Las últimas elecciones legislativas alemanas encendieron signos de alarma en los partidos tradicionales. El 24 de septiembre del año pasado, la fuerza de extrema derecha Alternativa para Alemania (Afd) obtuvo el 13 por ciento de los votos. Además, salió primera en el Estado más importante de Alemania Oriental (Sajonia). Esos resultados electorales le permitieron meter 94 diputados en el Bundestag. El ideario de este grupo es primitivo y racista. 

Uno de sus líderes principales (Alexander Gauland) declaró que “un millón de extranjeros que son traídos a este país están quitando una parte de Alemania y nosotros no queremos esto. Nosotros decimos que no queremos perder a Alemania por una invasión de extranjeros con una cultura diferente. Es muy simple”. Gauland también reivindica la actuación de los  soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

¿Cómo es posible que una porción considerable de la sociedad alemana comparta ese mensaje? La pregunta no es nueva, ni sencilla de responder y la respuesta nunca es monocausal. Sin perjuicio de eso, la economía proporciona algunas claves para interpretar este tipo de fenómenos. La situación económica alemana es envidiable en múltiples aspectos: principal potencia europea, mejor nivel de tasa de empleo desde la reunificación del país, ingreso familiar disponible 10 por ciento superior al resto de los países de la OCDE. Sin embargo, la precarización del mercado de trabajo genera múltiples tensiones.

El deterioro laboral es resultado de modificaciones legales y estrategias empresariales. En el primer caso, el gobierno socialdemócrata de Gerhard Schroder (2002-2005) introdujo cambios sustanciales en la normativa. La denominada Agenda 2020 legalizó empleos temporales de bajos salarios. En la actualidad, 7,5 millones de personas trabajan bajo esas condiciones con un sueldo promedio de 450 euros mensuales. En algunos casos, los bajos ingresos de esos “mini jobs” se complementan con la asignación estatal “Hartz IV” (400 euros adicionales).  

Los beneficiarios del subsidio deben cumplir con determinadas condiciones, por ejemplo aceptar los trabajos “recomendados” por la autoridad de aplicación. El trabajador tiene la opción de rechazar el ofrecimiento pero el “Job Center” tiene facultades sancionatorias. Por caso, las autoridades pueden interrumpir la paga del subsidio.

La deslocalización de inversiones en el Este europeo (Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania) es otro factor que ayuda al disciplinamiento de los reclamos salariales. La caída del bloque socialista posibilitó el traslado de líneas de producción a ese reservorio de mano de obra barata. 

El periodista Pierre Rimbert explica en “El Sacro Imperio Económico Alemán”, publicado en El Diplo 224, que “sin esta China a sus puertas, los industriales y dirigentes alemanes habrían tenido muchas dificultades para pasar a los asalariados por el tamiz de las leyes Hartz. Porque el trabajador alemán se siente reemplazable en su puesto antes por el checo promedio que por un lejano vietnamita, las deslocalizaciones en proximidad ejercen un potente efecto disciplinario”.

Uno de los resultados de ese proceso es el virtual estancamiento (o retroceso en algunos casos) salarial. El director del Instituto Alemán de Investigación Económica, Marcel Fratzscher, precisa que el valor de la hora de trabajo de un obrero no calificado cayó de 12 a 9 euros de 1990 a 2017. En ese marco, el estado de insatisfacción crece en algunos sectores sociales. La ultraderecha aprovecha ese caldo de cultivo

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@diegorubinzal