EL PAíS › EL TESTIMONIO DE MARINA, SOBREVIVIENTE DE LA TRAGEDIA

“No sé qué me pasa que no puedo llorar”

Tuvo en brazos a Cynthia, una de las chicas baleadas, y gritaba por una ambulancia. Pudo ir al velorio de sus compañeros, pero cuando quiso entrar a la escuela no resistió y terminó descompuesta de los nervios. La amnesia que sufrió y su anestesia emocional.

 Por Horacio Cecchi

Desde Carmen de Patagones

Todavía le cuesta soltar media lágrima. Se sorprende. “Me llama la atención porque yo siempre lloro por cualquier cosa”, murmura y pierde la dimensión de que, esta vez, no se trata de cualquier cosa: durante un buen rato tuvo en brazos a una de las víctimas, Cynthia Cazasola, herida por uno de los disparos en el aula 1º B de la escuela 2. “Sabés lo que me da mucha bronca –dice–, que mientras la tenía en brazos le tuve que gritar al policía ‘¡No te quedés parado ahí, andá a buscar una ambulancia!’. Me tocó a mí decirle a la mamá de Cynthia que su hija estaba bien, porque nadie le decía nada y la madre preguntaba desesperada.” Se llama Marina. A su lado, Alejandra todavía no tiene el ánimo suficiente para entrar a la escuela. “La última vez, me acerqué y no pude, no pude, me descompuse en la puerta.” Después de ver todo lo que vio, el mismo martes trágico, pero por la noche, Alejandra estaba dentro del club Atenas en el velorio de sus compañeros, cuando un hombre, alterado con los periodistas, sacó un arma y se desató una estampida. Fue demasiado. Alejandra quedó paralizada, en estado de shock, amnésica. La internaron esa misma noche. Durante casi un día permaneció en el mismo estado, colgada de una memoria que se negaba a recordar tanto. No se trata del regreso a clases. En Carmen de Patagones nada será sencillo.
Marina es alumna del 2º A. Alejandra del 1º E. Las dos sufrieron en forma directa el impacto del 28 de septiembre. Cada una lo incorporó de la manera que pudo.
–No sé qué me pasa que no puedo llorar –dice Marina–. Si siempre lloro por cualquier cosa.
–¿Lo que pasó es cualquier cosa?
Marina no responde con palabras, pero una pequeña luz le humedece los ojos. Después de su relato se comprenderá por qué hubiera sido preferible el rótulo de cualquier cosa. Habla con precisión y una rara mezcla de ingenuidad y dureza de convicción militante. Dice que salió del aula después de escuchar los primeros disparos. “Parecían golpes en una lata. Nadie se animaba a salir. Yo me animé.” Por el pasillo pasaban corriendo sus amigas y amigos. “‘¡Hay un loco que está matando!, me gritaron. Fui al pasillo y me choqué con Pablito.” Pablito es Pablo Saldías, el chico internado en el hospital de Viedma al que el viernes pasado le retiraron el respirador artificial.
Después dice que llegó hasta el aula, que vio “a Sandra, a Evangelina y a Federico. Salí. En el pasillo estaba Cynthia. Le salía mucha sangre de algún lado. La tomé entre mis brazos”. La espera con Cynthia en brazos se extendió. “45 minutos, lo sé porque me fijaba en mi reloj”, llega a deslizar en algún momento. Después, el reclamo: “Lo que más me da bronca es que los docentes corrían de un lado para el otro”.
–¿Por qué no podrían hacerlo? Nadie está preparado para semejante situación.
–Bueno, pero ellos tienen que estar en su clase. Vino un policía y se quedó parado mirando a Cynthia y yo le tuve que gritar ¡No te quedés parado ahí, andá a buscar una ambulancia! Me da bronca. Me tocó a mí decirle a la mamá de Cynthia, señora quédese tranquila que a su hija se la llevaron al hospital y está bien. Nadie le dijo nada y yo veía a la mujer desesperada buscando a su hija.
