CULTURA › ALBERTO MANGUEL

Borges y aquel lector adolescente

El escritor, crítico y traductor se confiesa “fetichista” de los libros. Aquí analiza el acto de la lectura y recuerda el encanto de los comentarios que le hacía el autor de El Aleph.

 Por Silvina Friera

Algunos llevan el destino subrayado en las líneas de la cara, otros en las manos. En el niño Alberto Manguel, el destino iba adquiriendo formas y sonidos en la biblioteca de su padre. El sonido, recuerda, lo aportaba su abuela, que le gritaba: “Andá y viví un poco”. El escritor, crítico literario y traductor argentino es, ante todo, un lector ecléctico y caprichoso, que nació en Buenos Aires, creció en Israel, vivió en Canadá, Italia, Inglaterra, Tahití y hace cuatro años reside en Francia, en una casa que fue un presbiterio del siglo XIII, en Mondion –un pueblo que no figura en los mapas–, y donde sus vecinos más cercanos son las vacas y sus amigos, los libros de su biblioteca personal, que estima en unos 50 mil volúmenes. La lectura no es un placer que lo sustraiga de las experiencias cotidianas, como pensaba su abuela. Para él, siempre existe una correspondencia entre lo que lee y lo que sucede a su alrededor. Ese ha sido y es su itinerario, su principio vital. En el prólogo de Diario de lecturas, publicado recientemente por Norma, Manguel cuenta que, al cumplir 53 años, decidió releer doce de sus libros preferidos y que se sorprendió al constatar cómo esos mundos intrincados parecían reflejar el brumoso caos social del mundo en el que estaba viviendo.
Su plan consistió en escoger un libro por mes, para que al cabo de un año pudiera obtener algo parecido a un diario personal a partir de las relecturas de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; La isla del Dr. Moreau, de Herbert G. Wells; Kim, de Rudyard Kipling; Memorias de ultratumba, de Chateaubriand; Las afinidades electivas, de Johann W. Goethe; El viento en los sauces, de Kenneth Graham; Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes; El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati; El libro de la almohada, de Sei Shonagon; Resurgir, de Margaret Atwood, y Memorias póstumas de Bras Cubas, de Joaquim M. Machado de Assis.
En la charla con Página/12, Manguel dice que se lee “dentro de la vida”; admite su condición de fetichista respecto del objeto libro, analiza el “optimismo demencial” de los argentinos y anticipa su próximo libro, Con Borges, un homenaje al escritor (que conoció a los 16 años, mientras trabajaba en la librería angloalemana Pygmalion) en el que evoca cómo fue la experiencia de haber asistido diariamente, durante dos años, a la casa del autor de Ficciones para leerle. “La lectura se hace en medio de circunstancias privadas y públicas, y son esas circunstancias combinadas casi mágicamente que vuelven un libro cordial, amable o amistoso”, explica Manguel.
–¿La lectura es sólo afectividad?
–Lo que me conduce a la lectura es el placer. Que haya aprendizaje, información u otro tipo de vivencias es un agregado. Un libro que me emociona me lleva a pensar en otro texto leído, o a relacionarlo con un momento del día o con una noticia. Si bien no lo decimos, creo que todos los lectores leemos de esa manera, leemos dentro de la vida. No es que decimos: “Vamos a separar estos quince minutos o dos horas de lectura en la cual cerramos la puerta y no ocurre nada más que la lectura”. Siempre estamos afectados por la experiencia de la vida, por el mundo que nos rodea. La realidad es que no somos capaces de aislar enteramente un momento, supongo que hay monjes budistas que llegan a sustraerse del mundo. La lectura no exige que consideremos la creación literaria como el lugar único donde sucede la realidad sino que, al contrario, la lectura quiere que escuchemos el zumbido de moscas y el carro en la calle.
–En una parte de Diario de lecturas señala que el modo de vivir del argentino es de un “optimismo demencial”. ¿Sigue pensando lo mismo?
–Sí. Hay un estado cotidiano bastante frenético que crea la impresión de entusiasmo, de gran esperanza y energía, pero viniendo de afuera tengo que preguntarme cuál es el plan económico que se está construyendo para justificar tal entusiasmo, cuál es la renovación del poder judicial quenos permita creer que los jueces van a ser justos y no corruptos, dónde está ese Poder Ejecutivo que se supone va a guiarnos de una manera lúcida. Si a mí me muestran eso, yo comparto entonces el entusiasmo.
–Hay cierto fetichismo en usted respecto del objeto libro: se detiene en las tapas, las ilustraciones o el tipo de ediciones. ¿La condición de un lector es la de un fetichista?
–A veces. Hay lectores para quienes lo único que cuenta es el texto, no les importa cómo lo leen. He conocido a lectores que a medida que leen el libro van arrancando las páginas y las tiran o que no les importa empezar un libro en una edición y continuarlo en otra. A mí esa relación física me importa, pero no soy bibliófilo: no me interesa que sea una primera edición nunca abierta, guardada en un sobre de plástico. Pero, en cambio, que sea un ejemplar que perteneció a tal o cual persona me emociona. Ahora, hay en venta en distintos lugares del mundo ejemplares de la biblioteca de Borges, obras de él dedicadas a amigos, obras que le pertenecieron a él, y me resulta terrible saber que están a la venta por muchas razones. Si bien yo compraría ese tipo de libros –una vez que los herederos han decidido deshacerse de éstos–, en este caso se trata de algo distinto: son libros dados a la venta por gente que los han robado. Sobre todo los libros anotados de la mano de Borges, que deben pertenecer a la Biblioteca Nacional porque es patrimonio nacional, son libros para estudiar, no para que le pertenezcan a alguien. Soy fetichista, pero no hasta el punto de ser criminal.
–Cuando alguien se apasiona con la lectura, suele, de un modo paralelo, tratar de imaginar cómo es el autor. El problema es que a veces esa construcción del lector no coincide con la realidad. ¿Tuvo muchas decepciones?
–Muchas, espero que éste no sea el caso (risas). La literatura debería leerse toda como anónima, habría que quitarles los nombres a los libros y dejar que se lean ciegamente, anónimamente. Porque saber quién es el autor influye luego en la lectura, le da un tono, una personalidad. A mí me cuesta leer ciertos textos, sabiendo que el autor ha cometido cosas atroces o indignas. También ocurre lo contrario: he conocido a un autor y el libro me gustó más. Muchos amigos míos son escritores y entonces escuchar su voz o ver lo que han creado le da un encanto especial al libro que estoy leyendo.
–Con esta propuesta, que la literatura debería ser anónima, como lo fue durante buena parte de la Edad Media, provocará el enojo de más de un escritor...
–(Risas) Es cierto, en la Edad Media importaba menos decirse autor de un texto que saber que era bueno. Hemos convertido al escritor en una figura publicitaria. A veces me da la impresión de que soy un viajero comercial, porque sale un libro aquí y hago la presentación, sale un libro allá y voy a presentarlo, y muchas veces la gente viene simplemente para verle a uno la cara, como si eso importarse o tuviese un efecto sobre el texto publicado. Pero todo eso me parece parte simplemente del entorno de un libro, de su comercialización. Finalmente, lo más importante es el texto mismo.
–El próximo libro suyo, que se publicará en Argentina, es Con Borges. ¿En qué consiste?
–Es un pequeñísimo homenaje del adolescente que yo fui al escritor que conocí, con muchísimo cuidado de no presentarme ni como un amigo de Borges, ni como un secretario o interlocutor de Borges.

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“La lectura quiere que escuchemos el zumbido de las moscas.”
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