CONTRATAPA

Perdido en la premiación

 Por Rodrigo Fresán

UNO Y escribo esto –se lo puede leer como una coda resignada a lo publicado el pasado domingo en Radar– en estado zombi pero insomne, seis de la mañana, habiendo sobrevivido a una nueva entrega de los premios Oscar; satisfecho porque no hay nada más sencillo que adivinar el futuro cuando a estos premios se refiere. Es una noche larga y lenta, sí, pero nos vamos a dormir con la salida del sol sintiéndonos sabios y poderosos y sobrenaturales. Sí, a la hora de los Oscar, todos somos un poco Gandalf.

DOS Lo que no quita que también seamos un poco Frodo, que tengamos esperanza, que seamos optimistas, que creamos en milagros. En cualquier caso, supimos que habíamos perdido cuando –llegado el momento del Oscar a mejor actor– contemplamos y descubrimos el modo en que la Academia sintetiza en unos pocos segundos dos performances a la hora de presentar a los dos grandes candidatos de la noche. Por un lado teníamos a Sean “Intensidad” Penn gritando: “¡¡¡MI HIJAAAAAAAAAAAAAGH!!!”; por otro, Bill “Sutileza” Murray aparecía apenas enarcando una ceja y filmando un comercial de whisky en Japón. Lo primero era “dramático”, lo segundo era “gracioso”. Y ya saben: los que votan para este asunto siempre han pensado que es preferible llorar que reír. Y así el Oscar se debe tomar.

TRES Lo que nos lleva a que, en el momento de la derrota anunciada, el consumado y triunfal loser Bill Murray –especialista en transmitir todas las emociones posibles en la menor cantidad de tiempo casi sin mover un músculo de su cara; porque todo está en esos ojos tan célebres y celebrables como los de Bette Davis– volvió a dar una magistral clase de actuación en el momento de morder el polvo y de no ganar lo que se merecía ganar por Lost in Translation, también conocida como Perdidos en Tokio. Ahí estaba Bill Murray, en su butaca del Kodak Theatre, ofreciéndonos en el breve tiempo que estuvo en cámara y en vivo y en directo, y con cinco segundos de retraso, algo que sólo puede describirse –en una palabra larga como diatriba para un instante tan breve como haiku– como tristezafuriadecepciónresignaciónascoysayonara. Fue, sí, una experiencia dolorosa e iluminadora. Billy Cristal –responsable de varios chistes formidables que, suele ocurrir con lo suyo, tal vez por los efectos de la trasnochada, uno olvidó por completo veinticuatro horas después– bromeó un: “Bill, quédate, no te vayas... Te queremos, Bill”. Y a mí me quedó la duda de si lo decía con cariño o con malicia o, simplemente, como hermano de sangre y de armas: como otro comediante que jamás ganará un Oscar, a no ser que, en el crepúsculo, le caiga una de esas geriátricas estatuillas homenaje y tributo a toda una vida sin ganar nada. Uno de esos Oscar tan livianos que ya no se tienen fuerzas para sostener.

CUATRO Y, claro, podemos ser snobs y consolarnos pensando en que la derrota es parte inherente e imprescindible del difícil arte de Bill Murray. Podemos divertirnos diciéndonos que una futura edición en DVD de Lost in Translation debería incluir este momento en que Bill Murray pierde después de haber ganado tantos premios y que –de algún modo– cierra el ciclo de su persona/personaje: del cansado y curtido Bob Harris quien, de algún modo, se las arregla para encontrar la redención bajo los neones de Tokio, tan parecidos y tan diferentes a los neones de Hollywood.

CINCO El resto –ya lo saben, ya se sabía– fue el triunfo avasallador y coherentemente épico de El señor de los anillos: El retorno del Rey. Está claro que se lo merecía por recuperar la capacidad aventurera y soñadora de los pioneros a la hora de llevar un sueño a la pantalla. Y que ese sueño, en conjunto, dure más de nueve horas –más o menos las horas desueño que yo me he perdido por ver los Oscar– lo hace todavía más justiciero. Ya lo dije: hubiera sido agradable que los Oscar 2004 se hubieran repartido equitativamente entre la íntima grandeza de Perdidos en Tokio y la espectacular ambición de la Trilogía de los Anillos. Pero está visto que, a la hora del reparto, los milagros no existen y la fe no mueve montañas: apenas nos mueve a nosotros –yendo del living a la cama– cuando todo ya ha sido consumado.

SEIS Y la noticia ahora es que The Passion –el panfleto mesiánico y tal vez antisemita de Mel Gibson– se ha convertido en la película Nº 1 de EE.UU. a la hora de las recaudaciones en su primer vital y decisivo fin de semana, casi alcanzando a la tercera y última parte de la saga de Peter Jackson. El que el público todavía crea más en Aragorn que en Jesucristo me parece una noticia saludable; teniendo en cuenta que una de las primeras espectadoras haya sucumbido a un ataque cardíaco en la oscuridad, la boca llena de popcorn, ¡milagro!, y a ver si ya iniciamos los trámites para su futura canonización como santa protectora del cine religioso. A ella, tal vez, habrá que rezarle para que alguien alguna vez le escriba a Bill Murray otro guión tan bueno y tan a la medida como el que Sofia Coppola le ofrendó. A Sean Penn no le faltarán gritos y lágrimas. Eso sobra. Mientras tanto y hasta entonces, ahí queda Bill Murray: triste, solitario y final, y preguntándose por qué lo mataron a último momento, qué falta hacía, por qué lo han abandonado, por qué no creen en él; mientras el tema de la semana no es por qué no ganó él sino por qué perdió Jesucristo. Ahora que lo pienso, tal vez la próxima Pasión debería ser filmada en clave de serie negra: ¿quién lo mató, eh? Philip Marlowe –detective marca Chandler– lo hubiera resuelto así: el autor intelectual fue el Padre. El Hijo casi se suicidó por meterse en lugares peligrosos diciendo cosas todavía más peligrosas. Judas desapareció –como suele ocurrir– en México. Y después –gracias a Dios– a otro caso, otros clavos, otras cruces, otros crucificados, otras injusticias.
Bill Murray, seguro, sería un Lázaro formidable.

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