CULTURA › LAS IDEAS, LOS
LIBROS Y EL LEGADO DE MICHEL FOUCAULT, A VEINTE AÑOS DE SU MUERTE

Aquel filósofo que escribía cajas llenas de herramientas

Hoy se cumplen dos décadas de la muerte del filósofo francés que pensó la modernidad más como una actitud que como una época, y que fue amado y rechazado con pasión, después de romper los paradigmas del psicoanálisis y el marxismo. Analizan su obra y su pensamiento Tomás Abraham, Germán García, Luis Chitarroni, Esther Díaz, Luis Gusman y Edgardo Castro.

 Por Silvina Friera

Las ideas de Michel Foucault, que nunca reposaron sobre la superficie visible de las cosas, son para algunos las proteínas del organismo de la filosofía contemporánea. La lucidez de sus análisis y la capacidad para desplazar y reinventar su pensamiento, con el propósito de colocar su discurso en un orden más profundo, continúa seduciendo a miles de estudiantes y a decenas de académicos, que buscan su lugar de epígonos del maestro. En la Argentina, la recepción de la obra del filósofo francés, a 20 años de su muerte, quizás esté atravesando por un período de revisión y metamorfosis. A principios de la década del ’80, en el cuerpo social de un país que había sido torturado y disciplinado, la cuestión del poder fue la veta que se impuso, especialmente a partir de la lectura de Vigilar y castigar, publicado en 1975. Ese año, en una entrevista en el suplemento literario del Le Monde, Foucault decía: “Todos mis libros son pequeñas cajas de herramientas. Si la gente quiere abrirlos, usar tal frase o tal análisis como un destornillador o una pinza para provocar un cortocircuito, descalificar o quebrar los sistemas de poder, incluidos aquellos de donde eventualmente salen mis libros... ¡Y bueno, mucho mejor!”.
La paradoja, sin embargo, reside en la incomprensión de esas cajas de herramientas, abordadas con cierta ligereza o miopías conceptuales. Si bien la filosofía francesa, hasta que surgió el estructuralismo, estuvo marcada por la influencia de la generación de las “3 H” (Hegel, Husserl y Heidegger, todos alemanes), ubicar el conjunto de la obra de Foucault en el estructuralismo resulta una simplificación. El último Foucault, recientemente editado por Sudamericana, contiene cinco ensayos escritos en el marco del Seminario de los Jueves –un grupo vocacional de aficionados a la filosofía, que se reúne desde 1984, coordinado por Tomás Abraham–, y la traducción inédita al castellano del último seminario Coraje y verdad, que el filósofo francés dictó durante 1983 en París, en el Collège de France. En diálogo con Página/12, Abraham apela a la ironía. “El lector más conciso y perspicaz de Foucault es Chiche Gelblung, quien el otro día me llamó para que comentara la obra de ese filósofo ‘que quiere cerrar las escuelas y abrir las cárceles’. Hay otros que creen que Foucault legitima los parricidios. En realidad, este tipo de lectores me hace pensar que aún está vivo”, señala el filósofo argentino, que fue alumno de Foucault en la Universidad de Vincennes.
“Los psicoanalistas no lo pueden entender, se sienten amenazados. Los sociólogos lo rebajan con ese saltito de vuelo corto a los que nos tienen acostumbrados las disquisiciones sobre el poder y el saber. Los filósofos profesionales lo miran –porque no lo leen–como simios ante un espejo. Los agentes literarios y los críticos lo frivolizan, se ponen rímmel y dicen ‘escritura’; el mundo gay lo usa para lo que él nunca quiso ser usado, los peronistas finos lo quieren para frenar la momia marxista. En suma, me quedo con los animadores de radio.” El principal aporte del autor de La arqueología del saber y Las palabras y las cosas, opina Abraham, fue darle consistencia teórica a un pensamiento que necesitaba del caos. “Todos los que queremos anarquía mental y coherencia espiritual, tenemos en Foucault al mejor director técnico de la máquina de soplos pensantes.” El escritor y crítico literario Luis Chitarroni recuerda que Severo Sarduy, hablando de la resonancia de los nombres, bromeaba: “¡Qué distinto sonaban los nombres de Foucault y de Barthes en los claustros universitarios que en los piringundines marroquíes!”. Para Chitarroni, “la historia del siglo XX, con su raro designio de regresos y moralidades, que Foucault entendió mejor que nadie, necesita todavía unos artificios más de fuga y, sobre todo, olvido –advierte el autor de Carapálida–. Puede parecer ahora, de lejos, veinte años después, que queremos apropiarnos de una lejanía que él enseñó a inventar”.
