DIALOGOS › ANA WORTMAN, INVESTIGADORA DE LAS CLASES MEDIAS ARGENTINAS

“La relación con las clases populares está marcada por el miedo”

Para Wortman, el imaginario de las clases medias que había regido entre los años ’20 y los ’70 entró en crisis definitivamente en el 2001. La expectativa de movilidad social se trocó por una menos ambiciosa, de no perder inserción en la globalidad.

 Por Pedro Lipcovich

–¿Por qué las clases medias? ¿Qué clave ofrecen?

–En las clases medias, mejor que en ningún otro lugar social, se visualiza cómo cayó la Argentina en un vértigo de desigualdad creciente. Este proceso se dio en distintos países de América latina, en el marco de las políticas neoliberales; pero el impacto de estas políticas fue mayor en la Argentina, el empobrecimiento llegó a ser más radical que en otros países, justamente por la caída fuerte del salario y del bienestar social de su extensa clase media.

–Usted, en su libro, se detiene en el imaginario social propio de las clases medias.

–Una característica de la Argentina fue, durante mucho tiempo, la extensividad de la clase media: incluso personas que no eran de este sector, en las encuestas contestaban: “Soy de clase media”. Personas de la clase obrera se identificaban con el estilo de vida de la clase media: la casa, el auto, las vacaciones pagas; y, sobre todo, había un imaginario muy fuerte: todos podían llegar a pertenecer a la clase media. En cambio en Brasil, por ejemplo, las clases populares no imaginan ni imaginaron nunca que pudieran llegar a ser parte de la clase media: el que nace en una clase popular supone que sus hijos y sus nietos no van a ascender.

–Ese imaginario argentino se sitúa así en tiempo pasado...

–Aquel imaginario entró en crisis, definitivamente, en 2001. Había regido desde la década de 1920 hasta mediados del ’70, cuando se desató un proceso de creciente desigualdad social que empezó en 1975 con el Rodrigazo, que impuso una caída muy fuerte del salario. Y se consolidó con el golpe militar del ’76 que, como mostró la socióloga Susana Torrado, tuvo un efecto de disciplinamiento social; ese golpe procuró romper los lazos entre sectores radicalizados de clase media y de clase obrera. Entonces empezó el proceso de desigualdad, que se detuvo brevemente durante el alfonsinismo, se consagró en los ’90 y fue bruscamente visualizado por las clases medias a fines de 2001. Desde entonces, se hizo clara la conciencia de esa fragmentación. Porque es cierto que habíamos vivido en la burbuja menemista: como había facilidades para el consumo, podía no advertirse o no expresarse el empobrecimiento que, desde 2001, se hizo carne en la sociedad.

–Esa crisis fue “definitiva”, dice usted.

–Aquel imaginario desapareció y no creo que retorne. Mucha gente, que se sacrifica día a día para sostener un estándar social, no imagina que sus hijos vayan a superar ese estándar, como sí lo imaginaban generaciones anteriores. En Construcción imaginaria... consigno una encuesta efectuada después de 2001, donde se le pregunta a la gente cómo imagina que era la sociedad 30 años atrás: más del 60 por ciento de los entrevistados la imagina menos desigual que en el presente y con un predominio cuantitativo de la clase media. En la misma encuesta, la mayoría de las personas con hijos imaginaban que éstos iban a estar en un lugar social inferior al de ellos. Esto muestra en forma impresionante la caída del mito de la movilidad social.

–El repunte económico de los últimos años, ¿no modificó esta situación?

–Es cierto que, desde 2004, hay crecimiento económico; incluso se han elevado los salarios en distintos gremios. Pero de todos modos no se alcanza el poder adquisitivo que las clases medias tuvieron en las décadas de los ’60 y los ’70. El consumo es de corto plazo. Los bancos ofrecen créditos pero la clase media no se endeuda ya para comprarse un departamento. La inversión inmobiliaria apunta a las clases alta y media alta. Hay un crecimiento inmobiliario, sí, pero es muy sofisticado, en Palermo, Caballito, Belgrano. Hasta los ’70, en cambio, la clase media en muchos casos podía pagar la cuota de un departamento y había una oferta empresarial que le estaba destinada.

–Y la casa propia ha sido un valor tradicional de la clase media.

