DIALOGOS › MARíA JOSEFINA CERUTTI, AUTORA DEL LIBRO CASITA ROBADA, SOBRE SU FAMILIA, A LA QUE MASSERA DESPOJó DE SU FINCA MENDOCINA

“No quiero ser ni neutral ni equilibrada”

¿Pueden las memorias de una familia en particular volverse memoria social, más allá de la obligación de la memoria militante? En un libro íntimo que puede leerse como diario de una tragedia, pero también recuerdo amoroso de un mundo destruido, la periodista ofrece su respuesta: sí. Y cree que es necesario hacerlo para poder seguir reflexionando.

 Por Soledad Vallejos

A veces las herencias no son individuales y privadas. María Josefina Cerutti cree en seguir tejiendo una trama en común. Dice que es necesario, tanto como “evitar las grietas”. “Siempre hay grietas, las tenemos los seres humanos. Yo entré por una de las varias que tengo, que es el dolor. Hay cosas que me hacen recordar a mi abuelo y no puedo parar de llorar, y tengo 54 años. Y todavía me gustaría verlo”, dice, a poco de tener en sus manos por primera vez un ejemplar de Casita robada (Ed. Sudamericana), el libro en el que logró hilar recuerdos personales para proponer otra memoria que sume. En el libro, como en sus frases de recién, Cerutti habla de Victorio, el hijo de inmigrante italiano afincado en Mendoza, que fundó una familia argentina con corazón napolitano, y regenteó una finca con viñedos y bodega que dejó relatos de clan algo legendario en Chacras de Coria. Era también uno de los cuatro hombres que un grupo de tareas secuestró en la madrugada del 12 de enero de 1977, después de una fiesta; el mismo que, con 75 años, fue llevado a la ESMA y torturado para lograr que firmara la cesión de sus terrenos –valuados en su momento en 16 millones de dólares–, que terminaron en manos del hijo y el hermano de Emilio Massera. De él hablaron María Josefina y dos de sus primas en 2015, ante el tribunal de la megacausa Esma; treinta años antes, en el Juicio a las Juntas, ella había visto hacer lo propio a su abuela Josefina y su tío Juan Carlos. Pasaron los años. Casa Grande, el nombre que la familia daba al corazón de la finca, nombra ahora al barrio alrededor. Además, ese lugar del que su familia había sido despojada es –ley mediante– sede provincial del Archivo Nacional de la Memoria.

Cerutti dice que la reflexión nunca se cierra, o por lo menos no todavía. Si se pregunta en voz alta “¿quiénes fueron los protagonistas que construyeron los 70?”, es porque cree que todavía las memorias familiares, personales, pueden sumar al cuadro que construyeron, con esfuerzo y por lograr justicia, las memorias militantes.

–Necesitamos todas las memorias. Leí mucho textos que dan vueltas a esto también, como los de Félix Bruzzone (Los topos), o Una muchacha muy bella, de Julián López R., o Diario de una princesa montonera, de Eva Pérez. Tenemos que seguir trabajando sobre esto, cada uno como pueda: los militantes, los que participaron de la lucha armada, los que no pero fueron militantes y los que quedamos alrededor, boyando ahí, todos tenemos algo que decir. Me considero alineada con la defensa de los derechos humanos, con el trabajo de Estela de Carlotto y los familiares, cada uno en su lucha, aunque nunca fui una militante en el sentido literal de la palabra, nunca fui una militante orgánica. Pero siempre apoyé, fui con la foto de mi abuelo a la Plaza. Yo creí que esto ahora, ya escrito, no me hacía llorar más. Y hoy empecé a llorar de nuevo, sobre todo cuando pienso en el momento en que tiran a mi abuelo. Me da un dolor físico. Necesitamos reflexionar sobre los 70. Tenemos que reflexionar, no nos podemos permitir otro momento de violencia, otros años de violencia, no puede volver a suceder eso. A veces pienso que en la historia de la Humanidad las cosas se repiten y me da tanto dolor. Y creo que es muy reflexionar desde las subjetividades que construyeron esta historia.

