CONTRATAPA

Apocalipsis Ayer

 Por Rodrigo Fresán

UNO En una reciente entrevista con motivo de la aparición de Saturday –novela que transcurre durante el sábado 15 de febrero del 2003, día en el que un millón de personas se manifestaron en Londres contra la guerra de Irak–, el escritor inglés Ian McEwan apunta algo muy interesante: “El otro día, leyendo la primera plana del diario, me di cuenta de que las seis noticias más importantes estaban directa o indirectamente relacionadas con el 11 de septiembre del 2001. Lo que significa que no estamos haciendo las cosas muy bien... Mientras escribía Saturday, la sensación de estar esperando que una bomba estallara en Londres era algo casi insoportable”. Ahora, el 11S no sólo está en todas las noticias sino que también se las arregla para contagiar aquellas con las que no tiene nada que ver. Y al día siguiente de los festejos por la Londres olímpica, las bombas estallaron en la capital de lo que alguna vez fue un imperio, y McEwan escribe en The Guardian que “De hecho, el desastre está ahora sobre nosotros, con el aire de algo fastidiosamente inevitable, y resultaba conocido, como si ya hubiera tenido lugar tiempo atrás”.

DOS Y fue otro escritor británico –L. P. Hartley– quien escribió aquello de “El pasado es un país extranjero, allí siempre hacen las cosas de manera diferente”. Y fui yo quien el sábado pasado terminé de leer un libro sobre el pasado y el extranjero y el cómo no comprender el modo en que los otros hacen las cosas de forma distinta puede resultar en un presente terrible y un futuro incierto. El libro se titula –la no-ficción tiene títulos cada vez más largos– Ghost Wars: The Secret History of the CIA, Afghanistan and Bin Laden, From the Soviet Invasion to September 10, 2001, y su autor es Steve Coll. El libro ganó el último Pulitzer, acaba de salir la edición en paperback corregida y aumentada, y no hace otra cosa que contar el viejo mito de Frankenstein con nuevos nombres –nombres exóticos– que harían las delicias de George Lucas: todo aquello que ocurre cuando se crea una criatura y la criatura no te obedece. Así, lo que aquí se narra es el modo en que los Estados Unidos nutrieron una jihad contra las fuerzas soviéticas en Afganistán y cómo después esa jihad se les volvió en contra. El libro de Coll se disfruta y se sufre como una novela de Le Carré cruzada con Catch-22 o Dr. Strangelove en la que todos confunden códigos, traducen mal los despachos y aprietan botones equivocados. Pocas veces se hicieron peor las cosas, nos dice Coll. Y en una página alguien le pregunta a Bin Laden cómo piensa enfrentarse a una fuerza armamentística tanto más poderosa que la suya. “Con la fe”, responde Bin Laden sin dudarlo. Esa fe que mueve y hace volar montañas por los aires. Y ya saben cómo sigue: el mundo se fue llenando de fechas rojas y banderitas rojas. 11S, 11M, 7J y ¿cuándo fue que esa discoteca de Bali dejó de bailar?

TRES Y ahora, claro, el ruido blanco, la onda expansiva, el eco zombie y repetitivo: Tony Blair cada vez más logrado en su imitación de los gestos y el tartamudeo de Hugh Grant, Mariano Rajoy de Aznar teniendo el pésimo gusto de preguntarse por qué será que los ingleses no le montaron una protesta al gobierno como sí les sucedió a ellos justo antes de perder las elecciones (y olvidando el atendible detalle de que Blair en ningún momento responsabilizó al IRA de las explosiones), y los nostálgicos y exaltados de salón que justifican todo esto y mucho más viviéndolo desde lejos como una suerte de saga robinhoodiana contra los poderosos sin darse cuenta de que el terrorismo fundamentalista no es consecuencia de las injusticias sino que se aprovecha de las injusticias. Y que mata a gente que pasaba por ahí. Entre tanto estruendo tonto, yo me quedo con una nueva manifestación de la flema británica: la gente saliendo del subte en orden como en aquellos amaneceres después de las V-2, la Bolsa de Londres recuperándose en tiempo record, los pubs llenos esa misma noche, y ese anciano con la cara cubierta de sangre declarando a un micrófono de la BBC que “Este ha sido, sin duda, uno de los peores días de mi vida”. ¿Y cuáles habrán sido los otros? ¿Un temblor lejano del Blitz? ¿La mañana en que tuvo que sufrir algún rito iniciático en su public school? ¿El momento en que supo de la separación de los Beatles? ¿La noche en que murió Lady Di? ¿Aquella final que perdió su equipo de fútbol? Después me enteré de que fueron varios los hoteles que –sabiendo que cientos de miles de personas no podrían regresar a sus hogares en los suburbios– decidieron cuadruplicar sus tarifas para pasar en la ciudad la noche del jueves y, claro, algunos ingleses también son animals. Mientras tanto, el canal informativo Sky News pedía a testigos y participantes que les enviaran todo lo que hubieran podido filmar y fotografiar con las lentes de sus teléfonos móviles –esas postales de gente avanzando hacia una luz blanca al final de un túnel– y, seguro, J. G. Ballard no paraba de tomar notas. El mismo Ballard que declaró, en 1993, que “El mundo árabe, el mundo musulmán, ocupará el mismo sitio, como Gran Cuco, que alguna vez supo ocupar el mundo comunista”, que “Ya nadie está interesado por el futuro porque éste se ha convertido en un anexo de un presente continuo” y que “Después de todo, el tiempo no es otra cosa que una estructura neuropsicológica que heredamos y que, como el apéndice o el vello corporal, ya no necesitamos. Nuestro próximo gran salto evolutivo no será del tipo físico sino mental: aprenderemos a vivir pensando que todas las cosas suceden al mismo tiempo”. Es decir: No Future.

CUATRO Entonces... qué pasó, qué pasará, qué está pasando. Días atrás, en The Washington Post, Coll escribía que la próxima pesadilla es un viejo terror: la posibilidad de un holocausto nuclear o tóxico cualquier día de éstos. Se sabe –por comunicados y entrevistas– que a Bin Laden le obsesiona el ejemplo de Hiroshima y Nagasaki como maniobra para conseguir una rendición absoluta. Del otro lado está un tal George W. Bush a quien Bob Woodward, en su libro Plan of Attack (2004), retrata así: “La Historia –dijo encogiéndose de hombros, sacando las manos de los bolsillos, abriendo los brazos como para sugerir con el gesto que era algo muy lejano– no llegaremos a saberla. Todos estaremos muertos”. Y, entre uno y otro y aquí, todos nosotros preguntándonos qué hora es, a qué día estamos, en qué época morimos.

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