CONTRATAPA

Esa cosa llamada trabajo

 Por Leonardo Moledo

–Aunque no lo crean –dijo el abuelo– yo me levantaba todos los días a las ocho, desayunaba, me duchaba y a las nueve estaba en mi trabajo.
–No puede ser –dijo uno de los nietos–. ¿A la mañana? ¿Y qué se puede hacer a la mañana?
–¿A la mañana? Muchas cosas –dijo el abuelo–. Entraba a la oficina, donde trabajaban alrededor de diez personas más, cada una sentada frente a su computadora...
–¿Diez personas más? –se horrorizó otro nieto–. ¿Y las veías todos los días?
–Naturalmente –dijo el abuelo– y uno se hacía de amigos. Sin ir más lejos, tu abuela, que en paz descanse (se había muerto de una hipertrofia de las arterias coronarias en medio de horribles sufrimientos) era hermana de uno de mis compañeros de trabajo.
–¿Y qué fue de ese compañero de trabajo?
–Lo mataron de siete balazos, una vez que lo asaltaron para sacarle la billetera –dijo el abuelo–; él se las dio, pero se ve que los muchachos estaban un poco nerviosos y lo balearon a él y sus dos hijos, de tres y seis años que iban en el coche. Aunque la mujer se salvó –parecía sorprendido por esa contingencia, aún en el recuerdo.
–La historia es que a tus compañeros los veías todos los días –retomó el nieto.
–Sí –dijo el abuelo–, y a veces los sábados o domingos íbamos al cine, o jugábamos al fútbol.
–No entiendo cómo puede funcionar ese sistema –dijo el nieto–, yo trabajo solo en mi casa, y no veo absolutamente a nadie desde hace doce años. ¿Para qué? Envío mis trabajos por e-mail, recibo las instrucciones vía la computadora. ¿Para qué hace falta estar hacinados en una oficina, por grande que sea la oficina? Es ridículo. Ni siquiera me lo imagino.
–A fin de mes cobraba un sueldo.
–¿Todos los meses lo mismo? –preguntó otro nieto. Era dealer y colocaba cocaína en los boliches de la zona norte, que recorría montado en una Kawasaki, o quizás una Harley Davidson–. Ahora se paga según productividad. Cuanto más vendés, más ganás. Si te pagaran todos los meses lo mismo, sin importar lo que vendés, no colocamos un solo gramo.
–Bueno –dijo el abuelo–. Existe una cosa llamada comisión. Se solía usar para los que se dedicaban a las ventas. Un porcentaje.
–No entiendo –dijo el dealer.
–Yo tampoco –opinó el menor, un muchacho rubio con pinta de futbolista, que se dedicaba a los secuestros express–. Después de pagar el rescate, ¿quién te va a pagar un porcentaje? Realmente, no entiendo.
–No importa –dijo el viejo–. A veces el sistema te permitía estudiar. Al salir del trabajo, podías ir a la facultad.
–Oí hablar de eso –dijo la nieta mayor, que estudiaba neurocirugía de precisión por Internet–, pero eso no podía funcionar. Si las facultades estaban llenas de gente, seguro que reventaban. Estudiando por Internet no tenés problemas de hacinamiento, ni de aulas, ni nada de eso. Por eso, desde que las grandes universidades desaparecieron y se transformaron en lugares virtuales, se estudia mejor. Y es muy barato.
El dealer, que era su primo, se volvió hacia ella:
–El otro día vi una página en la que ofrecen títulos directamente –le dijo–. Es ridículo hacer todas esas materias, cuando por unos pocos gramos podés obtener directamente el título de una universidad prestigiosa.
El abuelo estaba un poco afligido.
–¿Y cómo hacés para pagar, por barato que sea? –preguntó, mientras acariciaba la mesa del café.
–Diferentes cosas –dijo la estudiante de neurocirugía virtual–. A veces hago malabarismo en las esquinas, ya que una neurocirujana, y en especial si es de precisión, tiene que tener habilidad manual, a veces pido monedas por la calle, en fin, lo que venga. Me basta y me sobra.
–Si te hace falta, te puedo ayudar –le dijo el primo, pletórico de sentimiento familiar–. Ahora se consume mucho y no me puedo quejar.
–Yo también –dijo el de los secuestros express–, el trabajo no anda muy bien ahora, pero zafo.
El abuelo estaba un poco indignado, para qué negarlo.
–Pero, ¿y los aportes sindicales, y las jubilaciones...?
Ellos nunca habían oído esas palabras.
–Tal vez... –empezó a decir la nieta– pero... abuelo, ¿qué estás haciendo? –los nietos se miraron entre sí con horror. Un espasmo eléctrico de espanto recorrió la mesa. Algunos se levantaron indignados.
El abuelo había sacado un cigarrillo y se disponía a encenderlo.
–¡Estás loco! –dijeron a coro–. ¡Fumar hace mal!

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