Casita... es “una crónica de no ficción” con nombres, apellidos, sobrenombres reales, dice Cerutti, que para escribirla apeló a sus propios recuerdos pero también a los de su madre, su hermana –fotógrafa, que registró también lo sucedido con la Casa Grande pero en imágenes–, sus primos, los vecinos que se allanaron a hablar y recordar. Encontrar otras palabras resultó algo más difícil de lo que esperaba. Sin embargo, los personajes, que fueron y son personas reales, se imponen: son hermanos, hijos, esposas, esposos, amigas cercanísimas, enemigos íntimos, en una familia habituada a que la vida transcurriera en el mundo delimitado por la finca y las relaciones sociales conocidas. “El mucho, el ‘todo juntos’. Esa cosa donde ninguno es uno y todos son todos, todos son la casa”, enumera, desde este otro mundo, el de 2016.

En aquel otro mundo, cuando el teléfono internacional era un lujo y las postales no alcanzaban a demostrar cabalmente cuán magnánima había sido la suerte, muchos expatriados devenidos bodegueros tenían a Hollywood como modelo narrativo: “actuaron sus propias películas”, cuenta Cerutti en el libro. Manuel, el pionero, fue uno de quienes se registraron en sus propios viñedos, entre trabajadores de la tierra, en sus bodegas, mostraban a la cámara sus autos, sus casas inspiradas en las del patriciado romano. En el verano de 1970, el abuelo Victorio, antiperonista casado con una socialista que amaba la buena vida, redescubrió la lata con la película en algún lugar de la bodega; hizo cerrar el cine de Chacras de Coria para proyectarla a la familia. Escribió Cerutti: “Apenas apagaron las luces, los bisnietos pudimos ver al nono en vivo y en directo. De traje, sombrero y bastón, baja, en 1934, de un Ford último modelo que un chófer estaciona en el patio de la Casa Grande. El mismísimo patio que serviría de apoyo para las telas rojas y negras con las que militantes y estudiantes universitarios harían bandera para acompañar en Ezeiza la vuelta de Perón a la Argentina en junio de 1973. Dejarían en el piso restos pegoteados de la pintura con la que rellenaron las letras de Fuerzas Armadas Revolucionarias”.

–En el libro, da cuenta de que hizo entrevistas antes de escribir.

–Sí, entrevisté a quienes aceptaron hablar. Como se ve, hay un desastre posterior al secuestro de mi abuelo, prácticamente entre primos no nos hablamos. Con esto pude acercarme a dos o tres, pero esta familia está muy atravesada por los conflictos económicos, que es un poco un problema de la burguesía en general, esa boludez burguesa de que tiene más valor la plata que los amores. Pero sí, entrevisté a muchos, leí las sucesiones, hablé con la gente de Chacras de Coria. Fue difícil. Hubo 2 o 3 personas que me contaron algunas cosas, pero pensé que iba a haber mas relato en el pueblo sobre esto. O quizá lo hay y no me lo dicen, y quizá cuando lo vaya a presentar allá me lo dicen. Pero quise hacer esta historia con estos grises, con estos blancos y negros. Me interesaba contar la intimidad. El subtítulo del libro es “el secuestro, la desaparición y el saqueo millonario que el almirante Massera cometió contra la familia Cerutti”, pero creo que en el libro hay algo que trasciende eso. Creo que lo que pasó con mi familia es también el cuento de esta América. Por eso empieza con la llegada a América y termina con la frase de “Facciamo l’America!”. La construcción de América no fue solamente la historia de inmigrantes exitosos, sino también una historia de violencia. No eran ni malos ni buenos, había cosas violentas, porque había algo del far west. Esta Casita robada es la historia de una tragedia, pero también de la construcción de América en el bien y en el mal. Una vez un amigo mendocino que leyó el borrador me dijo que los personajes son como dioses griegos, buenos y malos al mismo tiempo. Me interesa decir “esta es la humanidad”, al menos la que yo viví. Y heredé este mundo, aun en el desheredamiento más triste. Viste que los chinos decían que a la gente había que no solo exiliarla sino hacer que no tuviera un lugar a donde volver; Rosas, lo mismo. Massera hizo eso. Por eso siempre hablo del terremoto, del viento zonda: es esa cosa de arrasamiento, porque no tener donde volver es eso. Y aun así, nosotros, todos los nietos de Victorio, volvemos. Volvemos a la casa, nos paramos y seguimos yendo. No está él, no hay una tumba, pero la casa también es una tumba.

