CONTRATAPA

El peor de todos

 Por Juan Gelman

La soberbia es uno de los siete pecados capitales y el más grave para grandes teólogos cristianos. “¿Qué es la soberbia sino un apetito desordenado de grandeza pervertida?” (San Agustín, La ciudad de Dios). “Es la reina suprema de todo el ejército de vicios” (San Gregorio Magno, Moralia), “Todos los vicios nos alejan de Dios, sólo la soberbia se opone a El” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica). Bush hijo y su grupo de halcones-gallinas están aguando un poco la práctica de su soberbia. Llaman a eso “un ajuste político”.
El presidente de EE.UU., ayer muy orgulloso de “ir en solitario” contra Irak y lo que viniere, hoy pide ayuda –tropas y dinero– a las Naciones Unidas. Su discurso del domingo 7-9 marca un retroceso en el camino unilateral que la Casa Blanca recorrió con saña en los últimos dos años para concretar su sueño de dominación mundial. El discurso no carece de otros aspectos notables: la acusación de que Saddam poseía armas de destrucción masiva se ha diluido en la definición de Irak como el principal frente de lucha contra el terrorismo, algo que insulta la inteligencia de muchos. La asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice pretende ahora que “es importante que toda la comunidad internacional participe en este heroico esfuerzo” (el de remodelar el Medio Oriente a gusto y paladar de las grandes corporaciones). El general de marines (R) Anthony Zinni fue ovacionado el martes 10 por centenares de jefes y oficiales retirados cuando preguntó si en Iraq había empezado otro Vietnam. Y afirmó: “Ciertamente, rechazamos a las Naciones Unidas. Por qué, no lo sé. Ahora volvemos sombrero en mano”.
La realidad es terca y ha provocado en Washington otros retrocesos y aun ataques de mudez. El vicepresidente Dick Cheney solía repetir que los invasores serían recibidos como “libertadores” por el pueblo iraquí. No ha vuelto a hablar del asunto. El jefe del Pentágono Donald Rumsfeld sostenía con pasión que Iraq estaba cargado de armas de destrucción masiva. Después de visitar Bagdad, interrogado sobre el tema, dijo a los periodistas el lunes que pasó: “Ni pregunté por ellas. Supongo que me lo dirán si encuentran algo”. Su segundo Paul Wolfowitz, otro vociferador del peligro que entrañaban los arsenales de armas químicas, biológicas, tal vez nucleares, de Saddam Hussein y sus vínculos con al-Qaeda, acaba de admitir que la evidencia en los dos casos es “oscura”. También las cifras ponen tonos defensivos en las bocas de la Casa Blanca. Ante todo, las de efectivos estadounidenses muertos y heridos durante la ocupación, que superan con creces el número de bajas de la guerra. Y luego las otras, las económicas, las que importan realmente a los poderosos del país.
Wolfowitz aseguraba en marzo último que el petróleo iraquí generaría ingresos por valor de 50 a 100 billones de dólares a corto plazo. Con suerte, serán de 12 billones en el 2004. El director de finanzas del Pentágono estimó el costo mensual de la ocupación de Iraq en 2 billones de dólares en abril, en 3 billones a comienzos de junio, en 3,9 billones en julio, y desde entonces se abstiene de informar públicamente. Bush pide al Congreso 87 billones de dólares más para reconstruir lo que destruyó la invasión y una infraestructura arruinada por 11 años de bloqueo impuesto por la ONU. El Centro para el Progreso de Estados Unidos señaló que esa suma equivale a dos años de subsidios de desempleo, es 87 veces superior a lo que el gobierno destina a la educación postescolar y supera en diez veces el presupuesto del Organismo de Protección Ambiental. Otras fuentes subrayan que cuadruplica el presupuesto del Departamento de Estado -ayuda al exterior incluida- y que llevará el déficit federal a unos 550 billones de dólares, casi un 5 por ciento del PBI. Lo cual no obsta para que el FMI y el Banco Mundial, organismos digitados por EE.UU., exijan a los “paísesen desarrollo” que no tengan déficit fiscal. Y todavía más: que haya superávit.
El desglose de los 87 billones pedidos por Bush hijo para la reconstrucción de Iraq indica que muy pocos serán para satisfacer las necesidades elementales de la población iraquí: el 80 por ciento se destinará a sostener las actividades militares y de seguridad en Iraq y Afganistán, el 17 por ciento a las tareas de resanamiento de la infraestructura -la petrolera sobre todo, desde luego-, el 2 por ciento a gastos varios y apenas el 0,9 por ciento a la realización de proyectos con fines civiles. Estos porcentajes dan cuenta, por si falta hace, de la mentalidad que preside el intento de Pax Americana para el mundo. Interesan, sí, los beneficios de las grandes corporaciones que Bush hijo amamanta. Conglomerados como Halliburton y Bechtel ya están embolsando billones de dólares. Los millones de iraquíes no entran en la cuenta.
Los estadounidenses han comenzado a modificar puntos de vista acerca de la llamada guerra contra el terrorismo. Una encuesta de la Universidad de Maryland reveló en las vísperas del segundo aniversario del 11 de septiembre que el 64 por ciento de los interrogados pensaba que las intervenciones militares de su país en Medio Oriente aumentan el riesgo de atentados; el 77 por ciento, que se adensaron los sentimientos antiyanquis en el mundo árabe y que eso facilita el reclutamiento de nuevos terroristas; el 54 por ciento, que la política exterior de la Casa Blanca es demasiado agresiva. Crece el escepticismo ante los resultados de esta empresa. Pareciera que el pueblo norteamericano se sacude letargos victoriosos y percibe, tal vez, que “la soberbia no es grandeza, es hinchazón” (San Agustín, sermón 380).

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