EL PAíS › PANORAMA POLITICO

VILLANIAS

 Por J. M. Pasquini Durán

En Catamarca quedó en claro quiénes son los verdaderos promotores de la anarquía y el caos social. El senador Luis Barrionuevo, candidato frustrado a la gobernación provincial, promovió la suspensión por la fuerza de las elecciones locales, con absoluto desprecio por la ley, los derechos civiles de la ciudadanía y las reglas de la democracia. Pretextando que había sido proscrito por tribunales subordinados al poder político de sus adversarios, incluso si la acusación fuera cierta, cometió una villanía inexcusable, basada en el criterio de la justicia por mano propia. En una sola jornada hizo retroceder el acto electoral a épocas de infamia, cuando el uso de patotas, la compraventa de votos, las urnas volcadas y el fraude eran los métodos de las oligarquías.
Barrionuevo debió ser sancionado por la Justicia Electoral, por el Senado nacional que integra y, de inmediato, por las más altas autoridades del Partido Justicialista. Ni Carlos Menem ni Eduardo Duhalde, que reivindican para sí esa jefatura partidaria, estuvieron dispuestos a demostrar ante la sociedad que se trataba de un desborde personal del prepotente, con lo cual han otorgado el derecho a suponer que no piensan distinto. Si los próximos comicios presidenciales ya estaban cargados de suspicacias diversas, después de esta comprobación se han opacado todavía más.
Cuando Herminio Iglesias puso fuego al simbólico ataúd de la UCR, en el cierre de la campaña de 1983, la indignación pública fue grande, a tal punto que más de uno atribuyó a ese gesto descomedido una porción de la victoria de Raúl Alfonsín. La presunción generalizada fue entonces que semejante actitud era el anticipo de la violencia que infectaría la vida político-institucional en los años venideros. Hoy, por lo de Catamarca, la indignación no es menor, aunque la diferencia comparativa quizá resida que la sociedad ha sido ganada por el miedo, que la confunde y la retrae. En los primeros años 80 existía el rechazo y el temor por la violencia pero también había sentimientos de esperanza. “Ahora, la vida”, prometía Alfonsín.
En este tiempo, no hay expectativas semejantes. Al contrario, el miedo viaja por el mundo acompañado por la incertidumbre y la confusión. A las decepciones acumuladas en el pasado inmediato, se suma un presente cruel y un futuro incierto. ¿Qué otra razón sino el pánico puede explicar el respaldo mayoritario de los norteamericanos a los delirios belicistas de George W. Bush, presidente de origen ilegítimo? La derecha racista y ultramontana que ocupa la Casa Blanca, con el cuento de perseguir un enemigo invisible, prepara algo más que el desalojo de un déspota o la apropiación por la vía militar de riquezas ajenas. Pretende fundar un nuevo orden internacional sostenido por la fuerza bruta del imperialismo, de contenidos opuestos a los principios que orientan desde su fundación a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Por eso, el ataque contra Irak, después de Afganistán y antes de otros blancos que ya se anuncian, coloca al mundo entero en la encrucijada de salvaguardar las normas de la convivencia pacífica o aceptar la barbarie como canon universal.
Los métodos de Barrionuevo podrían encajar en las dimensiones ideológicas de los equipos de Bush. El senador y esposo de la actual ministra de Trabajo ganó notoriedad mediática por algunas frases desfachatadas y, a la vez, cimentó sus posiciones en el sindicalismo tradicional y en el negocio del fútbol con una trayectoria más o menos sigilosa como operador de manipulaciones y acuerdos entre cúpulas partidarias, más de una vez asociado con el “Coti” Nosiglia, otro personaje con fama de temible. Algunas crónicas les atribuye a ambos el trámite que dio origen al Pacto de Olivos, mediante el cual Menem se aseguró la reelección mediante la reforma constitucional de 1994 yAlfonsín le pegó un balazo en el estómago al centenario partido de sus amores hasta reducirlo a su postración actual.
Las riñas entre camarillas, como las de Catamarca y algunas de alcance nacional, confirman el agotamiento del sistema tradicional de partidos y su incapacidad para hacerse cargo de la compleja realidad argentina, más allá de la enconada defensa de sus intereses particulares. También es una evidencia de las dificultades que todavía no venció el movimiento social en la tarea de gestar representaciones sustitutas que, por supuesto, no nacen en un repollo o en una consigna, aunque sea tan terminante como la que pedía “que se vayan todos”. Salvo para los muy impacientes o para los que se abandonan a pensamientos mágicos, ese retraso no es para desesperar porque la tarea sigue anotada en numerosas agendas. Eso sí: para que florezcan cien flores nuevas, lo único que no se puede abandonar es el territorio de la libertad y de los derechos democráticos, a pesar de que hoy luzca yermo y abandonado.
¿Alguien puede creer que los norteamericanos tendrán la seguridad garantizada así quede un hoyo negro donde hoy están Irak, Irán, Siria, Corea y tantos otros del catálogo maligno escrito por Bush? Del mismo modo, nadie debería ilusionarse aquí con los que prometen soluciones mágicas para la inseguridad urbana, que es una verdadera pesadilla para tantos argentinos. Hay que reconocer, sin embargo, que hoy por hoy los dispositivos represivos destinados a “poner orden” atraen cierta adhesión de ciudadanos desprevenidos o de mala memoria. En la promesa de Menem de sacar las Fuerzas Armadas a la calle para terminar con las protestas sociales o en los antecedentes de “duro” de Aldo Rico, al que su contrincante Patti acusó de ser propietario de prostíbulos y desarmaderos de autos robados, aparecen en las encuestas como un motivo valedero para núcleos de votantes.
Esta observación ha llegado a tentar incluso a otras figuras de la política que deberían distinguirse por el uso prudente y disuasivo de las fuerzas de seguridad, en lugar de lanzarlas a reprimir sin miramientos. Son procedimientos de altos riesgos, porque la experiencia del terrorismo de Estado en el país ha demostrado que el precio que paga toda la sociedad jamás compensa el pretendido “orden”. El movimiento de derechos humanos puede ofrecer bibliotecas enteras sobre las inconveniencias de la represión que termina por ser indiscriminada, pero más que nada tiene el ejemplo de su conducta en más de un cuarto de siglo. Con injurias incomparables con las que pueda haber recibido Barrionuevo, no hay un solo caso de justicia por mano propia entre las víctimas de la dictadura, a pesar de todas las defecciones de los tribunales para imponer la igualdad ante la ley y de los indultos presidenciales.
No es una formulación retórica, de compromiso, en un mes de tantas reminiscencias, sino la indicación de un camino en este tiempo de encrucijadas. Ni Bush ni Barrionuevo tienen las respuestas para el futuro.

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