“Siempre venía el portero –explica Alejandra– y golpeaba con el palo mientras limpiaba. Ese día se escucharon tres palazos y todos pensamos que era el portero. Se escuchan tres más. Entonces el preceptor salió a ver y antes nos dijo que sacáramos las fotocopias. Como yo me siento siempre en la ventana, veo que empiezan a correr. El preceptor no nos dejaba salir yde repente entra un chico y dice ‘¡Salgan, salgan que están matando a todos!’ Corro y la veo a Marina teniendo a Cynthia. Entro al aula y lo primero que veo es a Sandra con la cabeza apoyada sobre la mesa, así (y hace el ademán con su rostro) y a Fede. Ahí empecé a gritar.”
El mismo martes, por la noche, Alejandra estuvo en el gimnasio del club Atenas, donde se realizó el velorio de los tres compañeros fallecidos. No sabía en ese momento hasta qué punto había absorbido golpes durante esa mañana. Lo supo cuando alguien sacó un arma para amenazar a un fotógrafo. Sólo ver el arma desató el pánico de la sociedad apenas sujeto por alfileres de papel. Una corrida en forma de estampida, la gente aplastándose contra la única puerta. En ese momento, a Alejandra se le vino encima y de golpe toda la memoria reciente. Fue demasiado. “Me quedé dura. No podía moverme. No me acordaba de nada. Dura, como si fuera un estatua. Me llevaron al hospital.” Los médicos diagnosticaron un shock amnésico. Durante un día, Alejandra estuvo medicada. “Vi pasar el cortejo fúnebre por la puerta de mi casa. Quise acompañar, pero ni siquiera pude levantarme.”
Las dos amigas, Marina y Alejandra, un día después, organizaron una marcha. “La queríamos llamar la Marcha del Silencio”, dice Marina.
–¿Por qué del Silencio?
–Porque..., no sé por qué, después de que pasó eso –responde Marina, y lo hace del único modo con que parece poder nombrar tanta tragedia en una sola palabra, eso–. No sé, para recordar a los chicos muertos y para dar fuerza a los que se están recuperando. No sé por qué lo del silencio. La llamé a Alejandra y le conté la idea y nos pusimos a organizarla. Tenía miedo de que saliera todo mal. Eramos dos boludas, dos inexpertas –se corrige–, qué íbamos a pensar que se iba a juntar tanta gente.
–Repartimos tareas y empezamos a hacer la cadena –dice Alejandra–. Convocamos por la radio. La idea era que fuéramos a la escuela para que los alumnos pudiéramos volver.
Una especie de rito iniciático espontáneo, un modo de exorcizar fantasmas dándose apoyo grupalmente. “Cuando empezó la marcha no podía creer la cantidad que había venido –recuerda Marina–. Nosotras ni pensábamos que iban a venir los padres de los chicos fallecidos, y vinieron.”
“A mí se me erizaba la piel cuando veía lo que habíamos hecho, que avanzábamos y que la gente se ponía a los costados de la calle –dice Alejandra– para darnos paso. Muchos empezaron a agregarse. Fuimos a pedirle velas al señor del cotillón y vimos que después estaba marchando, que se había agregado a la marcha.”
“A mí me daban ganas de reírme –dice Marina–. Me dio mucho orgullo lo de los papás.”
–¿Fueron hacia la escuela?
–Sí. Cuando llegamos éramos un montón –dice Alejandra, con el timbre de su voz trémulo en tono épico.
–¿Qué les pasó cuando entraron?
–Fuerza y ganas de entrar tengo –aclara Alejandra–. Pero cuando llegué a la puerta y estaba por entrar me agarró un pánico y un miedo terrible. Me parecía que me doblaba del dolor. Me puse a vomitar. No pude entrar. Después vi que venía Marina y me explicaba que había que entrar en grupo, me decía “si entrás en grupo se puede” y yo le decía que ella podía, pero a mí no me salía. Y no pude volver todavía.
–A mí me dio bronca que cuando fui al aula estaba pintada. Por qué tanta urgencia para que volvamos a clases, como si no hubiera pasado nada.

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