CONTRATAPA

Seguro de desempleo

 Por Sandra Russo

Conozco esas voces. Y les temo. Avanzan sigilosas y artificialmente cordiales a través de la línea telefónica, y preguntan por mí pero sin saber quién soy. Mi nombre está en una lista, y esas voces lo pronuncian como si fuera un nombre extranjero, con cierto énfasis en los acentos o cierta dificultad imprecisa, que tal vez provenga de que mi nombre no les interesa o de que no se han tomado el trabajo de leerlo antes de que alguien, de este lado del teléfono, descolgara.
–Soy yo –le digo, sabiendo de antemano que la voz de mujer joven y un poco atolondrada me pondrá incómoda en una fracción de segundo.
–La llamamos de American Express –dice la voz–. ¿Tiene un minuto?
Elaboro rápidamente la situación: si hubiese alguna irregularidad con mi tarjeta, la voz me lo diría sin preguntarme si dispongo de tiempo. Evidentemente, tiene algo que ofrecerme.
–¿Por qué tema es? –le pregunto.
–Es para hablarle de un nuevo servicio que estamos ofreciendo solamente a un grupo de nuestros clientes –me dice la voz, atropellada, y presiento que si no la detengo ahora mismo, quedaré atrapada como una mojarrita en una red interminable de detalles que casi nunca entiendo.
–Estoy por cenar –le digo, terminante.
–¿Lo dejamos para... mañana a esta hora le parece bien? –pregunta la voz, correcta, entrenada para importunar en la menor medida de lo posible. Dudo. Debería decirle que mañana no voy a estar.
–Bueno, mañana a esta hora.
La noche siguiente, después de todo, salgo. Encuentro, tarde, un papel escrito por mi hija antes de irse a dormir: “Te llamaron de American Express”.
Pasan dos o tres días, me olvido. Suena el teléfono y atiendo. Por supuesto, es la voz. Pregunta por mí sin saber que soy yo quien atiende, y otra vez caigo en la babosa del servicio que me quiere ofrecer. Encima ya me tomé un gin tonic y tengo el sí fácil.
–¿De qué servicio se trata? –le pregunto, condescendiente. Entonces la voz toma carrera, es como si la escuchara relinchar, imagino pupilas dilatadas y adrenalina vendedora en ascenso. La voz, ya con toda confianza, me llama por mi nombre.
–Mire, Sandra, estamos ofreciéndole a un grupo selecto de socios un beneficio extraordinario. Usted sabe que lamentablemente las cosas en el país van de mal en peor... –con el gin tonic incluido, después de esta introducción, agudizo el oído. ¿Con qué me va a salir?
–Por solamente diecisiete pesos por mes le damos la oportunidad de estar protegida con un seguro de desempleo privado, que Dios quiera usted no necesite, pero que si, ojalá que no pase, usted es despedida en los próximos meses, le dará la posibilidad de hacer retiros de 250 pesos por mes, hasta llegar a 1500. ¿Qué le parece?
Me quedo estupefacta. ¿Qué me dijo? Ante mi zozobra, la voz arremete nuevamente:
–Usted sabe que aunque uno se quede sin trabajo, las cuentas siguen llegando. La luz, el gas, el teléfono. Con ese dinero que usted podrá retirar abonando desde ahora solamente diecisiete pesos, podrá pagar sus cuentas. Bueno, puede usar el dinero para lo que usted guste. Desde este mismo momento usted está protegida.
Atino a reaccionar:
–¿Cómo que ya estoy protegida? ¿Quiere decir que ya me debitaron los diecisiete pesos?
–¡No, el primer mes es gratis! Pero si por cualquier razón le llegasen a debitar el importe, con un simple llamado usted puede pedir que se lo reintegren.
¿Qué me dice esta mujer? ¿Por quién me toma?
–No quiero que me protejan, ni quiero que me debiten, ni quiero llamar para que me reintegren nada. Me niego terminantemente.
–¿Quiere tomarse unos días para pensarlo? –insiste la voz.
–No, no quiero pensarlo. Lo que quiero es que me asegures que no van a debitarme ni un peso.
La voz hace un silencio insospechado.
–¿Usted está tan segura de que no la van a despedir?
–Sí, estoy segura –le digo, pero me quedo pensando. Cuelgo pero me quedo pensando. Odio que me hagan pensar.

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