CONTRATAPA

Nerudas

 Por Leonardo Moledo

Un amigo chileno me contó una historia a medias increíble: que las prostitutas de Valparaíso recitaban a sus clientes el Poema Veinte de Pablo Neruda para amenizar los prolegómenos del rito del amor. Mi amigo juraba haberlo oído de la boca de marineros checos que a duras penas entendían esas palabras, pero que se llevaban de vuelta el dulce tono chileno a un país que no tiene salida al mar y que ya no existe. Seguramente, la poesía de Neruda siguió el camino inverso al que Borges asigna al tango, pero lo cierto es que no puede haber un título de honor más alto para un poeta que ser recitado en los burdeles (hay una anécdota del poeta norteamericano H. W. Longfellow, que cierta vez encontró a un grupo de chicos cantando una ronda con letra suya. Cuando les preguntó si conocían al autor, le contestaron “que era una canción muy conocida y muy antigua”. Longfellow, sin aclarar nada, se alejó satisfecho, “pensando –como contó más tarde– que lo mejor para un poeta es que sus poemas se vuelvan anónimos en las manos del pueblo”).
Como Longfellow, Neruda es ya una leyenda, y cuando, como ayer, se cumplen cien años del nacimiento de una leyenda, es natural que los homenajes recorran el mundo, porque Neruda, y los vericuetos de su poesía, siguieron muy de cerca esa gran leyenda (de horror y de gloria) que fue el siglo XX. Es muy probable que Neruda ya no esté a flor de labios como supo estarlo en algún momento. Y es que en realidad, Neruda más que un poeta para leer, es un poeta para haber leído; ejerce más fascinación desde el pasado que desde el presente, y es más contundente desde el recuerdo. Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, con su profusión de almas, frutos, soles y trigales, pueden resultar un poco azucarados y hasta cursis, pero en el recuerdo, la memoria filtra los firuletes de época y la música sigue siempre flotando (el cielo infinito del Poema Veinte, los muelles en el alba de La canción desesperada) como un fondo permanente que acompaña (y ayuda a soportar) toda vida. Lo mismo ocurre con la poesía política y el stalinismo al pie de la letra (en uno de sus poemas, Moscú está completamente a oscuras, y sólo una lucecita brilla en el Kremlin. ¿De qué se trata? Obviamente, de la ventana iluminada de Stalin, que, a esas altas horas de la noche, cuando todos duermen, sigue trabajando por la felicidad del pueblo soviético –y de todos los pueblos del mundo, desde ya–). Pero la memoria tamiza esos despropósitos (ya convenientemente expurgados de sus obras por otra parte), y mantiene aquellos momentos del Canto General que helaron la sangre de generaciones hasta que todas las ideologías se fueran al diablo:
“Sube a nacer conmigo, hermano
sube desde la profunda
zona de tu dolor diseminado...”
(Alturas de Machu Picchu)

O el gran poema sobre Lautaro –recuerdo, aún hoy, quién me lo leyó por primera vez, alguien que he perdido y que quizás haya muerto– y tantos otros. O Nuevo canto de amor a Stalingrado (hoy Volgogrado), en Tercera Residencia anunciando el punto de quiebre de la Segunda Guerra Mundial y la próxima derrota de Alemania:

“Ahora, americanos combatientes
rubios y oscuros como los granados
matan en el desierto a la serpiente.
Ya no estás sola, Stalingrado.

Francia vuelve a las viejas barricadas
con pabellón de furia enarbolado
sobre las lágrimas recién secadas
ya no estás sola Stalingrado.

Y los viejos leones de Inglaterra
volando sobre el mar huracanado
clavan sus garras en la parda tierra
Ya no estás sola, Stalingrado.”

Las Odas elementales, por su parte, en su momento fueron una prueba de que se podía poetizar sobre el caldillo de congrio, las medias de lana y las papas fritas de los tiempos pre McDonald’s, pero leídas hoy, sospecho, pueden resultar ingenuas, aunque seguramente seguirán demostrando que la poesía de lo fútil, o lo banal, de “aquellas pequeñas cosas” sigue siendo incesantemente posible.
En verdad, Neruda fue un poeta más grande que su poesía (salvo en Residencia en la Tierra, donde la escritura estuvo ciertamente a la altura del poeta, y consiguió construir un mundo a su imagen y semejanza, descascarado y surrealista, completamente inútil, consciente de su inutilidad, y fracturando vanguardias. Hay un océano seco allí, que justamente, por carecer de agua, no se puede retirar y agobiará, con su pesadumbre, tan lejana del optimismo panfletario de su poesía política, cualquier futuro posible). El árbol fue más poderoso (y más sabroso) que los frutos, e incluso su muerte, con aroma de sacrificio, ocurrida inmediatamente después de que el sangriento y asesino golpe de Pinochet pusiera fin a una utopía (el camino pacífico hacia el socialismo), quizás la última del siglo XX, lo engrandece.
Allende murió; Neruda murió; la ideología por la que luchó toda su vida colapsó; Checoslovaquia no existe más y los marineros checos que oyeron el nombre de Neruda en la noche alucinada y sórdida de Valparaíso regresaron a sus hogares en los suburbios de Praga, donde cada vez que llevan a sus hijos o sus nietos a pasear por las orilla del Moldava, les contarán que en un país muy lejano, allende el mar, había habido un gran luchador llamado Allende y un gran poeta que hasta los olvidados recitaban, cuyo nombre real había sido Neftalí Ricardo Reyes, pero que adoptó como seudónimo Neruda, por Jan Neruda, aquel héroe de las letras checas, que en el siglo XIX reorientó la literatura de su país. Y que no recordaban las palabras pero sí la música, y que el gran luchador y el gran poeta habían muerto con muy pocas horas de diferencia.

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