CONTRATAPA

Algo más sobre Nino Manfredi

 Por José Pablo Feinmann

Hay una frase de Hitchcock. Hay un libro de Ben Hecht. Hay una frase (diferenciada de la de Hitchcock y de todo el libro de Hecht) de Raymond Chandler. La cuestión son los actores. Hitchcock decía que eran “ganado”. El libro de Hecht se llama I hate actors (“Odio a los actores”). Y la frase de Chandler gira alrededor del egocentrismo, algo que se atribuye a los actores como elemento esencial de su condición. Chandler lo admite, pero lleva el tema a un mundo que (también) conocía al detalle: el de los escritores. Y dice: “Los escritores son tan egocéntricos como los actores, pero sin su belleza ni su glamour”. Desde la caída del star system, desde Cahiers du cinéma y desde la teoría desbocada del “cine de autor” los actores entraron en la zona oscura de la valoración crítica. Los críticos “cultos” (que raramente son “cultos”, ya que si lo fueran no harían tantos esfuerzos por parecerlo, por decir y escribir todo lo que un crítico culto “debe” decir y escribir) se definen por una indiferencia helada por los actores. Hablan de los directores. Se habla siempre de “una película de”. Y aquí viene el nombre del director. No es casual que el gran director estrella, Hitch, sea quien haya caracterizado a los actores de ese modo campesino, agrario. “Son ganado.” Son “animales” a los que hay que llevar de un lado a otro, manejar incesantemente, dado que, solos, se pierden. Acaso Hitch vio excesivamente Río Rojo, la gran película que dirigió Howard Hawks, y emitió su frase: “Son ganado, los actores”. En Río Rojo, posiblemente. Pero es un film sobre el traslado de vacas de un territorio a otro. Los actores eran otros y hacían escenas memorables como la que hacen Montgomery Clift y John Ireland jugueteando con sus revólveres y desafiándose: quién tiene (éste es el desafío) el revólver más grande. Las vacas de Río Rojo no habrían hecho esa escena.
Tal vez Hecht estaba harto del divismo de Paul Muni, Cary Grant o Laurence Olivier. O de la histeria de Ingrid Bergman (“¿Me voy con el gran Rossellini o me quedo en Hollywood haciendo basuras como Spellbound y Notorious?). Pero íntimamente debió agradecer las interpretaciones de Rosalind Russell, Tyrone Power o la grandiosa Bergman. Y si no, algo le funcionaba mal. Un guionista, cuando “ve” el encuentro entre un buen actor y su texto, no puede sino ser feliz. No hay texto (por sublime que sea) que un mal actor no arruine. Un buen actor, por el contrario, no mejora ni arregla un texto malo, pero es capaz de decir y actuar uno bueno llevándolo a ciertas alturas que, sin él, no habría alcanzado. Tengo, por fortuna, muy buenas experiencias en este campo. Cuando Federico Luppi o Arturo Maly o Soledad Silveyra o Ulises Dumont o Elena Tasisto hicieron sus formidables interpretaciones en Ultimos días de la víctima yo me sentía agradecido. Lo mismo con Esther Goris en Eva Perón. Y ahora con Adrián Navarro en Ay Juancito. Cuando un guionista escribe diálogos que hay que saber decir (como los que escribimos con Olivera para este film), diálogos dramáticos alejados de la retórica áspera e inmediatista del naturalismo que deteriora tantos films nacionales, “necesita” un actor. Y un actor tiene que actuar. (Hace un par de meses estuve con Bob Rafelson y le pregunté cómo habían hecho tan ardorosamente Jack Nicholson y Jessica Lange la escena erótica de El cartero llama dos veces y Rafelson respondió lo que uno esperaba, lo que quería oír, la verdad: “Actuando”, dijo.) Desde que vi las primeras escenas de Adrián (que Olivera me envió en un cassette) me dije “es él”. Fue él. En suma, los actores tal vez sean insoportables, histéricos, divos, arbitrarios, tiránicos; tal vez, sin más, confundan el tamaño de sus nombres en los afiches con el tamaño de su importancia en la totalidad del film (tentación, convengamos, a la que este negocio los entrega indefensos). Pero no son ganado. Ni un guionista puede, jamás, odiarlos: los necesita tanto como ellos necesitan un