–Sin duda. Cuestionada ésa y otras posibilidades, la clase media busca resguardar su identidad en la preservación de valores que antes estaban garantizados: la educación, la salud. Hoy es frecuente que un tipo de clase media alquile el departamento donde vive y pague una educación privada para sus hijos. Es novedoso esto. Y es que la educación sigue siendo nota distintiva de la clase media-media. Tal vez en los niveles de ingresos no se distinga mucho de la clase media baja, pero sí en el valor que le da a la educación: entonces, el tipo se romperá el alma porque considera que la escuela privada les garantizará a sus hijos no ya el ascenso social en el sentido que tenía hace unas décadas, pero sí el acceso a “la globalización”, porque esa escuela tiene inglés, computación y esas cosas, entonces parece garantizar no ascenso pero sí inclusión.

–Si el ascenso no es ya posible, el fantasma es el descenso social.

–Lo que rige la sociedad contemporánea es la incertidumbre. Y la relación de la clase media con las clases populares es complicada y está marcada por el miedo: una clase no está muy lejos de la otra; la diferencia puede ser un departamentito, un trabajo, pero la inestabilidad del capitalismo actual puede hacer que uno se quede sin trabajo de un día para el otro. Entonces, las clases populares son una amenaza, son la muestra de lo que uno puede llegar a ser, por ejemplo si se queda sin trabajo. Y las clases medias, ya que no pueden diferenciarse totalmente de las clases populares en lo económico social, tienden a cerrarse en los valores de la educación y de la cultura. En los ’60, la cuestión cultural se vinculaba con el proyecto político de lograr una sociedad más igualitaria; esa intención articulaba el boom cultural, la novela latinoamericana, el cine. Hoy, se preserva la expectativa de acumular un cierto capital cultural, pero hay una corporativización de lo cultural que lleva a posiciones elitistas y se plasma en lo que merece ser llamado gorilismo: una actitud despectiva en relación con las clases populares.

–¿Cómo puede ejemplificarse esa actitud despectiva?

–Bueno, por ejemplo, después de las últimas elecciones, Elisa Carrió, fastidiada porque en la provincia de Buenos Aires no le fue muy bien, sugirió que las clases medias y altas tendrían que enseñarles a las clases populares a votar. Por lo demás, el voto urbano a Carrió, que no oculta su referencia religiosa, podría dar cuenta de la caída de la tradición laica de las clases medias. Pero también Daniel Filmus planteó que, con la victoria de Macri, la gente culta de Buenos Aires había perdido la elección: si el discurso progresista se sostiene en ese orden de ideas, va a parar a posiciones reaccionarias. Son reflexiones propias de la élite porteña de 1910. Digamos que si la clase media se sostiene sólo por la dimensión cultural, pierde de vista perspectivas más complejas de la sociedad.

–¿Ese gorilismo de la clase media se habría incrementado en los últimos años?

–Me parece que en todos estos años se consagró, como una actitud defensiva de la clase media, el regreso a representaciones que deben designarse como gorilas, muy gorilas, respecto de las clases populares; representaciones que habían desaparecido en otros tiempos. Y esto se puso en escena en las últimas elecciones generales: las clases medias se autoacuartelan, quieren defenderse ante la amenaza del descenso social, con las clases populares como fantasma.

–Esto es nuevo en la Argentina...

–Es cierto que puede vincularse con una tendencia internacional: hoy tiende a perderse el estilo cosmopolita que caracterizó a las ciudades en las primeras décadas del siglo XX; la gente no se mezcla, se agrupa en espacios sociales comunitarios específicos. Entonces, en Buenos Aires, algunos van, digamos, a Palermo, a adquirir identidad consumiendo lo que allí se ofrece; buscan un lugar “de iguales”. O se van a vivir a un country, donde no va a haber sorpresas como las había en la vida urbana; se trata de buscar gente igual, con el mismo estilo de vida, que ya se sepa cómo son. En un marco de creciente desigualdad social, hay sectores que procuran una especie de vuelta a lo comunitario, en un estilo, diríamos, premoderno: en la sociedad tradicional las relaciones eran cara a cara, todos se conocían, mientras que el emblema de la sociedad moderna pasó a ser la ciudad. Pero la ciudad, atravesada por la desigualdad, se ha vuelto amenazante, inhóspita, caótica, contaminada. Y la gente se aísla.

–Dentro de la misma clase media, ¿incide la fragmentación social?

