PLáSTICA › EL EFECTO DE LAS FOTOGRAFIAS ANTIGUAS SEGUN UN ESTUDIOSO

Revelaciones de la memoria

El investigador fotográfico Luis Priamo habla de aquellas tomas antiguas, “sin estilo” –anteriores a los años ‘30–, cuyo efecto inmediato es el de producir pequeñas epifanías.

Por Luis Priamo *

Generalmente hablamos de investigación fotográfica como si fuera un concepto claro y unívoco, cuando en verdad es muy general y puede referirse tanto a pesquisas o estudios históricos fotográficos de índole variada, como a la búsqueda de fotografías contemporáneas destinadas a una exposición, a su compra, o a cualquier otro fin. Por lo que a mí respecta significa rastreo y relevamiento de fotos antiguas de mi país para conocer aspectos diversos y particulares del pasado histórico y fotográfico nacional, para difundirlo, para reflexionar sobre él y para colaborar con su conservación. Entiendo por antiguas a las fotos tomadas en la Argentina antes de los años treinta, fase que llamaría, genéricamente, de la fotografía sin estilo, ya que fue a partir de entonces cuando comenzaron a trabajar aquí los fotógrafos que problematizaron por primera vez la idea de forma en la creación de la imagen fotográfica.
El impulso inicial hacia la búsqueda de fotos antiguas se originó en el interés por conocer y conservar en reproducciones el pasado fotográfico de la pampa gringa santafesina. Para mí la fotografía era una forma más de la memoria histórica de mi gente y de mí mismo, un documento histórico directo y no convencional, como la memoria oral. No fue el interés por la historia de la fotografía, o por descubrir autores importantes, o incluso por promover la conservación patrimonial el que me aproximó a la búsqueda de fotografías antiguas de mi región natal. Todo eso vino más tarde. Al principio fue algo íntimo y personal, por un lado, pero también histórico y social por otro, ya que me interesaba encontrar rastros objetivos de la vida que había escuchado y fantaseado en los relatos de mi madre y mi padre desde la niñez. Aquello que Cesare Pavese llamaba el “mundo larval de los orígenes instintivos” de nuestra vida espiritual.
Esta tirada autobiográfica viene a cuento porque la búsqueda de fotos antiguas motivada por aquel impulso de detener la pérdida del pasado objetivo de mi región natal, de los documentos que representaban literalmente el mundo mítico de mi infancia, refiere a un aspecto decisivo del documento fotográfico: el de portador de memoria personal y colectiva. Habitualmente este concepto se asimila a recordatorio o recuerdo, e incluso a historia. Sin embargo la imagen fotográfica, como documento sensible, es decir condicionado por su factura formal y, asimismo, por su relación con el tiempo (“el estar aquí de lo que ya no está”, que decía Barthes) nos propone un modo específico de volver al pasado. A este respecto, cuando me refiero al documento fotográfico como portador de memoria personal y colectiva, no utilizo el concepto en su sentido habitual, sino en el que se desprende de un libro del historiador judío Yosef Yerushalmi, Zakhor. O, más precisamente, del análisis que hace Carlo Guinzburg de algunos pasajes de ese libro en un ensayo titulado Distancia y Perspectiva: Dos metáforas (que forma parte del libro Occhiacci di legno. Nove riflessioni sulla distanza, 1998).
Yerushalmi, nos dice Guinzburg, comprueba en su ensayo que el judaísmo, que tanto se impregnó del sentido de la historia a través de los tiempos, tiene una historiografía escasa e incluso irrelevante; parece evidente que esa riquísima memoria del pasado, componente fundamental de la experiencia colectiva hebraica, nunca estimuló el sentido del deber de los historiadores judíos para custodiarla y transmitirla. Encaminado a explicarse esa paradoja, el historiador recuerda los dos caminos a través de los cuales el pueblo judío entró en una relación vital con el pasado: por un lado a través de la interpretación que hicieron los profetas del sentido de la historia y, por otro, a través de los ritos colectivos, que comunicaban, en palabras de Yerushalmi, “no un montón de hechos para contemplar a distancia sino una serie de situaciones en las cuales uno se podía y se debía zambullir, o donde se proyectaba un sentido existencial”. Para ilustrar esto pone como ejemplo a la comida pascual o Seder, un “ejercicio por excelencia de memoria de grupo”, dice Yerushalmi. En esta ceremonia, agrega, la memoria “no es más un recuerdo, que implicaría todavía un sentido de distancia, sino más bien una actualización”. Algo que Guinzburg sintetiza con esta fórmula: “Una experiencia del pasado, no un conocimiento del pasado”. En una palabra: memoria, antes que historia.
