CONTRATAPA

Informe sobre ciegos

 Por Juan Sasturain

Hacia fines de 1955, pasadas las “épicas jornadas” de septiembre y traspasadas las criminales salvajadas de junio, Jorge Luis Borges fue premiado –de manos de cobardes militares triunfantes– por el valor civil mostrado en la resistencia al régimen por entonces apenas depuesto. El revanchismo y/o la equívoca justicia poética le otorgaron precisamente a él –humillado diez años antes con la oferta de una ya mítica inspección de aves y conejos– un cargo grande, simbólico y paradójico: la dirección de la Biblioteca Nacional.
Grande –infinita para y según él– era la biblioteca de la calle México; simbólico era entregarle la custodia de los libros al que mejor los leía y escribía; paradójicas eran las circunstancias. En un recuadro de “Peligro: biblioteca”, ensayo que forma parte del notable El factor Borges, Alan Pauls subrayaba hace unos años ciertas coincidencias que el nuevo bibliotecario no dejaría de advertir: “Borges, como Groussac y como José Mármol, otro de sus antecesores en el puesto, llega a reinar sobre los ochocientos mil libros de la calle México cuando está ciego y no puede verlos”. Un destino glosado en el Poema de los dones que recoge El hacedor, de 1960: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Pero no sólo eso: obtuvo otras cosas ahí, en ese puesto, que era más una casa o un hábitat que un laburo y en el que se quedó dieciocho años: estudiando después de hora las asperezas del antiguo anglosajón conoció primero la voz y después a la adolescente que sería con el tiempo –entre otras voces y otros ámbitos– María Kodama.
No es una mera coincidencia que Borges durara en la Biblioteca Nacional lo que la proscripción del peronismo. Tampoco que los algo más de treinta movidos años que siguieron hayan sido signados también por un tema de ceguera. Pero ahora ha sido peor: qué importaba si Borges veía o no los libros; no cabe duda de que siempre quiso verlos, que al pensar en una biblioteca no pensaba en otra cosa sino en libros y que obró de acuerdo con lo que había visto y hacía ver. Lo que ha sucedido después y hasta ahora es más grave por lo que ya se sabe: no hay peor ciego, sordo o mudo que el que no quiere. Y no se ha querido.
Es notable cómo cuando no hay convicción o –perdonando la palabra– no hay amor, las cuestiones se convierten en “problemas”: y así la Biblioteca Nacional tuvo por largos años un problema de continente con el postergado nuevo edificio –nunca le crean a un funcionario que usa la palabra “obsoleto”– y ahora o desde hace rato ya, hay un problema de administración, que es de conducción, de presupuesto y –en el fondo– de incultura generalizada. La estupidez y la mala leche, los literalmente mezquinos intereses sectoriales y el desprecio generalizado en la sociedad (y en los gobiernos de turno que la reflejan) por todo aquello que no dé dinero convierten a la Biblioteca Nacional en una bellísima fragata, un galeón español cargado de riquezas encallado y sin manera aparente de zafar mientras lo saquean. ¿Habrá que cerrarla, como cuando se clausuraron los ramales “improductivos” del ferrocarril? ¿Cuándo empezará, como con los servicios públicos en su momento, la prédica para privatizarla? Habrá que esperar que algunos rápidos encuentren la manera de hacerla producir guita.
Así llegamos a estos días. Casi medio siglo después de que premiaran a Borges con lo que significaba un honor, los que hoy asumen la tarea de conducir aceptan más carga que cargo. Bien elegidos están y vaya el mérito y la responsabilidad también para los que les pusieron el dedo en el esternón sabiendo adónde los mandan. Por eso, de corazón, a Elvio Vitali, a Horacio González –tan buena gente, capaz y bienintencionada como sin duda lo fue Horacio Salas y lo fueron otros antes– los acompaño en el sentimiento y les envidio no la tarea sino la entereza, las ganas de ponerse a trabajar.
Desearles suerte no alcanza pero se usa. Los acompañaré leyendo.

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