todo? Ha dicho Macri que el bullyng que padeció en el Cardenal Newman, “por italiano”, lo ayudó en la formación de su personalidad. Y que la etapa en el colegio, a la vez, fue de las mejores de su vida. Aprendizajes que aplicaba ya cuando la UCEP, aquellos operativos ilegales y nocturnos en los que cargaban en camiones a los indigentes que dormían bajo las autopistas y los depositaban fuera de la ciudad. 

Ahora ya casi todo puede hacerse a la vista en nombre de la cultura de la humillación.