CONTRATAPA

Historia de año nuevo

 Por Leonardo Moledo

“Esto ocurrió hace no demasiado tiempo –dijo el hombre acodado en una mesa del café La Orquídea, con una copa de vino todavía intacta enfrente de él–. Más exactamente, el 31 de diciembre de 2007. Ese día, la cena para esperar el año nuevo se celebró en mi casa, allí enfrente. Hacía buen tiempo, y como mi departamento tiene una terraza muy grande –está situado en un piso 13, desde donde se domina toda la ciudad–, estiramos allí una larga mesa para un montón de personas: además de mi familia inmediata, bastante reducida, estaban primos lejanos, cuñados de cuñados, ex maridos, ex esposas con sus respectivas parejas y hasta alguna gente que yo ni siquiera conocía, pero que igual pagó su incorporación al banquete trayendo alguno que otro manjar: caviar, lengüitas de ruiseñor, tira de asado, una colita de cuadril, nidos de golondrinas y sopa instantánea, para no hablar de una ensalada de lechuga y smolke. Y por supuesto una botella de champagne. Lo cierto es que el espectáculo que se veía sobre la mesa era pantagruélico.”

Los asistentes a La Orquídea escuchábamos con atención, condescendientes, pero sin sorpresa: no había allí nada que mereciera ser contado en voz alta.

“Comimos y tomamos y bromeamos –siguió el hombre–, como se suele hacer durante las fiestas, que nos obligan a poner en escena un simulacro de la armonía y la felicidad. Y así fue, mientras el reloj se acercaba acompasadamente a las doce; cuando sólo faltaba medio minuto, nos pusimos todos de pie, con las copas en la mano y empezamos la cuenta regresiva: 29, 28... 27... a coro. Era lindo porque todo el mundo hacía lo mismo, aproximándose al brindis que celebra, inexplicablemente, el paso del tiempo y la cada vez mayor cercanía de la muerte: 14, 13... 3, 2, 1... y entonces dieron las doce y la ciudad se inundó de fuegos artificiales, petardos, cohetes, brindis, porque empezaba el año nuevo.

“Pero nosotros no brindamos, y no lo hicimos porque mientras toda la ciudad se embarcaba gozosa y ruidosamente en el año nuevo, en nuestra terraza, el año nuevo no empezó. Nos miramos desconcertados, sosteniendo las copas, esperando quizá que el año nuevo se presentara con unos pocos segundos o minutos de retraso. Pero no, al poco rato nos dimos cuenta de que el año nuevo no venía, no llegaba a nuestra terraza, que se había quedado clavada en el año anterior.

“Se habló de husos horarios, de que podía haber un defasaje de seis o siete horas; como cuando se produce un corte de luz y uno quiere saber si es general, salí al palier. Pero no: en todo el edificio era ya el 2008 y los ascensores funcionaban correctamente. Volví a entrar en mi casa y en el año 2007, misteriosamente enquistado allí. F. sugirió que quizás era una recidiva del año juliano, previo a la reforma gregoriana de 1582, y sus diez días de diferencia, pero era una explicación demasiado material. Entonces recordé que había habido signos, señales previas y premonitorias: una vez, un jueves se extendió hasta el mediodía del viernes, otra vez, un lunes duró 24 horas, y hasta en una ocasión un martes persistió durante cinco días seguidos y dio lugar de manera directa y brusca al domingo. En esas ocasiones no había prestado demasiada atención, pensando que la anomalía se iba a arreglar sola, como efectivamente ocurrió, pero ahora el problema tomaba la envergadura de un año: el hecho concreto era que en toda la ciudad corrían ya los primeros minutos, u horas, del 2008, mientras nosotros nos habíamos quedado empecinadamente y sin quererlo en el 2007, que se resistía a partir. De pronto, comprendí lo rotundo de afirmaciones que siempre me parecieron banales, como ‘se quedó en los ’70’, o ‘se quedó en el ’45’. Pensé en el ángel exterminador de Buñuel, que había hecho de las suyas y que esta vez se había apoderado no del espacio sino del tiempo. Quizás nos habíamos quedado atrapados en el tiempo circular de Platón, quizás habíamos entrado en las series paralelas de Rydberg, tal vez se habían apoderado de nosotros las series temporales complementarias propuestas por Priestley o el tiempo zigzagueante de Feynman, que supone que los positrones son electrones que retroceden en el tiempo. Pero estas especulaciones eran un pobre consuelo, ninguna explicación satisfacía: el hecho metafísico era totalmente literal rotundo y simple: hubiéramos caído en una trampa o en algún abismo, lo cierto era que los relojes marcaban ya las tres de la mañana, y el año nuevo no había empezado todavía.”

–¿Y entonces? –preguntamos.

“Y entonces nada –dijo el hombre–. Poco a poco, y derrotada, la gente empezó a irse y a salir al 2008... llevaban sobre sí una carga que ya nadie ni nada podría remediar: habían conocido el mayor de los misterios, y lo habían conocido mientras persistía.”

“Y así fue –terminó el hombre– pero además, ese hombre que habla, acodado en la mesa soy yo mismo, que estoy escribiendo esto, y que cada vez que entro en mi casa vuelvo al inexplicable y odioso 2007. Probablemente para siempre.”

Y el silencio se hizo en todo el café.

La Orquídea, 31 de diciembre de 2007

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