ESPECTáCULOS › CONCLUSIONES DE LA CEREMONIA QUE
CONSAGRO LA HEGEMONIA DE “EL SEÑOR DE LOS ANILLOS”

Hollywood sabe premiar al que le da de comer

La espectacular cosecha de Oscar ubica al monumental film de Peter Jackson al mismo nivel de Ben-Hur (1959) y Titanic (1997). En este reconocimiento unánime está implícito el respaldo a un producto que lleva recaudados 3 mil millones de dólares. La Academia, como la industria cinematográfica, no es tonta: cuando un éxito arrasador no salió de sus entrañas, no tarda en incorporarlo y hacerlo propio.

 Por Luciano Monteagudo

Más allá de que la fiesta, a pesar de los esfuerzos del animador Billy Crystal, fue tan larga y anodina como siempre, con sus tres horas 45 minutos de duración; de que no hubo sorpresas de ninguna especie en la lista de las premiaciones, y de que los discursos arriba del descomunal escenario del Kodak Theater parecieron un repetido e insustancial sermón de agradecimientos (al punto que Charlize Theron, intentando dominar las lágrimas, dedicó el Oscar a la mejor actriz que tenía en sus manos a su... ¡abogado!), vale la pena quizás detenerse a reflexionar qué significa para Hollywood y para el cine en general el triunfo record de El retorno del Rey, la tercera parte de El Señor de los Anillos, que se quedó con todas y cada una de las once estatuillas a las que aspiraba, empezando por mejor película, director, música y guión adaptado, además de un rosario de premios a sus virtudes técnicas.
En primer lugar, esa espectacular cosecha de Oscar ubica al film de Peter Jackson al mismo nivel de Ben-Hur (1959) y Titanic (1997), como las tres películas más premiadas en los 76 años de historia de la Academia de Hollywood. Con una diferencia, que no es menor: The Return of the King a más no podía aspirar. En un arrasador full strike, venció en todos los rubros en los que compitió, al punto que el equipo de Las invasiones bárbaras, la película canadiense que se llevó a Montreal el Oscar al mejor film en idioma no inglés, agradeció a la Academia –en un tono de irónica seriedad– la deferencia de que la tercera parte de El Señor de los Anillos no hubiera participado también de esa categoría.
Aunque pudo pasar inadvertida, la boutade del equipo quebecoise tiene su miga. Es verdad que una adaptación fiel de la monumental novela de J. R. R. Tolkien parecía imposible y que, como guionista, Peter Jackson logró satisfacer a los tolkenianos más fanáticos e irreductibles. También es cierto que, como director, no se puede dudar de su poderío narrativo y de su imaginación visual, que ya había demostrado antes en films de presupuestos mucho más modestos, como la notable Criaturas celestiales (1994), que en su momento fue ignorada a la hora del Oscar. A su vez, El retorno del Rey consiguió además la extraña proeza de lograr que los casi seis mil votantes de la Academia depusieran por fin sus arraigados, anacrónicos prejuicios frente al cine fantástico, que en otras oportunidades postergaron títulos hoy clásicos de Hollywood como el E.T. de Steven Spielberg, quien anoche se dio el gusto de ser el portador de la estatuilla a la mejor película, como un guiño que anticipaba un final cantado. Y el propio Jackson se vio en la necesidad de agradecerle a los académicos ese novedoso interés en hobbits y elfos.
Pero, ¿habrán sido éstos los motivos por los cuales esa comunidad tan cerrada como la del Anillo, que vive recluida en la Tierra Media de Beverly Hills, votó de manera tan unánime por la tercera entrega de los Anillos? ¿Tanto mejor les pareció ésta que las dos partes anteriores, que debieron resignarse a los consabidos premios a los rubros técnicos? ¿No será en todo caso que la trilogía en su conjunto finalmente logró convertirse en la película del consenso, a la cual no sólo no se puede obviar sino que no conviene hacerlo? Los casi tres mil millones de dólares de recaudación global que llevan embolsadas las tres partes (más de mil millones solamente para El retorno de Rey, que ahora con el impulso adicional del Oscar promete seguir multiplicando hasta intentar acercarse al record de Titanic, con mil quinientos millones) fueron sin duda un argumento que debe haber estado muy presente en el inconsciente colectivo de esa Academia que representa, ante todo, los intereses de una industria tan poderosa y multinacional como pocas.
