CONTRATAPA

Juguetones

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Si cada tanto se postula aquello de que la manera más económica de conseguir el fin del mundo sería la de ponernos todos de acuerdo (y cuando digo todos quiero decir todos) y saltar, cada uno en su sitio, a la misma hora causando un fuera de órbita sísmico y sin retorno; entonces me pregunto cuál sería el efecto de que todos los niños abrieran, al mismo tiempo, los regalos que reciben en el Día de Reyes. Cabe pensar que semejante corriente de felicidad extática arrasaría con todos los males y los malos del planeta, inaugurando una nueva era más infantil y, tal vez, más sabia. La idea tiene su atractivo pero, me temo, enseguida prueba ser ineficaz: porque, se sabe, los niños no son todos buenos, ni alegres.

Los niños, de acuerdo, duran menos que los adultos. Pero son más fuertes, se rompen menos y rompen mucho más. Lo que nos lleva a mucho de lo que brota de esos paquetes envueltos en papel metalizado de colores. El juguete como arma de destrucción individual con consecuencias masivas.

DOS Y siempre me pareció algo rara la secuencia/tándem Santa Claus/Reyes Magos. A ver si lo entiendo... En Navidad uno recibe regalos si se portó bien durante el año. Y lo que se festeja en la Nochebuena es el nacimiento del Mesías y todo eso. Días después llegan con más regalos los Reyes, haciendo de todo niño una especie de adorable maqueta/clon de aquel que 33 años más tarde sería crucificado y, de algún modo, comunicándoles a los pequeños que esos buenos tiempos de recibir sin dar demasiado llegarán a su fin y serán sucedidos por épocas, digamos, más complicadas. Algo así. A Santa Claus hay que escribirle. A los Reyes también. ¿Se trata de la misma carta? ¿O en la carta a los Reyes se insiste o se amenaza volviendo a pedir aquello que no nos trajo Santa Claus?

En cualquier caso, lo más perturbador es que –hoy por hoy– lo que suelen pedir a uno y a otros aquellos que tuvieron una conducta ejemplar durante doce meses son videogames, donde se mata, se arrasa, se aniquila y se ofrece la oportunidad de consagrarse como Maestros del Juicio Final. Juegos para toda la familia. Para hijos que quieren crecer rápido y para padres que quieren rejuvenecer más rápido todavía. Y así es como los que inexorablemente suben y los que sueñan con la receta mágica para descender o, por lo menos, no seguir ascendiendo, se encuentran frente a una pantalla para, juntos, derramar sangre de píxel entre coreografías Wii y espasmos Play-station. Paz en el mundo.

TRES Aun así, hay optimistas que auguran una nueva era de lo unplugged y el retorno del juego de mesa. Volver a los Legos desenchufados (nada que ver con esos absurdos videogames donde se legoliza a Batman o a Indiana Jones) y a la romántica conquista del mundo con los modales más aventureros y menos automáticos del RISK o las estrategias del magnate de vieja escuela del Monopoly. Y a no dudarlo: alguna empresa tipo Parker Brothers ya debe estar desarrollando algo llamado Crisis y en cuyo tablero se podrán emular Cracks y Crashes a golpe de dado. Hasta entonces, leo que los niños desean, cada vez más, juguetes que parezcan reales (es decir, que se parezcan lo menos posible a juguetes) y de ahí la proliferación de esos muñecos y muñecas que parecen bebés recién nacidos o aquellos otros que son –previo encargo– dobles exactos y resistentes de sus frágiles dueños. De todos modos, los muñecos pasan rápido y enseguida hay que lanzarse a artículos y ropa de marca, y ya se habla del fenómeno como “la reducción de la infancia”. La niñez tal como se la entendía ahora dura hasta alrededor de los 6 años. A partir de entonces –ya a nadie le interesa ser Peter Pan– lo que se desea es muy parecido a lo que desean las personas mayores: lujo, prestigio y confort. El problema no es que la infancia dure hasta los 6 años sino que la adolescencia dure hasta los 40 años. Y eso que se llamaba pubertad ya no existe, dicen.

CUATRO Lo que sí existe es un incremento de la violencia entre niños y jóvenes. La ira contenida y epifánica de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno, del recién nonagenario Salinger, ha sido suplantada por la rabia de esos pequeños salvajes que se pierden en los bosques luego de haber devastado sus hogares en el Furia feroz de J. G. Ballard. No pasa semana en que los diarios no ofrezcan testimonios de padres aterrados admitiendo no saber qué hacer con las bestias indomables que saltan y aúllan en la habitación de al lado. Seres que no dudan en moler a golpes a quien tienen más cerca si no les ha gustado el obsequio recibido o la nota adjudicada. Palizas y peleas que serán grabadas por el móvil y subidas a Internet para disfrute de amiguitos y amiguitas que se perdieron la fiestita. Y una encuesta reciente afirma que un 94 por ciento de los participantes –1300 españolitos de entre 6 y 17 años– declararon no querer ser o hacer, bajo ningún motivo, lo que hoy son y hacen esas personas que alguna vez los trajeron a este mundo cruel.

CINCO Llevo varios meses leyendo sobre el asunto: eso de que los padres sólo desean ser “amigos de sus hijos”, pero no quieren ser padres. Mecanismo de defensa, supongo. Si no puedes con ellos, únete. Y la consola funcionando como pegamento virtual y vínculo electrónico. Ahí están todos, parece. Agarrados a joysticks como si en ello les fuera la vida. Y, dicen, el espanto aumenta durante las vacaciones festivas e hiperregaladas. Allí, en el turbulento reino de salas y livings se escenifican batallas dignas de El señor de los anillos, donde las fronteras entre élficos pequeños y maduros orcos se confunden, donde resulta imposible poner límites, donde ya no saben –ni quieren saber– dónde empieza uno y termina otro. No hay problema, tienen casi todo el tiempo del mundo. Y si los estudios de años pasados determinaban que la edad promedio en que un joven español –por culpa de alquileres altísimos y sueldos bajísimos– dejaba el hogar de sus progenitores era la de 34 años, ahora, cabalgando con los sables en alto hacia los lúgubres acantilados de la crisis, posiblemente no se vayan nunca. No crezcan más. Se conviertan en reprimidos y inflamables homos-bosai acampando a los pies de un mustio arbolito navideño a la espera de nuevos regalos de esos con los que disfruta toda la familia, la familia para siempre unida y confundida, la familia indivisible e inseparable hasta el fin, hasta el game over.

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