CONTRATAPA

Un profesional

 Por Rafael A. Bielsa

Viernes 4 de octubre de 2002, unos minutos pasado el mediodía. Yo caminaba por Florida, desde Avenida de Mayo hasta Sarmiento, para encontrarme con un amigo economista. La estética mad max de ese sitio de la ciudad pasaba frente a mis ojos con cadencia de rueca: la industria sin humo de los mercachifles de chucherías, los usureros caminando a grandes zancadas, como maratonistas de vista a corto plazo, doctores con trajes deslustrados con varios lustros de uso, sumidos en un sopor oriental sin milagro japonés. Tuve ganas de pararme frente a alguno de ellos, y de despertarlo clamando: ¡Eh, doctor!
–¡Eh, doctor!
La vocecita desabrida procedía de un hombre que estaba parado a mi derecha, esperando que el semáforo nos permitiera cruzar Diagonal Norte. –¿Sí? –le pregunté.
–¿No se acuerda de mí?
La verdad era que no me acordaba, y se lo dije. Se trataba de un hombre pequeño de 50 o 55 años, vestido de traje, corbata y pulóver, con unos eccemas herrumbrosos sobre la calva, y una mirada que por delante tenía un cortinado despreocupado, y al fondo una fiebre gris, borrascosa y dura como un pedernal.
–¿En qué colegio hizo la secundaria? En ese momento la gente comenzó a cruzar. En el Superior de Comercio General San Martín de Rosario –le contesté mientras caminaba y él me seguía, galgueando.
–Yo fui su celador en segundo año. En aquella época se decía “preceptor”. Busqué en mi memoria y ante la frustración –por agradar– le ofrecí el tuteo. ¿Cómo te llamás?
–Horacio Berrondo –me contestó, mirando hacia su derecha con desdicha. Fueron años felices, aquellos.
Para mí no lo habían sido. Debimos apartarnos porque un conjunto incaico congregaba a la gente con una versión pasable de “El cóndor pasa”. Y ahora, ¿qué hacés por acá?
–Me recibí de abogado y di clases de derecho en la Facultad. Pero estoy con sida, desde hace cuatro años. Ahora, vengo del hospital.
Lo miré como si esperara que el aliento se le cristalizara en el aire y se deshiciera en minúsculas agujillas verduscas. No sé por qué le pregunté si iba a Rosario.
–No, sólo voy al hospital, y a mi casa. Perdí veinte kilos, tengo 300 T4, candidiasis en la garganta, un citomegalovirus que me hace peligrar la visión del ojo izquierdo, y una enorme debilidad. –Sonrió fulminantemente, como una pavesa en un cielo amoratado.
–¿Y cómo te las arreglás con el dinero?
–Muy mal. Respiró con ruido de caverna, como si tuviera la pleura desprendida–. ¿Me prestarías diez pesos para los medicamentos de hoy? Lo malo de esta enfermedad es que no te podés acostar con ninguna mujer. ¿Quién estaría dispuesta a correr el riesgo?
Mientras yo los buscaba, él metió su manita de simio en el bolsillo derecho del saco.
–Te dejo mi tarjeta. Llamáme el lunes. Dicho lo cual, embolsó el billete y desapareció en dirección inversa a la que caminábamos. La tarjeta decía: “Horacio Berrondo . Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales . Universidad de Buenos Aires . H. Yrigoyen 1408 . 43812781”.
Mientras subía a la oficina de mi amigo, no podía quitarme aquel rostro de la cabeza, tratando de asociarlo con otro, veinte kilos más sano, y treinta años más joven. Ovalo de terciopelo aciago sobre una cola de caballo dibujada con cordel.
Apenas empecé a hacer el relato, mi amigo me cortó: no sigas; ayer, por Florida, me sugirió que había sido mi celador en el segundo año del Nacional Buenos Aires. En nuestra época, me aclaró, se decía “preceptor”. Nos reímos un rato. El no le había dado nada, advertido del embuste. ¿Y la tarjeta?, le pregunté. ¿Qué sentido tiene la tarjeta? Me miró con idoneidad de economista. Ninguno. Sólo la firma al pie de un buen trabajo profesional. A mí, no me la dio.
Desde entonces, he estado pegándole vueltas al asunto. Que tiene sida, es un hecho: el aspecto consumido, el color del rostro, la jerga médica. ¿Cómo, desde allí, puede habérsele ocurrido la idea de salir a arrestar crédulos? El método tiene lo suyo. El cazador furtivo debe apostarse en un lugar de oficinas. Tiene que elegir a alguien con aspecto de “doctor”: traje, corbata, y el aire amodorrado de los que han elegido la anestesia para soportar las maquinaciones de la vida. El tipo debe ser cuatro o cinco años menor que él, y en ese sentido su aspecto de enfermo atemporal lo ayuda. Después de pedir el dinero, tiene que decir algo ambiguo, como la alusión a las dificultades sexuales, para que la presa piense en otra cosa. En fin, que se gana su dinero.
Desde el encuentro, me propongo llamar al número de teléfono de la tarjeta. Pero no lo he hecho. Tengo el temor de escuchar una voz indignada que me responda que no, que allí no vive ningún Berrondo, por Dios, hasta cuándo. Prefiero imaginarlo sentado en una habitación en semipenumbra, cenicienta y ajada, no demasiado lejos de Yrigoyen 1408, con un cuaderno abierto sobre los muslos rígidos, escuchando por enésima vez su propia voz desabrida en el contestador automático: “Usted se ha comunicado con el 4381-2781. Después de la señal deje su número, el nombre del colegio en el que cursó el segundo año secundario, dirección del establecimiento, y nombre y apellido de un par de sus condiscípulos. Le responderé a la brevedad”.
Concienzudo, escribe en el cuaderno apellidos, años, nombres de próceres. Luego recuerda la fecha de ese día, cuánto hace que tiene el mismo número de teléfono, imagina nuevas modalidades operativas, relee cifras y letras con esos ojos febriles, borrascosos y duros como un pedernal que le vi en la calle Florida. Lo que se dice un profesional.

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