buen texto. Algo que es saludable recordarles: no se dejen someter a la manipulación infinita de la “improvisación”. La “tiranía de la improvisación” es peor que la tan mentada “del texto”, porque los deja indefensos, en manos del omnímodo director “genial y autor”, los deja en frecuente e insalvable ridículo y cualquier pibe o gordo carismático que encontraron “por ahí” los va a derrotar con su “espontaneidad”, su “frescura”, su “naturalidad”. Porque nada es más sencillo que ser “natural” para alguien que participa muy espontánea y sencillamente de la naturalidad del “mundo natural”. El actor no es natural. Aprendió y ejerce un arte y el arte, desde luego, pertenece al campo de la cultura. El naturalismo tiene patas cortas. Conocí actores fascinados por el naturalismo de una telenovela de los noventa. Los actores tenían, a lo sumo, “indicaciones” pero no estaban sometidos a la “tiranía del texto”. Bien, había diálogos inolvidables. Los personajes decían “de que” antes de decir cualquier otra cosa. Y de cinco palabras tres eran “viste”. En fin, son “experiencias”, son “etapas”. Pero instalarlas como “dogmas”, no; definitivamente no. Hay un solo dogma en el arte: el del talento. Y no está tan generosamente distribuido como creía Descartes que lo estaba el “sentido común”.
Estos divagues son consecuencia de una nota anterior. Fue la que escribí a propósito de la muerte de Nino Manfredi. Una nota intempestiva, que, si bien se detenía en una gran película algo olvidada del actor: El verdugo, de Berlanga y el notable guionista Rafael Azcona, remataba en una broma final, mala, que agredía injustamente a Manfredi y hasta a Virna Lisi. No dije que Manfredi era un grande entre los más grandes. Que había dirigido una notable película (Por gracia recibida). Que, en esa peli, se hacía amigo de un ateo furibundo que vive de noche y es farmacéutico. El tipo le habla a Nino sobre la inexistencia de Dios, sin cesar. Nino quiere creer, pero no puede. El tipo vive de noche y de día duerme y, amargamente pero resignado, dice: “Io la vita me la dormo”. Al final, se muere. Nino asiste a sus últimos instantes... y lo ve asistido por un cura, besando un crucifijo. Desconcertado, va a la cocina, abre la canilla, pone un vaso y bebe. Se quiebra en un sollozo. Tira el vaso contra la pileta y sigue, convulsivamente, llorando. Entra alguien y le dice que no sufra tanto, que su amigo está en manos de Dios, que no llore más. Nino dice: “Era la calda”. Era, sí, el agua caliente. Había abierto la canilla equivocada y se había quemado las tripas.
En Padre de familia (que hizo con una formidable Leslie Caron en el personaje de su sufrida y cuasi demente mujer) se pasa el film insultando a sus hijos, renegando de ellos, de, también, su pasado militante. Leslie Caron le dice: “Eso no, eh. Mirá que yo también me casé con vos por lo que tenías en la cabeza”. Por fin, todo estalla. A ella hay que internarla. Todos los hijos la van a visitar al hospital. Nino se queda solo en la casa. Se desconcierta. No sabe estar solo. Suena el timbre. Nino abre la puerta. Es un censista. Un tipo cotidiano, burocrático que hace un elemental censo de la población. Le pregunta el nombre, la edad, de qué trabaja y, de pronto, simplemente le pregunta, sin mirarlo le pregunta: “¿Padre de familia?” La Cámara, muy lentamente, se acerca a la cara de Nino Manfredi. En esa cara está “todo”. Fracasé en mi carrera. Dejé mis ideas y me llené de hijos. Soy un pobre tipo que gana unas pobres liras y tiene a su mujer loca, internada en un hospital, rodeada por todos esos hijos insoportables. Bien, habrá unas cuantas cosas que en el balance final uno agradecerá haber visto en su pasaje, siempre breve, por este mundo. Una de ésas, para mí, es la cara de Nino Manfredi en esa escena. Porque el censor, sin mirarlo, con el lápiz sobre el legajo, indiferente, insiste: “¿Padre de familia?” Y Nino Manfredi dice: “Sí”. Que descanse en paz, maestro. Gracias por todo.

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