–Casi, como los textos de Bruzzone, Pérez, López R, reflexionan sobre los 70, la militancia armada y la vida después desde un lugar diferente, no a partir de las memorias militantes. ¿A qué atribuye que en los últimos años hayan ido apareciendo ese tipo de textos?

–En mi caso en particular, siento que porque pude encontrar el hilo. Durante mucho tiempo lo había pensado como algo de ficción, hacía talleres literarios para ver si salía, y nada. De repente, leí Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, y creo que me abrió un canal, me ayudó a escribir de esta manera; me dije “por qué no puedo contar algo que no sea una ficción, que sea realidad”. Eso pasó. No creo que exista la verdad, creo que esto es lo que yo pude construir con mis dolores, mis amores, recuerdos, miradas. Ahora, ¿por qué estos textos son en cierto modo contemporáneos? ¿Tal vez porque habrá madurado algo de la reflexión?

–A la vez, Casita... es un texto profundamente político.

–Hay una posición política. Yo no quiero ser ni neutral ni equilibrada, ni formal, ni amorosa ni reconciliatoria. El libro es mi manera de decir esto. Pero es una posición política. A mí, además, personalmente me interesa la política. Nunca milité, quizá no tengo una posición militante, pero me interesa la política como compromiso. La literatura es una posición política también. Uno conoce al autor leyendo sus libros.

–Pero también es político en un sentido social, más allá de lo individual.

–Es que creo que hemos tenido tiempo de reflexionar sobre esto, a la luz de haber escuchado historias, narrativas militantes.

–En algún punto, la existencia de este texto también dice que esas narrativas fueron las necesarias para hacer justicia, pero son las únicas narrativas posibles.

–También la literatura puede ayudar a hacer justicia.

–¿Por qué?

–Porque es otra manera de dejar asentado algo que pasó. Es el testimonio. Escribir, etimológicamente, es más que un grafo, es rayar la piedra, es hacer un surco en la piedra. Y hay algo de ese surco que me parece que hay que legar. Antes se escribía en las piedras. No quiero que se olviden de esto, porque no es solo algo de la familia Ceruti. Me sumo a lo que dice Pilar Calveiro: tenemos que reflexionar sobre los 70 en un sentido humano, político, literario, artístico. Tenemos que construir algo con este dolor. Al principio del libro puse una cita de un libro de María Negroni, que en un momento dice: “Tu libro, por ejemplo, donde yo entro como a un pequeño infinito, está subiendo siempre a lo que baja, como esas piedras que el río lee en sentido inverso, a ver si consigue amar el corazón del daño”.

Es como apropiarse también del dolor, de todo esto y hacerlo construir, que sea creativo. Que el corazón del daño también sea una oportunidad de creación. No hay duda: no fue guerra, eso lo sabemos. Pero es necesario que no sea solo decir “somos víctimas”. Creo que es necesario pensar qué hacemos con esto. Uno puede hacer un cuadro, mi tía Malou pintaba esto (N. de R.: de hecho, en 2001 expuso algunas de esas pinturas en el Centro Cultural Recoleta). Yo lo escribí, lo vengo escribiendo hace años, escribí cositas, hice mi primer artículo periodístico sobre esto hace años. Y fui como amasando esta historia para que saliera así, como está ahora. Y me parece que tiene que ver con el amor, y a su vez con la necesidad y la urgencia de reflexionar sobre la violencia.

–¿Por qué urge?

–Porque no nos podemos permitir otra época de violencia. A veces la violencia se repite, la gente parece que no tuviera memoria. Andrew Graham Yool dijo que la memoria es la mejor manera de evitar los sufrimientos. Creo que también se evitan cuando uno construye y hace algo con ese vacío que quedó. Que te obligue a trabajar: escribir, pintar, plantar una planta. Los orientales dicen que la conciencia se toma en la acción. Es la acción del trabajo, de la obra, del pintor, del actor. Ahí nos transformamos. Yo me imagino este libro así: ¿viste los tejedores cuando van bajando el tejido en el telar poco a poco y de repente ven que es gigante? Cuando vi mi libro terminado, me dije que no entendía que era esto. Es como que se me acomodaron muchas piezas en la escritura.

