CONTRATAPA

Las tripas de la memoria

Por Rafael A. Bielsa

Al rayar un día de julio de 1492 (año 5252 de su religión) comenzaron a dejar el suelo de Toledo setenta mil sefarditas, en carros comprados a partes iguales. Marchaban con la harina racionada y despensas de encurtidos y salmuera para el inacabable viaje, sin más bienes “que el tintineo de las llaves de las casas perdidas”, y puñados de tierra almacenada en saquitos de piel de ternero que colgaron al cuello de sus hijos varones, para que en el exilio mantuviesen en la punta de los dedos el desapacible tacto de la patria lejana. Soñaban con que más temprano que tarde iban a volver, no cativos ni perdidos, rumbosos y al bies de las esposicas, desde el porvenir venturoso a la tierra que dejaban con desdicha.
En cambio Néstor V., de 17 años, “el Gordo” Néstor, no tiene dónde volver. En la noche del miércoles 2 de enero de 2002, hunde sus manos en las bolsas de la basura. Mira de reojo al camión de Cliba que se acerca, y separa vertiginosamente cartones que ordenará en su carricoche a tracción a sangre de menesteroso. De pronto palpa algo en el fondo, levanta la cabeza, como si hubiese olfateado una reminiscencia, saca un trozo de quién sabe qué y lo muerde, para identificarlo. Irene Intebi, en su tiempo Coordinadora del Programa de Asistencia del Maltrato Infantil de la Ciudad de Buenos Aires, dice que es generalmente durante las fiestas de fin de año cuando se dan más casos de maltrato a menores. Néstor fue golpeado por su padre unos días atrás, y “por ahora duerme en unos terrenos en Jean Jaurès y General Perón con una banda de los viejos”. Afirma que no tiene recuerdos de su infancia, y que mientras no sea volver a su casa, le da lo mismo vivir en cualquier sitio.
Luego de la derrota de Ayohuma, durmiendo en cualquier sitio, y mientras reorganiza los restos de su regimiento y anima a los adolescentes que han sobrevivido, el general José María Paz piensa que si hubiesen triunfado, esa victoria habría despertado las simpatías de aquellos pueblos, reanimado el patriotismo y hecho renacer el amor a la independencia, que estaba oculto y comprimido por el terror que habían infundido los españoles. “La Providencia, en sus inescrutables juicios”, escribirá en sus Memorias Póstumas, “quiso que se prolongase la lucha y que las provincias argentinas se viesen al fin privadas de la gloria de dar libertad, definitivamente, a sus hermanos del Perú; este honor estaba reservado a Bolívar y al ejército colombiano, que vino más tarde a recoger los frutos de nuestras estériles fatigas”. Ese soldado, hijo de padre y madre criollos, luego de la derrota piensa en la independencia y la Patria Grande, en la libertad y la gloria, en la hermandad y el destino.
También cavila acerca del destino Alberto Schwarcz, jefe de neonatología del Hospital Eva Perón de San Martín. Cuenta que una madre, finalmente diagnosticada como epiléptica, acababa de tener un bebé sano, y quería volver a su casa a cuidar de sus otros siete hijos. Vivía en la villa del basural en el Camino del Buen Ayre, área Reconquista. Residía literalmente entre la basura, y los médicos temían que si llevaba al recién nacido allí, muriera. La casa era una choza, con los chicos hacinados, y cuando la gente del hospital la visitó, vio a un perro salir con una rata en la boca. A la madre no se le pudo dar vivienda; cuando salió de alta y volvió a la casa, el bebé murió. En pleno festín de la penuria, para millones de argentinos la idea de país ha sido permutada por la de guarida, y la memoria es un lujo antiguo que es necesario olvidar.
En abril de 1938, procedente de Valencia, Antonio Machado llegó a Barcelona, acompañado por su madre y por su hermano José. Allí hizo lo mismo que desde el comienzo de la guerra: no olvidar, y defender con sus escritos al gobierno de la República. “Esto es el final”, anotó; “cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos,para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro... Quizá la hemos ganado”. La noche del 22 de enero de 1939, cuatro días antes que las tropas de Franco ocuparan Barcelona, los Machado formaron parte de un convoy pasmado rumbo a la frontera francesa. Algunos de los miembros del éxodo deberían esperar casi cuarenta años para volver a la tierra. Los Machado llegaron a Collioure, y se instalaron en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde expiró el poeta; su madre lo sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José encontró un verso: “estos días azules y este sol de la infancia”. Como muchos de los que van a morir, Antonio Machado había comenzado a recuperar los primeros días de su vida, la patria primera.
La cantidad anual de menores presos es mucho mayor que la media de los últimos cinco años. Vivimos el peor momento histórico respecto de la delincuencia juvenil. Los menores se vuelcan al delito empujados por la intimidación familiar, el abandono del hogar, y el hacinamiento. El único registro de su paso por la niñez es la hostilidad; para ellos, la infancia apenas alcanza a ser un tiempo biológico. La violencia produce en el cerebro de los niños las mismas alteraciones naturales que produciría una buena lectura, una buena música o una voz amable. A partir de ese momento, los circuitos cerebrales se siguen modificando porque no hay modo de frenarlos. La pelea como hábito pasa a ser un automatismo; esto explica la crueldad de los crímenes cometidos por menores.
Nuestros hijos no necesitan llevar en sus cuellos puñados de tierra patria almacenados en saquitos de piel de ternero. Hace tiempo que los hemos expulsado del país sin que hayan tenido la dicha de moverse de aquí. Los hemos dejado sin porvenir, que es hijo de la memoria, a los hijos nuestros, a nuestros hijos, que cada día que pasa tienen menos posibilidades de ser imprecisa, preciosa o descuidadamente felices.

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