CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

El retrato de Frank

 Por Juan Sasturain

Para los compañeritos del
Nacional de Dorrego.

Como diría el patriarca César Bruto en memorable arranque, “cada vez que viene el tiempo fresco” suelo volver sobre la memoria de cosas muy puntuales, sólo en apariencias arbitrarias, convocadas quién sabe por qué conjuro inconsciente. En este caso y en este recuerdo, no hay ningún misterio: ayer hacía frío y –después de mucho tiempo– vi un dólar, un billete de cien dólares, más precisamente (lo vi pasar, en realidad) y esa imagen se asoció a la estufa cercana y convocante con su calorcito. Y fue ahí, estoy seguro, que el recuerdo volvió. Y me reí solo, y tuve que contar de qué me reía. Y por eso lo cuento acá, ahora. Ya van a ver.

Seré clásico. En pocos meses se van a cumplir cincuenta años de que una docena de pibas y pibes terminamos nuestro secundario en el Colegio Nacional de Coronel Dorrego. Debemos ser la tercera o cuarta promoción de bachilleres. Algo vamos a hacer los dispersos para juntarnos, supongo y espero. Mientras tanto, no puedo sino recordar ciertos pormenores de inevitable contexto. Los varones íbamos de saco y corbata, y a las chicas no se les permitían aún los pantalones. Y recuerdo aquellas aulas altas y frías del horario vespertino/nocturno que nos tocaba: las pibas se arracimaban junto a la estufa económica de kerosén –una por aula– y arrimaban el culo y las piernas congeladas buscando alguna calidez bajo la cruel pollerita reglamentaria. Es que entrábamos al colegio a las cinco de la tarde, tras los dos turnos de primaria, para ocupar las mismas aulas y bancos de los más chicos, siempre en el mismo clásico y único edificio escolar frente a la plaza. Era lo que había y se usaba sin desperdicio de tiempo ni espacio. Como debe ser.

Me acuerdo particularmente del invierno del ’62, especialmente frío, cuando estábamos en cuarto. Fue el año del Mundial de Chile, el año en que cumplí 17 justo el día que murió Marilyn –y le escribí un poema que pudorosamente conservo–, el año y la época de la anécdota que quiero recordar. Ya sé que cada uno tiene las suyas. Pero es así.

Teníamos una linda morocha profesora de Historia, la Cata Córdoba –que debía su apodo, como el central de Boca, a su condición de catamarqueña– todavía joven, muy enérgica y dinámica, tradicional en la forma didáctica –“estudien de acá hasta acá”, y había que recitar– conservadora en las ideas, y exigente y eficaz a su manera. El texto con que nos castigábamos ese año era la tan útil como interminable Historia de las Instituciones Políticas y Sociales Argentinas y Americanas hasta 1810 (o algo así) del incombustible polígrafo Francisco Arriola, de Editorial Stella. Un pavoroso best-seller más de la larga lista de un autor que, como los Dembo, Astolfi, Rampa, Ibáñez, Maiztegui y Sabato (sí, el joven Ernesto) y Estrella Gutiérrez y Barenguer Carisomo –entre tantos otros redactores buenos o mediocres de textos escolares– supo saturar por décadas (sic) las bibliografías obligatorias del secundario. Uno supone envidiosamente que aquellos beneméritos la juntaron con pala.

Pero volvamos a la cuestión.

En el otro rincón, entre el puñado de supervivientes que componían el alumnado de aquel diezmado cuarto de bachillerato, se destacaba, por su obstinada negativa a acceder a cualquier tipo de conocimientos, la querida gallega (pongámosle) Alfonso. Una auténtica resistente, una verdadera roca. Su manifiesta vocación por la ignorancia no le impedía –desaprensiva, incombustible, atorrante al fin– intentar zafar con repentinos arranques de responsabilidad que hacía que, hacia el fin del trimestre, no dudara en proponer preparar un tema “para levantar nota”. Un clásico.

En el caso que nos convoca y recuerdo, esa fría jornada en la penúltima hora, la alumna Alfonso había pasado al frente y exponía, con aparente fluidez y segura memoria, el tema puntual convenido con la Cata Córdoba, que era el del día, el segmento preciso, los párrafos de Arriola que debía dócilmente repetir. Y allá iba la gallega recitando la importancia de algunos de los precursores de la independencia latinoamericana, tipos que se habían “embebido” de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, “abrevado” en las ideas de los pensadores franceses como Voltaire, Diderot y Rousseau, y estudiado el modelo de la revolución norteamericana. Hablaba del aventurero Francisco de Miranda, claro, y también de algún otro, venezolano o colombiano como Antonio Nariño.

La gallega dijo todo: que viajaban por Europa buscando apoyo para la revolución contra España y que se reunían para estudiar y conspirar, y así seguía y seguía hablando en un murmullo, como si rezara, sin levantar mucho la voz mientras la Cata caminaba entre los bancos, iba y venía sin interrumpirla. Hasta que de pronto la gallega dijo:

–...y tenía en el salón, donde se reunían, encima del escritorio, el retrato de Frank... (el resto del apellido del personaje se oyó apenas, casi inaudible).

La catamarqueña estaba un poco lejos o distraída y no llegó a entender bien o no pudo creer lo que había oído.

–¿El retrato de quién? –preguntó.

–El retrato de Frankenstein –dijo la gallega con seguridad pasmosa.

Hubo un silencio memorable.

La profe la miró, pensó un momento buscando una explicación y después dijo, casi con resignación, sabiendo de antemano que todo era inútil:

–El retrato de Franklin, señorita. De Benjamin Franklin.

La gallega la miraba con los ojos redondos, inexpresivos, sin parpadear. La Cata entonces suspiró y dijo, rutinariamente:

–Prosiga, por favor.

Y la gallega siguió, como si nada.

Cuando terminé el párrafo anterior hice dos cosas: primero le escribí a una de mis compañeras de entonces para ver cómo hacemos para juntarnos a fin de año y después me fui a la biblioteca a buscar el libro de Arriola, que seguro que estaba. Lo encontré allá arriba, en el último estante, forrado con papel azul a pintitas, bastante cachuzo pero entero. Novena edición, de enero de 1962. Busqué y encontré, tal cual. Capítulo XIII, página 289 al medio. Ahí está la referencia, que no me deja mentir.

Cada vez que viene el tiempo fresco se me cruzan recuerdos así. Qué grande.

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