Es cierto que el proyecto de El Señor de los Anillos fue financiado por New Line Cinema, una compañía que nunca estuvo considerada entre lasmajors del negocio, y que detrás siempre estuvo el motor inclaudicable de Jackson, con su estilo personal tan campechano e informal como el de toda su tribu de exaltados neocelandeses. La apuesta no sólo fue fuerte sino también muy arriesgada. Pero en sus respectivos momentos, Ben-Hur y Titanic –a su manera, productos tan gigantescos y a una escala tan poco humana como la de la saga del Anillo– también fueron consideradas jugadas bravas, que ponían sus fichas a todo o nada, para terminar quedándose con todo, como ahora El retorno del Rey. De hecho, el mensaje que transmite en estas horas no sólo la boletería sino también el juicio unánime, homogéneo, monolítico, por aclamación de la elite de Hollywood es que casi no hay lugar para nada que no sea un éxito monumental como el de la trilogía del Anillo. La wagneriana cabalgata hacia la victoria del ejército tolkeniano por las multisalas y shoppings de todo el mundo termina devastando cualquier atisbo de diversidad. Y esa hegemonía es la que siempre ha seducido a Holly-wood y la que trata de ejercer permanentemente en todos los campos. Y que cuando no sale de sus entrañas no tarda en incorporarla y hacerla propia.
En las pocas categorías en las que Lord of the Rings no compitió, tampoco hubo sorpresas. El Río místico de Clint Eastwood fue premiado allí donde su corriente siempre fue más fuerte, en las aguas turbulentas de la actuación. Sean Penn se llevó el Oscar al mejor actor y Tim Robbins al mejor actor secundario y aunque ambos son opositores férreos a la política expansionista de George W. Bush Jr. y suelen hacer sonoras declaraciones públicas en su contra, en esta oportunidad no quisieron aprovechar la oportunidad que les daba la transmisión en vivo del Oscar para hacer conocer al mundo sus objeciones. Robbins, que en la película interpreta a un hombre que vive con el trauma de haber sido abusado sexualmente en su infancia, prefirió pronunciar unas palabras de aliento para que todos aquellos que padecen una situación semejante no se dejen ganar por el miedo y la vergüenza y acudan a la Justicia. Mientras que Penn apenas dejó sentada su posición cuando, con la estatuilla, en mano, señaló que “si hay algo que sabemos los actores, además de que no hay armas de destrucción masiva en Irak, es que no hay algo así como ‘la mejor de las actuaciones’...”, para después referirse a la calidad de sus pares con quienes compartió el rubro.
Aparentemente tímida, o sobrecogida por la inmensidad del teatro y quizás también por la responsabilidad familiar que cargaba sobre sus espaldas, Sofia Coppola se llevó un merecido Oscar por el guión adaptado de Perdidos en Tokio. Es la segunda vez en la historia de la Academia que una misma familia es premiada en tres de sus distintos exponentes generacionales. Primero fueron los Huston, con el abuelo Walter, el papá John y la hija Anjelica. Y anteanoche fue el turno de los Coppola: ya tenían estatuillas Francis Ford, por supuesto; su padre Carmine, compositor de bandas de sonido; y ahora llegó la primera para su hija Sofia, que a los 32 años se perfila no sólo como una libretista singular, original, sino también como una directora muy promisoria, con un estilo propio. En su discurso alcanzó a agradecer no sólo a su familia sino también a un cierto linaje de cine, pero mientras pronunciaba apellidos ilustres como los de Antonioni y Godard una salva de aplausos apagó su voz y nadie en esa noche de gala pareció acordarse demasiado bien a quiénes se estaba refiriendo, como si invocara inútilmente un mundo lejano y perdido. En todo caso, los académicos parecían estar más en sintonía con Charlize Theron, la imponente rubia sudafricana que se llevó el Oscar a la mejor actriz por Monster, donde interpreta a Aileen Wuormos, una mujer que alcanzó los titulares de los principales diarios estadounidenses cuando fue condenada a la pena capital después de haber matado a siete hombres, a quienes les ofreció antes sus servicios sexuales. Para la película (de próximo estreno en Argentina), Theron decidió inmolar su belleza de modelo pin-up: engordó una buena cantidad de kilos, desfiguró con maquillaje su rostro y dramatizó todo lo necesario –y más aún, en un festival de la sobreactuación– para ganarse la estatuilla. En la gala de antenoche estuvo apenas un poco más sobria, recuperó su fisonomía habitual y comprobó in situ que en la Academia de Hollywood la flagelación de la carne –como el éxito de boletería– siempre tiene su recompensa.

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Peter Jackson tiene mucho para festejar: se quedó con todas y cada una de las once estatuillas a las que aspiraba.
 
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