–Ya poco después de la crisis de 2001, al investigar en grupos focales, se registraba cómo sectores de clase media que no se sentían identificados con “esos del Barrio Norte que salieron a cacerolear”, con los que tenían dinero en el banco y protestaban por el corralito; ahí podía discernirse una fragmentación. Pero la fragmentación era previa, y venía agudizándose desde la segunda mitad de la década de los ’90, con el desempleo y la pérdida de poder adquisitivo del salario. Con el menemismo, hubo un sector minoritario de la clase media que asciende socialmente. Están entre los que Maristella Svampa llama “los ganadores”: vinculados con el proceso de globalización económica, se incorporan en actividades ligadas con las corporaciones trasnacionales, las industrias culturales, las comunicaciones. Entre tanto, se empobrecieron los sectores de clase media dependientes del empleo público o de las pymes, incluyendo profesionales, desde médicos hasta maestros.

–Unos subieron, otros bajaron.

–En ese contexto de fragmentación de la clase media, en los ’90 aparece un fenómeno novedoso, que destacó la investigadora Susana Torrado: el desempleo profesional. Históricamente, el desempleo en la Argentina se había restringido a personas con baja calificación; en los ’90 aparece el desempleo en las clases medias y afecta a gente con alto nivel de calificación. Hay profesionales que pasan a ser nuevos pobres; ellos eran de la clase media, y siguen siéndolo por su capital cultural y quizá porque poseen una propiedad, pero no en términos de sus ingresos. Por otro lado hay un sector de la clase media que sí ascendió, que muchas veces se desplazó a los barrios cerrados; hay unos cuantos countries que son de medio pelo. Y, por supuesto, ellos mandan a sus hijos a colegios privados. Antes, la movilidad social ascendente estaba garantizada por el Estado: una buena escuela pública, salud pública, seguridad social. Todo eso tendió a privatizarse, ahora hay que pagarlo; entonces, aun en los casos de movilidad social ascendente, lo que sucede no refleja un ideal del conjunto de la sociedad.

–En Construcción imaginaria..., usted observa que la clase media apela a un discurso moral para el que los pobres “de ahora” se identifican con la delincuencia, a diferencia de los de antes que serían “menos malos”.

–Es que los pobres de antes eran los padres, los antecesores del sujeto de clase media; eran aquellos pobres de origen europeo, sostenidos en la cultura del trabajo, “pobres pero limpitos”. Por otra parte, recordemos que, hace unas décadas, a las clases populares no se las designaba como “pobres”, sino como “clase trabajadora”. Y hay que reconocerle al peronismo haber consolidado la dignidad de esa clase. Y la pobreza se manifiesta por la pérdida de esa dignidad: perder el acceso a la vivienda, a la salud, a la educación, al trabajo, vivir al límite, sólo para comer, reproducirse, sobrevivir. En estos sectores se ha llegado a una resignación muy profunda, con la vivencia de que el discurso moral, que postula postergar las gratificaciones en aras de un futuro mejor, no tiene ya ningún sentido.

–¿El reemplazo de “clase trabajadora” por “pobres” sería correlativo al incremento en la desocupación?

–Ya durante el alfonsinismo, desde el Estado se efectuó una investigación denominada “La pobreza en la Argentina”. Fue la época en que se distribuían las “cajas PAN”, con alimentos esenciales: se reconoció la existencia del hambre en la Argentina. Hasta entonces, si había hambre en Santiago del Estero o en Jujuy, mucho no se hablaba. Pero fue en la crisis de 2001 cuando el hambre llegó a la ciudad de Buenos Aires. Y la mediatización social, la presencia más fuerte de los medios, contribuyó a visibilizar problemas sociales.

–¿Qué alcances tiene la caída del mito de la movilidad social?

–Es nada menos que la crisis, no de cualquier imaginario, sino del que fundó la sociedad argentina en el siglo XX. Siempre, los lazos sociales se constituyen a partir de algún mito: en la Argentina, el mito incluía la creencia en que, si uno trabajaba, si uno estudiaba, si uno se sacrificaba, podía ascender socialmente. Hoy parecería construirse otro mito, el de una sociedad desigual. La sociedad ya no es igualitaria. Nuestros hijos no estarán mejor que nosotros. En el mejor de los casos no caerán en el lugar del excluido, quizá gracias a la educación. Pero el estudio, que en este país, a diferencia de otros de América latina, fue un valor muy fuerte y accesible, ha dejado de garantizar el ascenso social.

–El quiebre no ha sido sólo económico...

