CONTRATAPA

Mike y yo

Por Tato Pavlovsky

Antes de que Radar me pidiera hacer una entrevista imaginaria con vos (1995), no estabas entre mis héroes. Preferí siempre los pegadores que boxeaban bien: Dempsey, Louis, Clay. Pero para hacer la nota tuve que leer tus antecedentes biográficos, tu infancia y, a partir de allí, cada vez que volvías en una de tus reapariciones comencé a tener una enorme ternura por vos. Una infinita ternura. Por eso el otro día me conmovió tu mirada cuando estabas sentado caído contra las cuerdas. Era una mirada lúcida. Penetrante. No mirabas al vacío. Parecía que mirabas una pantalla donde veías historias de tu vida. No fueron 8 segundos. Fue un tiempo de intensidad. Otro tiempo no cronológico.
Tampoco había gesto alguno que denotara algún tipo de afecto. No te vi triste. Es muy posible que en esos 8 segundos, que duraron horas, hayas estado más lúcido que nunca. Deben haber pasado las imágenes de tu infancia, de tu pobreza, de tu negritud, de tu resentimiento, de la muerte de tu protector Damato, de tus detenciones y de tu largo camino de reformatorios. Pero también de tu gloria. Del día que fuiste campeón del mundo a los 20 años. De tu larga campaña. De tu juicio por violación y tu condena. De tus mujeres. De tus combates. De tus entrenamientos interminables. De tu nueva reaparición y de las expectativas que provocan cada una de ellas.
También pensaste en tu familia. Sí, creo que sí. Yo te seguí en ese conteo interminable –que para vos y para mí fue eterno–. Debés haber pensado también en Clay y en su final. Decidiste no levantarte. Era demasiado. Fue demasiado real siempre tu vida. Decidimos no levantarnos, o simular que queríamos levantarnos. Los dos del suelo. Los dos sentados pensando en nuestras vidas.
Estábamos cansados Mike. Estábamos pensando qué sentido tenía levantarse. ¿Para qué? Volver a empezar para esperar a Godot –vos eras Vladimir y yo era Estragón–. Estábamos cansados los dos. Yo te acompañaba de cerca, con esa distancia que siempre tienen los personajes beckettianos. Godot esa noche no iba a venir. Los dos lo sabíamos. Pero la vida es larga y, tal vez como Vladimir y como Estragón, tenemos que inventar que lo seguimos esperando. Un día más o tal vez siempre. No lo sabemos. Cuando salías del ring y te encaminaste hacia el vestuario yo estaba a tu lado –creo que lo sabías–. No te dije nada. Vos parecías concentrado. Yo también. Caminábamos sin rumbo. Como Vladimir y Estragón o como Mercier y Camier. Pero caminábamos intensamente. Tal vez en secreto –sin hablar–, los dos pensábamos que Godot no nos iba a fallar la próxima vez. Que todavía teníamos que hacer un último esfuerzo. A pesar de nuestra enorme desesperanza. De nuestro enorme cansancio. Aunque en el fondo –en secreto–, los dos pensábamos que Godot iba a venir algún día. Mientras tanto Mike –mientras esperamos los dos–, te confieso que tuve un inmenso deseo de abrazarte y llorar juntos mucho tiempo. Pero tuve un enorme pudor. Un indecible pudor. Sencillamente no me animé. Juntos seguiremos esperando. Esperando a Godot. Y yo estaré a tu lado. Siempre. En silencio.

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