“Mi relación con sus textos comienza a principios del ’70 –cuenta el escritor y psicoanalista Luis Gusman–. Era un autor que circulaba entre los intelectuales, entiéndase por esto a escritores, psicoanalistas, críticos, filósofos. Su lectura no era patrimonio de una parroquia, como sucedería años más tarde. Debido, por un lado, a la dirección seguida por su discurso, y por otro, a la potencia original del descubrimiento, le sigue una propagación de la que se apropia un grupo o una persona, que se autorizan, en nombre de ese mismo autor, para establecer un discurso que se caracteriza justamente por lo contrario. Basta para ello leer el Discurso inaugural que pronuncia Foucault, donde formula que él se desliza subrepticiamente en el discurso, y que ese sujeto que lo enuncia se encuentra casi en el límite de la enunciación. Es decir que él, en tanto autor, sería más bien una pequeña laguna en el azar del discurso, el punto posible de su desaparición.” Gusman, autor de El frasquito, confiesa que le cuesta considerarlo un filósofo. “Preferiría la palabra ensayista. Su ruptura consistió en cómo incidió en otros campos que no fueron el de la filosofía. Campos con discursos muy constituidos como el jurídico, donde a partir de sus libros se pudo hacer una nueva lectura de la verdad y las formas jurídicas.”
La relación de Foucault con los psicoanalistas fue ríspida, desde que afirmó que “no puede haber una teoría general del psicoanálisis, cada uno tiene que experimentarlo en sí mismo”. No obstante, Germán García, que no comparte esta visión del filósofo francés, advierte que sus clases sobre los “anormales” fueron muy importantes “por la luz que arrojan sobre la función de ‘la norma’”. Cuando en 1967 se publicó en español Historia de la locura en la época clásica, que había aparecido en Francia tres años antes, García se sintió deslumbrado por el estilo y por la temática. “Seguí la música de aquellos aforismos asertivos, como ‘la historia de la locura es la historia de la razón sobre el silencio de la locura’. Un año después, Las palabras y las cosas, que comienza con la famosa referencia al ensayo de Borges (El idioma analítico de John Wilkins), acercó a Foucault de manera definitiva.”
Edgardo Castro, doctor en Filosofía y docente en la Universidad de La Plata, y autor de El vocabulario de Michel Foucault, aclara que resulta difícil realizar un balance de la recepción de Foucault en la Argentina. “Se puede decir que las primeras apropiaciones no provinieron del ámbito de la filosofía o, más precisamente, de los ámbitos académicos de la filosofía. Hubo una lectura pegada a los problemas socio-políticos, un interés del mundo psi y, a través de este último, de los profesionales de la educación –explica Castro–. También en Francia sus textos han circulado fuera de los ámbitos propiamente institucionales de la filosofía. Sólo en un segundo momento ingresaron, para bien o para mal, en los circuitos académicos. Con todo, para quien proviene del campo de la filosofía, resulta interesante señalar ciertas ausencias. Por ejemplo, sólo recientemente se ha publicado aquí un trabajo sobre la relación de Foucault con la fenomenología. Y, quizá sea necesario señalarlo, esta corriente de la filosofía contemporánea ha sido una de las matrices de la formación de Foucault. En este sentido, Las palabras y las cosas puede ser leído como un contrapunto con la Crisis de las ciencias europeas de Husserl.”
