CONTRATAPA

Vuelve el enano

 Por Eduardo Aliverti

Es el momento preciso, porque después será no inevitable pero sí peligrosamente tarde para que un grueso de esta sociedad reflexione en torno del enano fascista que le está renaciendo. La clase media –que valga como descripción global y que disculpen sus progres que se sientan afectados– comienza a (re)mostrar lo peor de sí frente a un fenómeno social que se le escapa de la comprensión: los piqueteros.
A menos de dos años vista, había un grito de “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, que recibía el ingreso multitudinario hacia Capital de los grupos del conurbano bonaerense como si se tratase de un Maná conmovedor, caído de la conciencia culposa de la comodidad burguesa afectada. Estábamos todos de muy mal humor tras el fracaso de los esperpentos inservibles que habíamos creado para dejar atrás a la rata, también confeccionada desde el seno social. Alianza, Megacanje, Chacho, Blindaje, Graciela, el zombie presidencial. Un 19 y 20 de diciembre de 2001 confluyeron en el centro de la aldea los ahorristas estafados, los marginales de las afueras, los postergados de los adentros, los tilingos, los profesionales bien pensantes, las amas de casa y los taxistas amantes de Radio 10, los fieritas de las canchas y el rock. Todos, en el sentido más abarcador del término, habíamos resuelto que todos, también, éramos los perjudicados por la simbiosis de perversión, corrupción e ineficiencia que se identificaba como proveniente de “la clase política”. Fue el tiempo en que la inmensa mayoría de los periodistas y medios de comunicación se conmovía por la aparición desde el subsuelo indigente de aquellos que habían decidido mostrar su existencia. Literalmente: su existencia. Hasta entonces, las cifras de pobres y marginados eran sólo eso. La revuelta popular les dio categoría de visualizables. Fueron como las patas en la fuente del ‘45, con la diferencia de que, esta vez, ni siquiera la mersa aristocrática se animó a condenarlos.
La patética transición del gobierno de Duhalde y los radicales siguió sin dejar demasiado resquicio a la crítica contra la desocupación organizada de los humildes. A nadie se le ocurría preguntar de qué vivían ni llamar a las radios para cuestionar sus métodos, ni mucho menos objetar los 150 pesos de limosna oficial que recibían. Estaba claro que las cosas pendían de un hilo. Tan claro como el adelantamiento del llamado a elecciones tras los asesinatos de Santillán y Kosteki. La barbarie del sistema alcanzó entonces su pico de exhibición respecto del carácter de sus entrañas y, sobre todo, acerca de contra quiénes se dirige centralmente la bestialidad. Fue ése el momento cumbre de la pretendida solidaridad de los sectores medios con los caídos, en el puente y del mapa.
Llegó Kirchner. Y con él, dos episodios. Por un lado, la relativa sorpresa de su discurso con fuerte contenido social, que en algunos casos se vio y ve acompañado de acciones interesantes en la lucha contra la corrupción, la pulseada con las corporaciones de servicios públicos y los gestos contra la impunidad de los militares del Proceso. Por otra parte, era obvio que a un período de tensión tan prolongado como probablemente inédito le sobrevendría una etapa de reposo natural. La clase media volvió a sus casas, amortiguada por la estabilidad financiera e inflacionaria y el acostumbramiento a la calma después del tornado. En los suburbios del hambre, en cambio, no puede haber más calma que la tensión. Pero ya se sabe que la agenda y las reacciones mediáticas son fijadas por el humor de las franjas medias. Y ese humor dictamina hoy que la pobre gente que hasta ayer no podía aguantar más haya vuelto a ser un conjunto de vagos de mierda que no quiere trabajar.
Quizá sólo quizá sea conveniente que algunos de los grupos piqueteros revisen sus modos de acción. No figura en ninguna enseñanza histórica la recomendación de ser impopular para la conquista de un objetivo, y en simultáneo no es nada fácil imaginar cómo podrían llamar la atención sobre sus urgencias aquellos que lo perdieron casi todo. Si los poderosos pueden cortar el acceso a un plato de comida o a una vivienda digna, ¿cuál es la autoridad moral para impedirles a los desposeídos que corten el tránsito?
No hay por qué sorprenderse. En una sociedad que apoyó a sus militares asesinos y que fue capaz de reelegir a la rata, es coherente que haya tanto miserable dispuesto a creer que el problema no es la miseria sino el alboroto.

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