CONTRATAPA

La parte de la jungla a la que el bisturí no llega

 Por Susana Viau

Como un arqueólogo, el movilero se acercó al pupitre para que la cámara pudiera captar las frases sueltas que él, en voz alta, ayudaba a descifrar. Hablaban de la mentira como soporte de la felicidad humana, de la muerte, del suicidio. Para el movilero, allí estaba encerrado el secreto de lo que había ocurrido en el aula de primer año del colegio número 2 de Carmen de Patagones, una pequeña ciudad de apariencia apacible, donde alguna vez se creyó que terminaba el mundo y nacía el primer polígono de tiro de la Patagonia. Al movilero también le resultó indicial que el emergente del drama vistiera de negro y escuchara a Marilyn Manson, música “de culto”, dijo, con la astuta intención de sugerir fantasías satánicas en el “chico asesino”. Apenas salidas de su estupor, las autoridades llamaron a una jornada de “repudio y reflexión”: el hecho exigía “una condena indudable”. “Frente a la proliferación de armas (..) los argentinos debemos oponer con fuerza formas de cuidado mutuo”, advirtieron, e hicieron referencia al “desprecio a la vida”. Otras voces sonaron para hacer saber que hechos como éste son carne del primer mundo y quizás estemos en presencia de un daño colateral de la globalización. Para qué negarlo, un dejo de orgullo subyace en ese diagnóstico peregrino.
El desquicio de Carmen de Patagones, sin embargo, abrió la puerta a una revelación: la gente madura ha escondido bajo una montaña de basura tranquilizadora el recuerdo del chico que fue. Ha sacrificado al adolescente real en el altar del adolescente ideal. Para domar esa materia inestable reduce a psicopatología las eternas preocupaciones inscriptas en el pupitre. Y si todavía esto resulta insuficiente, procede a la inversa, sobredimensiona lo social, redimensiona lo político y sepulta bajo el peso y la memoria de generaciones muertas el rugido del cerebro de los jóvenes vivos. Después, ya designado, encasillado no importa cómo, el suceso recibe el repudio institucional. ¡Como si pudieran repudiarse los terremotos! Porque ¿qué si no un terremoto se desató en la pobre cabeza de Junior? ¿Un pequeño incidente despertó el volcán que creían apagado? ¿Una lastimadura insignificante hizo sangrar a raudales la herida que recorría su biografía? ¿Qué desequilibró la estructura de ese muchachito introvertido, buen alumno, sobreadaptado? ¿Qué vulneró la quietud inquietante?
Asusta que no haya una única respuesta, ¿verdad? Da miedo saber que la tragedia no puede prevenirse pegando un puñado de tips en la puerta de la heladera. El chico taciturno de Carmen de Patagones ha colocado a los adultos en un estado de indefensión adolescente, ha desnudado en su profunda estupidez a estos seres que cambian revólveres de juguete por caramelos mientras borran del calendario la hoja en la que caen los años del sufrimiento, de la fragilidad, de los sentimientos inusitadamente intensos. Es curioso, pero son las víctimas, los compañeros y el padre de uno de los heridos, quienes muestran piedad y comprensión con Junior, condenado hasta por su apodo a ser nada, excepto hijo, o joven. Acurrucadito en su celda, el chico espera. Afuera también esperan. Aguardan a que los forenses penetren en sus pensamientos secretos, ubiquen el mal, prescriban el antídoto y nos permitan volver a dormir en paz. Ignoran que quizás, igual que el del loquito Frankie Buller, en La soledad del corredor de fondo, el mundo de Junior sea inalcanzable para el escalpelo, que haya “una parte de esa jungla a la que el bisturí no llega”.

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