–Es que el sentido de la acción siempre es cultural: cada uno decide hacer determinadas cosas a partir de determinados valores. El valor de la escuela como garante del ascenso social entró en crisis. Y las escuelas públicas ya no son todas iguales: hay escuelas públicas para clase media alta, para clase media, para clase baja. En la educación pública misma se reproduce la fragmentación social. Hay cooperadoras de escuelas públicas dirigidas por padres de clase media venida a menos, los mismos que en los ’90 hubieran pagado una escuela privada y que, ahora, desde las cooperadoras intervienen para determinar quiénes entran y quiénes no, según la profesión y el nivel socioeconómico de los padres. Esto hubiera sido impensable hace unas décadas, cuando se admitía que la escuela pública era un lugar de cruce de clases. Pero hoy esos padres tratan de preservar una identidad de clase amenazada por la pauperización, y temen que sus hijos se crucen con alguien diferente.

–En su libro, usted advierte sobre el papel de los medios de comunicación al sostener esas tendencias segregatorias.

–Paralelamente a la crisis, se dio un proceso de concentración mediática muy fuerte, y el tipo de discurso difundido en los medios vino a legitimar la conformación de un orden social desigual. En 2001, cuando fue el estallido, muchos medios, sobre todo la televisión, exaltaban la protesta de las clases medias, con sus cacerolas, los comunicadores se identificaban con esa protesta y la diferenciaban de una cierta amenaza social, atribuida a los saqueos en el Gran Buenos Aires: establecían un corte muy neto, de connotaciones morales, entre la clase media, tan trabajadora, que protesta pacíficamente, y los que se expresan violentamente. A veces se asociaban los saqueos con la violencia armada de la década del ’70, “Volvió la violencia”, como si fuese lo mismo. Era un discurso muy moralista, como para confirmar la teoría de que los medios cumplen una función de disciplinamiento social. Cierto que en 2001 el fantasma del sujeto de clase media era llegar a convertirse él también en un excluido. Y lo que se planteaba tácitamente era que los pobres, los hambrientos, el tendal de excluidos que había dejado el modelo económico de los ’90, eran una amenaza.

–¿Esto continúa, a su juicio?

–Ese discurso no se detuvo, y se exacerbó en relación con la “inseguridad”. La inseguridad está puesta en los excluidos sociales. En los programas periodísticos, todo el tiempo, se plantea que la pobreza trae inseguridad; como si hubiera una relación inmediata entre las dos cosas. Muestran cómo vive la gente, muestran imágenes de chicos desnutridos en Tucumán, pero lo que subyace es la amenaza de que nos saqueen, de que nos destruyan las casas a nosotros. Y cuando se le pregunta a la gente qué recuerda más de 2001, sucede que recuerda la violencia de los pobres pero no la violencia policial. También en los medios se hace presente lo que vale llamar gorilismo: la actitud despectiva en relación con las clases populares. Y esto se expresa también en la teoría supuestamente progresista de que la pobreza genera delincuencia. No es que ambas cosas estén desvinculadas, es posible que si las condiciones socioeconómicas fuesen mejores habría menos delitos contra la propiedad, pero, por ejemplo, si, en villas de la Capital o barrios del conurbano, hay pibes que viven de la venta de droga, es porque existe el narcotráfico, y el capitalismo se apoya en el narcotráfico, a través de prácticas como el lavado de dinero: no es una cosa de afuera, externa a la dinámica financiera.

–Ciertas ideas, más allá de que se presenten como de derecha o como “progres”, remitirían a un imaginario de clase media.

–Sí, en la medida en que desconozcan que los problemas sociales tienen que ver con complejas relaciones de dominación. Y estas relaciones remiten a su vez a un ámbito regional: el narcotráfico, la circulación del capital en el marco de la globalización, son problemas de América latina, y por eso los presidentes tienden a vincularse cada vez más.

–Correlativamente, ¿hay articulación entre imaginarios sociales en los distintos países latinoamericanos?

–Las clases altas tienden a ser cada vez más parecidas en términos de consumo, de acumulación de capital y de estilos de vida: cada vez son menos nacionales, la acumulación de dinero tiene que ver con negocios a nivel internacional; comparten el consumo ostentoso, la cuatro por cuatro, y comparten la práctica frecuente de hacer negocios no del todo santos. En la Argentina lo distintivo, aún hoy, sigue siendo la importancia de las clases medias, y por eso vale la pena estudiarlas.

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