Castro añade que cuando dicta cursos o seminarios sobre Foucault, le resulta llamativo cómo numerosos estudiantes se acercan o se interesan por el filósofo francés, esperando encontrar en él un autor próximo al marxismo. “Marx, para mí, no existe”, dijo una vez Foucault. “Cierto, afirmación irónica; pues Foucault utiliza a Marx, como él mismo precisó, se sirve de Marx sin citarlo. Como nosotros nos servimos de él. Pero, en todo caso, a juicio de Foucault nada ha empobrecido más la imaginación política que la cultura marxista (Metodología para el conocimiento delmundo: ¿cómo desembarazarse del marxismo?) y, también para Foucault, la época de las revoluciones se ha concluido”, subraya Castro.
“Quizá sea más interesante preguntarse ¿cómo leeremos Foucault? –propone Castro–. En este sentido, resulta sumamente interesante la publicación de los cursos en el Collège de France. Un Foucault que emprende un largo viaje por la antigüedad, un Foucault que, al mismo tiempo, aborda la formación de la racionalidad política moderna, más allá de la tesis disciplinaria de Vigilar y castigar. Y, de este modo, como gran parte de la filosofía contemporánea, vuelve a encontrar a los griegos inmersos en nuestro presente. Como dijo un autor a quien Foucault nunca cita, al menos en los textos publicados hasta ahora, A. Kojève: ‘Hace veinticinco siglos en Grecia se pronunció el comienzo de la frase’.”
García asegura que Foucault es el autor más imitado, en especial con Vigilar y castigar. “Tiene el valor de haber puesto en crisis cierta distribución de los saberes, entre ellas la distribución que permite hablar de ‘filósofo’. Fue, más bien, un moralista, en el sentido clásico de la palabra. Cuando murió Jacques Lacan, Foucault estaba en Italia y un periodista, que dijo que Lacan era ‘autoritario’, le preguntó sobre el psicoanalista. Foucault respondió que Lacan no tenía otro poder que su palabra. El periodista señaló que, sin embargo, muchos le tenían miedo. Foucault replicó que éstos ya tenían miedo, y que después encontraron a Lacan. Era un hombre de coraje que no usaba lo que sabía para justificar lo que pasa, que sin duda es la mayor cobardía intelectual”, afirma el psicoanalista. Gusman, por otra parte, menciona la conferencia ¿Qué es un autor?, publicada por primera vez en castellano en la revista Conjetural en 1984, por el deslumbramiento que Foucault ejerció con sus proposiciones.
“A partir de desplazar la pregunta ¿quién escribe?, ¿a quién habla? plantea que en esta última pregunta se afirma el principio ético de la escritura contemporánea –señala Gusman–. Interrogación que le permite entrar en ese tema controvertido: la desaparición del autor, y afirmar que lo más importante sería poder leer las modalidades y condiciones de la existencia de los discursos. Su circulación y efectos, la manera en que ellos se articulan con la función de autor, y las modificaciones que se producen en diversos estados de la cultura, más allá de los conceptos o temas que ellos ponen en práctica.” Desde el ámbito de la filosofía, Castro considera que Foucault abordaba a la modernidad no como una época sino como una actitud. “Para ello, a veces retomaba el término griego éthos. Y este éthos consiste fundamentalmente en la posibilidad de pensar de otra manera. En este sentido, me parecen especialmente relevantes algunos aspectos del pensamiento foucaulteano. En primer lugar, su recusación política de las ciencias del hombre, de la ironía de aquellos dispositivos de saber y poder, que elaboran y fortalecen modos de sujeción a los otros, prometiéndonos la liberación. En última instancia, las diferentes formas del humanismo. Para Foucault, en efecto, el humanismo ha sido la gran prostituta del pensamiento. No sólo se ha apareado con todas las ideologías posibles, ha mutilado nuestro deseo de poder. En segundo lugar, su gran esfuerzo para pensar la política sin centrarla en el Estado. La política, y sobre todo la moderna, trata de la vida, del gobierno de la vida. Paralelamente, el esfuerzo por pensar la historia y la historia política sin la referencia ineludible, para las filosofías de la historia decimonónicas, a la idea de revolución. Si hay revolución, sostenía Foucault, ella no será política sino ética.”

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“Si quieren usar mis libros como pinzas o destornilladores para provocar cortocircuitos, mejor”, decía.
 
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