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Lealtades

Qué bárbaro. Literalmente hablando: una cosa de locos, fuera de escala, como se dice de lo que pasa sin permiso ni medida. El festejo de los hinchas de Boca ayer, durante horas y a lo largo de todo el recorrido desde Ezeiza al centro, acompañando el micro de los jugadores, fue algo descomunal. A pie, en moto, bici, auto o camión saturado, la bostería desbordó espacios y superó cálculos. La ciudad perpleja y de algún modo esperanzada, como la Alejandría de Cavafis, esperaba con equívoco deseo el arribo de los bárbaros; y éstos, a diferencia de aquéllos, llegaron. Un desfile interminable de disfrazados, el verdadero corso a contramano sin pudores ni vergüenzas. Entre gritos y revoleos, mezclada la familia entera con los atorrantes sueltos, formales tímidos y desatados fuera de todo programa. La fiesta móvil, la fiesta inolvidable, el abrazo ocasional, el saludo al gesto abierto del hincha desconocido.
Claro que estaban los que afanaban al paso desde los bordes filosos de la caravana, y también estaban los que desde la vereda del martes laboral comentaban “cuánta gente al pedo...”, y los que meneaban la escéptica cabeza se alternaban en el cordón de la vereda con los que asentían con los ojitos brillantes; y no faltaron los que homologaban como en sueños estos encamisados azul y oro con aquellos otros que llenaron la plaza con el sol a plomo y lomo al aire para que teorizara un perplejo Scalabrini. Siempre hay quien se concede todavía permiso para soñar sin techo.
Y yo, uno más al borde del río –bostero y en discreto, casi pudoroso ejercicio– me acordé de Discepolín y de El hincha. Me acordé una vez más de aquel enfático monólogo con que el Flaco remonta, salva un insalvable relato saturado de golpes bajos con la argumentación desaforada de la pasión absoluta y desinteresada: “Porque el hincha es... el alma del club” arranca Discepolín, y todo se ilumina con la razón de la sinrazón que mentaba Alonso Quijano, que no sabía de fútbol, pero tenía alma y entrega de hincha.
Y la palabra, el valor que aparece, es la lealtad. Lealtad no vinculada a una institución ni a hombres en particular, ni siquiera a un modo de jugar o a un barrio determinado. El hincha –ayer fue la fiesta del hincha, no de la barra– es leal y consecuente con sus sentimientos, algo que no se negocia porque no hay términos de negociación: la lealtad futbolera es inmotivada. Se eligen los colores (o se es elegido por ellos) y una vez establecido el vínculo, es orgullo y condena. Para siempre. Porque con los años nos bajamos con pena o alivio de convicciones religiosas, abandonamos casilleros políticos y dejamos de amar (o nos dejan) mujeres que fueron una vez la única. Pero nunca podríamos perdonar (nos) cambiar de camiseta.
En esa lealtad acaso enferma, política y psicológicamente incorrecta, hay algo irreductible, no negociable, íntimo. Eso es lo que ayer salió, con colores ocasionales, a dar la cara en la calle.

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