CONTRATAPA

Mar del Plata

 Por Susana Viau

Tuve alguna vez fotos de mi padre, veinteañero, caminando junto a su padre por la rambla. Entonces los hombres de cualquier edad usaban rancho, esos sombreros de ala rígida hechos con paja de Italia; para pasear, mientras hablaban, se tomaban del brazo sin pudor; la rambla era de madera y Mar del Plata era un destino habitual para el verano de las familias de dinero. Con los años y el auge del turismo social, las clases altas y medias altas cuyos pies nunca pisaban La Perla por la arena demasiado gruesa, se retiraron de la Bristol para confinarse en un reducto: Playa Grande y el Ocean Club. Allí, a fines de los ‘50, la revista El Hogar mostró a los niñatos y a sus novias desparramados bajo las carpas y las sombrillas tomando Cuba Libre, la bebida inventada para celebrar el triunfo de un simpático grupo de barbudos. Los chicos y las chicas de Playa Grande ni soñaban con que aquello pudiera terminar en el socialismo. Luego, las confusiones se disiparon y el balneario siguió siendo el único sitio donde personajes como Alfredo Astiz podían tomar sol sin que se armara alboroto.
Pero “La Perla del Atlántico” resultó irremediablemente anexada por trabajadores y obreros agremiados, se pobló de hoteles sindicales y autoservicios de nombre cantinero en los que algún general de veleidades democráticas se jactó de comer. Mar del Plata era un territorio perdido. Llevando consigo niñeras, mucamas y cocineras, el dinero se replegó. Por las ventanas de las mansiones que levantó a un centenar de kilómetros, en Pinamar, volvieron a asomar las cofias y los uniformes aireando las sábanas todavía tibias de los patrones. Fueron tres décadas felices. La vida se encargaría de enseñar que nunca se está bastante lejos y a las motos, los puestos de panchos y el gentío sólo es cuestión de darles tiempo. El éxodo recomenzó y un buen día, en medio de la nada, como un espejismo, de las arenas emergió Cariló, el bosque agreste, con senderos de tierra y un centro comercial dibujado por la mano country de Sarah Kay. Poco a poco esa región encantada, habitada en sus orígenes por ex miembros de grupos de tareas y carapintadas de costumbres sencillas, afectos al mate en la playa, también empezó a perder su sagrada privacidad.
Entre tanto, a Mar del Plata, con sus muchedumbres ruidosas, sus atascos, sus croupiers de smokings raídos, sus marquesinas invitando a espectáculos chabacanos, nada ha logrado arrebatarle su condición de ciudad más hermosa de la costa. Esta temporada, cuando los hoteleros paladeaban la incipiente resurrección del turismo conspicuo, una sombra oscureció el cielo de febrero: los piqueteros de Raúl Castells anunciaban que, una vez más, harían allí su congreso anual. Vaya a saber por qué lo que había pasado casi inadvertido antes tomó ahora un voltaje inusitado. “En el programa de Jacobson comentaron que pagan 6 pesos el boleto”, escuché decir a una mujer. Y a otra contestarle con amargura y despecho: “¿Seis pesos lo a que nosotros nos cuenta treinta?”. Al fin, contra viento y marea, polémicas e intentos de disuasión, el encuentro de desocupados se hizo. Tal cual habían prometido, la fiesta parecía terminar en paz. Sin embargo, al final los piqueteros lo arruinaron todo. No contentos con el local municipal que les habían cedido amablemente, tuvieron la peregrina idea de querer ganar la costa. Y para allí se largaron, andando, con sus viandas, sus termos y sus niños. La tevé registró muchachas humildes que, con sus críos alzados, se inclinaban para tocar la espuma e, incluso, a un viejo contando que en los setenta años que lleva sobre este mundo jamás hasta ahora había visto el mar. Imágenes fellinianas las de los veraneantes apartándose, abriendo una especie de Danzig, de corredor polaco a medida que el ejército de pobres avanzaba hacia la orilla; realismo subido el de una turista que preguntó a la cámara “¿Cómo es? ¿Venían a un congreso o venían a la playa?”, o el de la señora que en el balneario de las focas protestó: “Mi marido y yo trabajamos ocho años para venir y éstos lo hacen con la plata nuestra”.
Mientras tanto, a esas mismas horas, en la casona que ha alquilado, D.T. se disponía a comer sin inquietarse por la presencia de los piqueteros. D.T. es italiano. Por lo mismo no vive como una contradicción ser muy rico y votante de Massimo D’Alema. D.T. vive en Roma, es propietario de la sastrería teatral más grande de Italia, ha hecho el vestuario de La Caída de los Dioses, el de Moulin Rouge, el de Evita y el de La Traviata para la puesta de Liliana Cavani. D.T. suele pasar el “ferragosto” en su bellísima “villa” de Capri pero últimamente, quizá porque es extranjero, no lee los diarios y no se entera, está cautivado por la vivacidad de esta población morena y de pelo renegrido. Además D.T., que no sabe de Cariló ni de la exclusividad sosegada de Mar de las Pampas, se ha enamorado de Mar del Plata.

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