CONTRATAPA

Estética de lo atroz II

Por Eduardo Pavlovsky*

No sé si fue un sueño. Tal vez. Lo vi al Papa. Sí. Era el Papa. Venía caminando muy lentamente desde uno de los rincones de la Plaza San Pedro. Tenía puesta una bata violeta, que alguien me decía que correspondía a su cargo de obispo de Roma. Caminaba muy lentamente. Venía acompañado de seis guardias suizos que parecían adaptarse a su infinita lentitud parkinsoniana. Dos guardias lo sujetaban para evitar una caída. El paso era lentísimo, pero implacable. Sabía que se dirigía a un punto. Pensé en la velocidad de las grandes lentitudes. Me asombraba su sonrisa. No parecía caminar hacia la tristeza. Ni tampoco parecía un mártir. Una inmensa cruz se divisaba en el centro de la Plaza. Sus pasos arrastraban sus pies descalzos. Este último detalle me llamó poderosamente la atención. Sus pies sangraban. Pero él no parecía registrar el dolor. Los guardias que lo acompañaban le ofrecían paños húmedos para que pudiera calmar su sed. No había nadie en la Plaza San Pedro. La imagen era de una increíble belleza. Parecía la madrugada, pero no estoy seguro. No sé tampoco cuánto tiempo después llegaron todos a la enorme cruz que se erguía imponente en el centro mismo de la plaza. Es a partir de ese momento que percibí que no existía el tiempo. ¿Cuánto tiempo había tardado el Papa en llegar a la cruz, una hora, 24 horas? Tal vez dos mil años pensé. Tenía la impresión de estar presenciando una escena de gran trascendencia. Pero no sé. Creo que eran palabras que yo intentaba ordenar en una mística inabarcable. Pensé también que era inmensamente feliz de ser testigo de ese momento.
Súbitamente los guardias suizos cambiaron sus ropas. Pero falto a la verdad si digo que los vi cambiar. Probablemente, pensé, habían atravesado otro devenir, habían pasado a otro estado cualitativo. Porque todos los guardias suizos eran ahora soldados romanos. En ese momento –creo que fue en ese momento– divisé al Santo Padre dejando caer de su cuerpo la bata violeta del Obispado de Roma. Y su cuerpo quedó desnudo. Absolutamente desnudo. Me cuesta describir. Había una belleza indescriptible en su desnudez. Era una desnudez desprovista, despojada. Surcada de cicatrices. Sus articulaciones parecían todas deformadas. No sé si la palabra literal es deformadas. Había algo de maravilloso en su austeridad. No era un hombre desnudo. Era la humanidad desnuda. El sonreía –como si cada paso de la experiencia correspondiese exactamente a un meticuloso plan previo–. El silencio era ensordecedor. Yo podía escuchar la respiración entrecortada del Santo Padre. Uno de los ahora soldados romanos le pegó un empujón y cayó bruscamente al suelo. Pensé que no se levantaba. Pero lentamente se fue incorporando. Tenía una gran herida en la frente y otra en sus rodillas, de donde manaba una sangre rojo púrpura. No sé cómo ocurrió la escena. Pero como si fuera una foto lo vi ya instalado en la cruz y los soldados romanos clavaban sus manos y sus pies. Surgió otro soldado que le clavó un lanzazo en su tórax. La escena era patéticamente bella. Horrorosamente bella. La imagen del Santo Padre crucificado hacía caer en mí todas las certidumbres.
El cielo se empezó a cubrir de nubes negras. Me acerqué para mirar la escena de muy cerca. Como si toda mi vida hubiera esperado esa escena. Me pertenecía. Pero no entendía y eso me maravillaba. El participar de ese éxtasis de intensidad sin intentar comprender nada.
De improviso comenzó a hablar con una nitidez extraordinaria. Su voz resonaba en la Plaza. Escuché algo de sus palabras: “Perdóname Padre, pero necesitaba experimentar en mi cuerpo la agonía del Señor. En su tremenda desnudez. En su exquisita desnudez, que mi muerte sirva para que el mundo no sea tan cruel y miserable. Para que cada niño en cada lugar del mundo, a lo largo y a lo ancho, pueda vivir con dignidad. Discúlpame Padre pero estoy cansado de hacer entrevistas con los miserables del mundo. Con los explotadores del mundo. Pero no los perdones padre, a ellos no los perdones porque ellos sí saben lo que hacen. Sí saben lo que hacen”.
Hubo un largo silencio y una enorme tormenta invadió la Plaza San Pedro.
Nada se movía. Nadie se movía. El tiempo se había detenido. Caí de rodillas y comencé a llorar. Era un llanto de alegría y de esperanza. No era un llanto de fe. Era otra cosa. Creo que lloraba por la belleza de la escena. Pero no sé por qué. Ni me interesa comprenderlo. Después. ¿Hubo un después?
Me pareció que despertaba de un sueño. Pero hoy dudo si fue un sueño. Lo que sí recuerdo con nitidez es que el Santo Padre había muerto sin la corona de espinas. Eso le faltaba. Pero, ¿qué importancia tiene? Tal vez ninguna.
Me parece recordar ahora sus últimas palabras: “Perdóname Padre, creo que mi gran error fue hacer demasiados recorridos sin lograr nunca ningún movimiento, ningún verdadero movimiento”.

* Psicoterapeuta, autor, actor y director teatral. Entre sus numerosas obras se cuentan El Señor Galíndez, Potestad y La muerte de Marguerite Duras.

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