CONTRATAPA

El perseguidor

 Por Martín Granovsky

Para los que quisieran un papa menos conservador que Josef Ratzinger –no importa si católicos o no–, la única esperanza es que Ratzinger deje de serlo. Guardián de la ortodoxia con Juan Pablo II, no sólo marcó caminos expresando doctrina. A cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe, continuidad del Tribunal del Santo Oficio, condenó y excomulgó.
Un razonamiento optimista diría que, como Ratzinger es un duro probado, ahora puede darse el lujo de ser flexible.
El argumento es común en política internacional. Y funciona.
Un duro, Richard Nixon, firmó la normalización de relaciones con la República Popular China. Y otro duro, George Bush padre, fue el primer embajador en Beijing.
Un antiguo asesino firmó la paz con la guerrilla en El Salvador.
Otro duro, Ariel Sharon, se comprometió con el líder palestino Abu Mazen a eliminar parte de las colonias judías en territorios no israelíes, todo bajo la supervisión de la durísima Condoleezza Rice.
El primer problema del argumento es que ninguno de los personajes mencionados se convirtió en su contrario. Todos fueron como ya eran. Una vez en el mando, usaron su credibilidad como inflexibles para hacer lo que les convenía luego de haber acumulado el poder suficiente.
El segundo problema del argumento es que ninguno de los papas del siglo XX desplegó desde el Vaticano una política contraria a su pensamiento anterior. Como la estructura de la Iglesia Católica es una monarquía absoluta pero sus intereses son globales, podría decirse también que ninguno de los papas electos en el siglo XX terminó desplegando una política contraria a la corriente marcada por el grueso de los cardenales.
Juan XXIII no sólo fue el Papa bueno, sencillo y carismático. Interpretó un momento de coexistencia pacífica entre Washington y Moscú, asimiló el fenómeno de la independencia de las antiguas colonias de Asia y Africa y registró el avance de la democracia y la modernidad en la vida cotidiana. La convocatoria al Concilio Vaticano II, en 1962, fue un modo de reconocer la necesidad de adaptación, no sólo ritual, a un mundo donde se combinaban el furor del consumo por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial, el amor libre, la liberación de los pueblos y la píldora. Lejos de una idea teocrática de la vida, el Concilio llamó sin embargo a los católicos a meterse en el mundo de las ideas y las prácticas concretas y a comprometerse en la política.
El Concilio Vaticano II terminó sin Juan XXIII, fallecido en el medio. Paulo VI, su sucesor hasta 1978, tuvo una posición más moderada pero completó el Concilio sin corregirlo.
A veces se confunde el Vaticano II con un movimiento de izquierda dentro de la Iglesia, e incluso con la Teología de la Liberación. No es así. Pero la Teología de la Liberación expandida en los ’60 y los ’70 en América latina se proclamó a sí misma como traducción del Vaticano II, influida en buena medida por teólogos progresistas alemanes y respaldada por dinero de fundaciones católicas. La apertura al mundo pasaba a ser una opción pastoral en favor de los pobres y las naciones de la periferia del mundo. Y la mano derecha de Juan Pablo II para castigarla se llamó Ratzinger.
El nuevo Papa no es simplemente un ultraconservador. Aunque protagonizó fenómenos nuevos como el diálogo con el judaísmo, funcionó en los últimos años como el perseguidor sistemático de toda presunta desviación, fiel a su teoría de que el pensamiento alejado de la ortodoxia debe ser calificado de “relativismo moral” y, claro, combatido. El brasileño Leonardo Boff puede dar fe sobre Ratzinger, que lo confinó en un monasterio franciscano. Y Raymond Hunthausen, arzobispo de Seattle, conocido tanto por integrar a gays y lesbianas como por criticar la administración de Ronald Reagan en su apoyo a las dictaduras de América, puede contar las operaciones para minar su prestigio.
Ratzinger, alemán, nunca descuidó al catolicismo de su país, minoritario frente a los protestantes, pero cuna tradicional de teólogos de todas las líneas. En el 2002 una llamada Iglesia Carismática Católica Apostólica de Jesús Rey, encabezada por el cismático argentino Rómulo Braschi, ordenó sacerdotisas a siete mujeres. Ratzinger consiguió la excomunión en sólo 12 días. Pero la evidencia del conflicto de fondo no fue Braschi, sino la reacción de la Iglesia Católica alemana. Su jefe, Hans Joachim Meyer, dijo que la forma de ordenación “no fue la más adecuada”, pero hizo hincapié en que “lamentaba” la excomunión. “La decisión conduce a un mayor endurecimiento de posiciones entre la Iglesia Católica y la aspiración de las mujeres a una mayor participación en el servicio de la Iglesia”, dijo Meyer.
Ratzinger también obtuvo la presión papal para alinear a los obispos alemanes en el rechazo a toda permisividad ante el aborto en los 400 consultorios ligados a Caritas o a órdenes religiosas. Parte de los obispos estaba a favor de entregar un certificado que luego podía ser utilizado por las mujeres para tener derecho a un aborto despenalizado.
Aplicando una encíclica papal, la Iglesia alemana fue la autora de la suspensión del sacerdote y catedrático de teología Gotthold Hasenhüttl, de 69 años, por una misa conjunta con un pastor evangélico, una franja del cristianismo que no cree, como los católicos, que en la comunión se ingiera la sangre y el cuerpo de Cristo.
La elección de Ratzinger por parte de los cardenales parece una apuesta al fundamentalismo, una forma fanática de ver las cosas que por cierto no es privativa de una minoría musulmana. En todo caso, George W. Bush ganó en noviembre su reelección gracias al manejo absolutista de valores culturales. Durante la campaña, Ratzinger le prestó un gran servicio cuando amenazó con la excomunión a los sacerdotes que tolerasen el aborto. Entre los candidatos, la tolerancia favorecía al demócrata John Kerry y la intransigencia a Bush, que finalmente triunfó.
Culturalmente Bush fue, en buena medida, la corrección conservadora de la década del ’60, de Berkeley y Martin Luther King, de John Kennedy y los fallos liberales de la Corte Suprema. El primer indicio de la obsesión de Ratzinger sobre el mundo moderno fue su crítica al Mayo Francés de 1968, que sólo en último lugar tuvo un componente marxista. Fue, sobre todo, libertario.
¿Los cardenales creen que el fundamentalismo se expandirá entre los 1100 millones de católicos de todo el mundo? Difícil saberlo. Hasta ahora lo que viene sucediendo, más bien, es la pérdida de feligreses por parte de la Iglesia Católica. Si ésta es la tendencia que los cardenales advirtieron en el cónclave, la elección de Ratzinger supone la asunción de un espíritu de secta: aunque menos, más puros. Y a pelear.
Por eso la designación tendrá, también, un efecto de autoperpetuación en los 110 cardenales. Ratzinger no buscará un mayor pluralismo sino la homogeneidad en su dogma, que consiste en corregir el Vaticano II hacia un sentido premoderno. La lógica futura es que el nuevo Papa designe cardenales a imagen y semejanza de su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la heredera de la Santa Inquisición. Y que, para desdicha de los millones de católicos que buscan una opción distinta, Juan XXIII y Pablo VI queden en la historia reciente de los papas como la excepción a una regla: en la pelea por los valores y el sentido común de cada época, el vértice del Vaticano interpreta siempre la visión más conservadora del mundo.

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