ECONOMíA

Los límites del Gobierno en el tema de las tarifas

El Gobierno prepara un aumento “de emergencia” y por decreto para las tarifas de servicios públicos. Arriesga a enfrentar otra impugnación judicial, pero sólo en electricidad y gas ofrecería un flanco débil.

 Por Cledis Candelaresi

Roberto Lavagna tiene algunas batallas ganadas de antemano para disponer un aumento “de emergencia” en las tarifas de servicios públicos, delegando en el próximo gobierno una revisión exhaustiva de las privatizaciones. Salvo en el caso de la electricidad y el gas, cuyos marcos regulatorios y entes de control surgen de leyes, no será fácil derrumbar un decreto de necesidad y urgencia que disponga nuevos cuadros tarifarios en el resto de las prestaciones. Tampoco resultará sencillo, tal como anhelan las organizaciones de consumidores, forzar la renegociación inmediata e integral de los contratos y menos castigando a las privatizadas que hubieran explotado un negocio inéditamente lucrativo.
El ministro de Economía ayer reiteró su voluntad de autorizar un aumento tarifario del 10 por ciento promedio para los servicios públicos, exceptuando del ajuste a una porción de los usuarios con menores consumos, aunque advirtió que el Gobierno estudia “las implicancias jurídicas” de hacerlo a través de un DNU. Esta norma es técnica y políticamente mucho más contundente que un decreto común y tiene como fundamento natural alguna excepcionalidad: en este caso, la propia decisión oficial de devaluar y pesificar compulsivamente tarifas ligadas, en muchos casos, a la evolución del dólar.
A diferencia del resto, las privatizaciones de luz y de gas tienen marcos regulatorios creados por leyes, que prevén en detalle los mecanismos apropiados para modificar las tarifas –incluyendo la convocatoria a audiencia públicas– y órganos de control organizados bajo el imperio de estas normas. Aun con el sustento de una situación económica excepcional como la emergencia económica y con el respaldo del gabinete en pleno, un decreto de necesidad y urgencia resulta en este caso más vulnerable y por ello las propias prestadoras lo resisten. ¿Para qué ir por la fuerza y arriesgarse a un bloqueo judicial cuando la propia ley habilita a las empresas del sector a rediscutir sus tarifas, invocando esta situación especial?
Pero este paraguas específico no existe en otras tantas prestaciones públicas como el servicio del agua, los teléfonos, las rutas por peajes, o los ferrocarriles. Todas privatizaciones que surgieron por decretos y cuyas condiciones fueron modficándose por normas de esta jerarquía, según las necesidades y humor político del momento. En estos casos sólo existen preceptos constitucionales o disposiciones generales que dan cabida a los usuarios en decisiones tarifarias, lo que estrecha el margen para abortar un DNU.
Igualmente magro parece el margen para condicionar cualquier suba a una revisión en detalle de los contratos, que juzgue cuánto ganó cada empresa, si reinvirtió utilidades o cuál fue su estrategia de endeudamiento, tal como postulan las organizaciones de consumidores. Todos saben que la renegociación es inevitable y las principales interesadas son las propias prestadoras. Pero poco les interesa el compromiso asumido por una administración saliente, sin poder político para imponer un sucesor en su propio partido.
A través de un comunicado difundido ayer, el FMI no sólo reiteró su reclamo de que Argentina respete el derecho de las privatizadas a retocar sus precios sino que consideró entre las cuestiones clave para cerrar un acuerdo “establecer un nuevo marco regulatorio” para los servicios públicos. Lo que el Fondo no precisó es sobre qué bases debería hacerse esa renegociación, otro punto de discordia.
El único criterio plasmado hasta ahora en contratos o leyes, según los casos, es el de que las tarifas deben garantizar una “utilidad razonable”. Lo complicado es pautar esa razonabilidad, definiendo, por ejemplo, si el precio de los servicios públicos debe contemplar o no la deuda contraída por las empresas. Frente a esto, el abanico de posibilidades es enorme. Una cosa es TGS (Transportadora Gas del Sur), que tomó casi tanta deuda en moneda dura como utilidades repartió a sus accionistas y otra ladistribuidora Cuyana, con compromisos financieros magros en relación a las ganancias distribuidas. Uno es el caso de Telecom, que financió inversiones con abultadas deudas bancarias y emitiendo obligaciones negociables, y otro el de Telefónica, que pidió menos préstamos y básicamente a su matriz española. La libertad para definir estas estrategias son parte del escaso riesgo empresario que asumieron las privatizadas y no sería lógico reflejarlo en las tarifas.
Lo que está fuera de duda y discusión es que los contratos serán reformulados bajo la consigna general de adaptarlos a una Argentina con un PBI encogido y precios móviles. En buen romance: caerá el nivel de las prestaciones y se incluirán cláusulas de ajuste que permitan actualizaciones periódicas de las tarifas, pero sin mirar hacia atrás. Al menos por ahora, no hay norma que castigue a quienes hagan negocios suculentos ni que premie a los que hubieren reinvertido hasta el último centavo de esas utilidades.

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Las tarifas, las protestas de la gente y los reclamos del Fondo. Un cóctel explosivo.
 
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