CONTRATAPA

Yo elegí de nuevo

Por Patricio Contreras

Nuestro estupor por el atentado a las torres gemelas empalideció hace más de un año cuando se derrumbó la Argentina. Se nos vino todo al mismo tiempo: la crisis económica, social y política. El centro de Buenos Aires, en cuyo fondo se recorta la civilización de su arquitectura europea, se cubrió con la barbarie de la caballería represora, impiadosa, cargando con sus monturas contra ancianos, mujeres y jóvenes a sangre y fuego. El muro del libre mercado había comenzado a caer en el momento en que una señora, seguramente ama de casa, sacaba de su cartera un martillo y se abocaba con aplicación a destruir un cajero automático.
Recibí entonces el llamado de algunos diarios, radios y canales de Santiago de Chile que buscaban impresiones personales. Querían el testimonio directo de un chileno. (Los recibo aún. Preguntan por el comienzo de la crisis y por cada nuevo capítulo.) Con cada llamado me encendí al rememorar los acontecimientos del 19 y el 20 de diciembre, orgulloso de haber participado de manera activa, primero caceroleando desde mi balcón y luego en las marchas que, como ríos caudalosos, buscaban incontenibles sus cauces y confluían en el lugar donde los argentinos hacen la historia: la Plaza de Mayo. Entonces percibí que mi apasionamiento los sorprendía. Tal vez esperaban un comentario más distante, sin tanta camiseta: el de un extranjero.
Pronto tendrían la explicación. Me preguntaron si, dadas las circunstancias, pensaba volverme a Chile. Les respondí que no, que la Argentina era mi lugar de pertenencia desde hacía muchos años. Que tenía una hija argentina. Que a mis padres los tenía enterrados en la Chacarita. Que sumaba muchos amigos en este suelo, vivos y muertos. Y en la memoria, a los que marcharon al exilio y ya nunca volverán. Que las Madres y Abuelas de la Plaza también eran mías. Que yo había tomado, al igual que generaciones y generaciones de inmigrantes, las generosas palabras del Preámbulo de la Constitución argentina donde los beneficios también son para “todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Que además gozaba por mi trabajo del afecto y del respeto de muchos compañeros y del público. Que a los argentinos ya me unían lazos definitivos. Como haber compartido con ellos el período más trágico de su historia, la última dictadura militar. Y el júbilo por la democracia y la libertad recuperadas y el posterior camino de frustraciones y traiciones que nos han arrastrado hasta estos días atroces. En fin, que a los argentinos me unía el haberme hecho río con ellos en decenas y decenas de marchas hacia el mar de Plaza de Mayo. Por la libertad de expresión. Contra la dictadura. Por la paz con Chile. Por la democracia. Contra el FMI. Contra los golpistas carapintada. Por el castigo a los genocidas. Contra la obediencia debida y el punto final. Contra la impunidad. Contra el indulto. Por la cultura. Por la justicia. Por la AMIA. Por José Luis Cabezas. Contra la corrupción.
Cada vez que me llaman, los periodistas chilenos se despiden invariablemente recomendándome con afecto: “Cuídese, don Patricio”. También me lo dicen en Santiago de Chile. Recuerdo la angustia que sentía en mi cuarto de hotel cuando encendía el televisor y veía las imágenes de la Argentina por la omnipresente CNN o por algún otro canal. Yo estaba en Chile para los arreglos de una película y la distancia parecía volverlas mucho más dolorosas. Por eso, cuando más tarde me ofrecieron dos proyectos de teatro en Santiago que me llevarían a permanecer allí seis meses, no dudé en rechazarlos, pese a su inspiración solidaria y a su conveniencia económica.
Calculé que en pocas semanas más cumpliría más de la mitad de mi vida en la Argentina. Había llegado siendo un muchacho: a los 27. En marzo de 2002 cumpliría 27 años viviendo aquí. Y me daba la sensación de que para hacer más borgeana esta simetría, la Argentina me los celebraba poniéndome aprueba. Dándome la oportunidad de elegir de nuevo. Mostrándome su rostro más feroz, invitándome a asomarme al abismo, a compartir el espanto. Como diciéndome con voz tanguera: “No quiero hacerte daño, andate si querés”. Y yo elegí de nuevo.
Cuando alguien pretendió descalificarme aduciendo, incluso bajo el ropaje de una broma tilinga, que “vos no entendés porque sos chileno, sos de allende los Andes, sos de la cultura del Pacífico”, me ofendió. Sentí que pretendía dejarme afuera, arrebatarme lo que de inevitable y legítimamente tengo de argentino.
Es por todas esas razones y con el derecho que ellas me otorgan que el último 20 de diciembre, otra vez, me hice río con los argentinos. Y marché hacia la Plaza de Mayo con la emoción corriéndome tumultuosa por las venas ante la belleza conmovedora, majestuosa, que adquieren los hombres cuando unánimes, multitudinarios, a voz en cuello, reclaman por su dignidad.
Algunos amigos proclaman que el país les importa, pero a veces me preocupan. Corren el grave riesgo de que no solo sus cuerpos sino también sus cabezas adquieran la forma de sus poltronas. A todos ellos les dedico estas líneas.

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