–El final del libro cierra la historia pero abre otras cosas. Tal vez reflexión, debate.

–Me gustaría que sirva para talleres de escritura, para reflexionar, para pintar. Para lo que quieran. Para hacer barquitos. Es letra que es materia, que son dedos que trabajaron, que es una persona que soy yo porque lo bajé pero está mi abuelo. Y están los tonos que pusieron los inmigrantes en la construcción de América también, lo que significó. América es el gringo con el cuchillo bajo el poncho, los membrillos que perfumaban la casa, mi abuela que le rompía un cuadro en la cabeza a su sobrina. Esta es la humanidad, no los ideales que debían ser.

–Es la propuesta de pensarlos desde otro lado.

–Cuando empecé a reflexionar sobre esto, decía quiénes éramos, cómo se hizo esto. Yo lo que vengo a contar y no porque quiera denunciar nada, se nota, pero quiero contar quiénes eran estas personas. A todos nos faltan cinco para el peso. Estas eran las personas en sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Eran hijos de América, eran millonarios. Hoy hablaba con un tío que decía “podíamos haber formado un imperio”. Pero éramos millonarios de pueblo. Esta gente hizo lo que pudo con lo que pudo, con lo que había. Era la torta que podían hacer, el plato que podía servirse. Hemos sufrido muchísimo con esto porque nos quedamos sin nada, no en términos económicos, sino sin la tierra que nos sostenía. Rosas decía “no hay que dejarlos volver”. Nosotros no tuvimos adónde volver. Yo voy ahí y camino por Chacras descalza para bajar, y a su vez digo “ahora tiene que pasar esta tristeza”. Para mí esto es muy sanador. Y me hace bien ir a la Casa Grande. Me saco los zapatos y siento que camino con todos. Mis primos hacen lo mismo: van, miran la casa. Fue muy fuerte para nosotros la historia. No hay ideales. Si no reflexionamos sobre la violencia, sobre por qué, para qué... Pienso en mi tío diciendo “dejen de hablar de revolución, miren dónde terminamos”. Esos grises construyen la sociedad, no la idea de la percepción. Somos oscuros, no somos transparentes. Estamos velados, somos difíciles, narcisistas, y con eso salimos a la calle. Hacemos algo con lo que podemos. Y si tenemos suerte, hacemos algo creativo.

–A veces se confunde solemnidad con respeto.

–Como soy muy laica, no creo en la solemnidad. No soy hija de ningún héroe. Y mi abuelo no era un héroe, era un ser humano de carne y hueso, mi abuela lo mismo. ¿Es respeto o irrespeto? No es eso, es otra cosa. No hay solemnidad posible. Una vez le preguntaron a Marguerite Duras si no le daba vergüenza hablar así de su hermano. Dijo: no, si era mi hermano, no era perfecto, yo no soy perfecta, quién es perfecto. Mi papá se tomaba hasta el agua de los floreros, pero también me enseñó cosas. Nadie nace en cuna de oro aunque sea el hijo de Rockefeller. Para todos nuestra cuna es de carne y hueso, de gente que no da lo que pueden. Cero solemnidad. En esto me parecen interesantes los otros libros, como el de Bruzzone, que dice “no sé si quiero militar en Hijos, no sé si quiero”.

–Y eso es ruidoso.

–Claro, para los que creerían que debería ser de esa manera. Y él quiere escribir en su casa, limpiar piletas, hacer su vida. Que sus padres hayan decidido su militancia fue algo de ellos. Uno no es los padres, uno es hijo de esos padres.

–Llevó mucho tiempo social pensarlo así.

–Un tiempo social que tiene que ver con tiempos de libertad, con apertura. Pasaron muchas cosas, sociales y personales, y en el caso de la literatura, gente que empezara a hablar. Uno tiene que autorizarse a jugarse por lo que quiere. Sino ¿qué estás esperando? ¿Que lo diga quién? ¿El jefe? ¿El jefe de quién? Es importante autorizarse, estar en lo propio, si no para qué la vida, para hacer la vida de quién.

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Imagen: Carolina Camps
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