Esa imagen de zambullida en los hechos antiguos, como así también las ideas de actualización del recuerdo y de experiencia directa del pasado, me llevaron inmediatamente a pensar en la visión de fotografías antiguas de la propia cultura como una experiencia similar. Una especie de breve ceremonia o ritual de encuentro con el pasado colectivo que casi siempre se produce en soledad –aunque bien puede masificarse a través de la proyección de las imágenes, o de su difusión mediática–, y que si bien difícilmente asimilemos a la experiencia religiosa en cuanto a intensidad emocional y profundidad existencial, sentimos que es única por el tipo de encanto que produce.
Dicho encanto deriva de un reconocimiento súbito –una especie de revelación– de un momento del pasado propio, personal, en tanto pasado colectivo, e implica una fuerte proyección anímica. Si no hubiésemos estado preparados interiormente para sentirnos deleitados, la reacción simplemente no hubiese existido. En el caso de las fotos antiguas de nuestra cultura, la intensidad del atractivo o encanto que nos despierta depende del reconocimiento más o menos rápido que hagamos de su contenido iconográfico. En ocasiones resulta transparente, pero otras veces se necesita información adicional, es decir referenciación y datación precisas, para poder reaccionar y proyectarnos hacia ellas. Proyectarnos desde la oscura región de nuestros mitos culturales primigenios, que la imagen agita, convoca y revela; como si fuera una segunda aparición de una imagen latente, pero esta vez no contenida en la química del papel fotográfico, sino en la de nuestro espíritu. En este sentido el encanto experimentado con las imágenes antiguas de nuestra cultura obtiene buena parte de su fuerza en ese reconocernos fuera de nosotros de un modo, por decir así, relampagueante; en confirmarnos como parte de un mundo que fue antes que nosotros, cuando nosotros, como individuos, no existíamos, pero en el que, sin duda, somos.
En verdad, un rastreador de fotos antiguas de su cultura siempre está a la búsqueda de esa experiencia. Sin embargo, no hace falta tener un interés particular por dichas imágenes, ni haber hecho de su investigación y difusión un oficio para estar abierto y dispuesto a deleitarse con ellas. Por lo que he observado, se trata de una reacción muy común, que atraviesa transversalmente la sociedad con sus diferencias de clase o de educación entre individuo e individuo, y creo que la mayoría de las personas pertenecientes a una determinada cultura, frente a ciertas imágenes que refieren al pasado común, están disponibles para experimentarla.
Voy a dar un ejemplo con la foto del Obelisco en construcción.
Creo que ningún porteño, de cierta edad al menos –e incluso me atrevería a decir casi ningún argentino–, podría confundirse sobre el contenido de esta foto: reconocemos inmediatamente al Obelisco. Pero lo que nos impacta es que está en construcción. Esto, al menos, fue lo que primero me impresionó y encantó cuando vi la imagen en la placa negativa, y me produjo un intenso deseo de copiarla. Sin haber nacido aquí, esta ciudad siempre tuvo presencia mítica en mi espíritu a través de mediaciones diversísimas. El encanto que esta imagen me produjo fue el de una llamar revelación (algo similar, a lo que Barthes llama satori, en La cámara lúcida, y Joyce llamaba epifanía): el súbito despertar de la emoción por un estímulo sensible que nos deja encantados.
Hay aquí dos cuestiones. ¿Cualquier imagen de un tema dado –en este caso cualquier imagen del Obelisco en construcción– es capaz de provocar una revelación? De hecho hay varias fotos similares a esta, tomadas desde otros puntos de vista, en el archivo de la Dirección de Paseos. Pero la feliz composición lograda incorporando la Diagonal Norte, la luz, el momento, en fin, el carácter formal –estético– de la imagen, es una condición definitoria de su propiedad de atracción y encanto. El segundo tema tiene que ver con la importancia de las fotografías antiguas como herramientas de aproximación viva al pasado común, como ocasión de pequeñas comuniones con ese pasado. Sin pretender para ellas –sería absurdo y disparatado– el vigoroso papel de los ritos religiosos antiguos como vehículo de identificación y cohesión social para una comunidad, vale preguntarse si no tienen para todos nosotros, los que somos parte de la cultura de esta república, algunos gramos de esa fuerza cohesionante de la memoria del pasado, en el sentido de Yerushalmi.

*Investigador fotográfico. Curador de la serie de libros de fotografía histórica editados por la Fundación Antorchas. Ponencia presentada para “XII Encuentros Abiertos-Festival de la luz”.

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El Obelisco en construcción, en abril de 1936. Colección del Museo de la Ciudad.
 
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