ECONOMíA › MERCADO LIBRE DEL DOLAR, SOBRE EL FILO DE UNA NAVAJA

Arranca el Clausura en la city

En el microcentro empieza mañana el torneo que debe dirimir si el país zafa discretamente de la trampa que armó Cavallo, o si cae en la hiperinflación o queda hundido en la misma depresión.

 Por Julio Nudler

Mañana, cuando despegue la flotación cambiaria, el Gobierno estará jugándose algo más que la cotización del dólar o, dicho de otra forma, cuán devaluado quedará el peso. Lo que también se decidirá en el microcentro, entre bancos blindados, gente arremolinada ante las casas de cambio, policías, arbolitos y movileros, será cuánto del nuevo dólar pasará a la inflación, de ésta a la impresión de billetes, y de la emisión a un tobogán que aterrice –híper mediante– en la dolarización. También cabría el camino alternativo, si hay aguante político para atajar la protesta social, de aplicar los frenos monetarios y seguir el viaje de la superrecesión. Esta opción tendría pocas chances si un dólar desbocado desatase, hacia marzo o abril, reclamos masivos de recomposición salarial frente al encarecimiento de la canasta. Productos como el pan, las pastas, el café, las naftas o los detergentes, entre muchos otros transables, se irían en mayor o menor medida tras el dólar, empobreciendo más aún a los trabajadores. En números, el IPC (costo de vida) subió 2,3 por ciento en enero, y habrá que ver cuánto aumentará este mes. Lo probable es que el equipo económico se alegre si el dólar orbita por debajo de los 2 pesos, aunque sea cerca de ese listón. Lo seguro es que no debería alegrarse tanto, porque una vertiginosa devaluación cercana al 50 por ciento en el breve lapso de un mes difícilmente se limite a eso. Es decir, a lo que los economistas llaman un cambio de precios relativos, abaratando (en dólares) las exportaciones y encareciendo las importaciones, sin herir gravemente la estabilidad general de precios. Una devaluación rápida y violenta quitaría la cuña de la rueda, y la economía empezaría a deslizarse hacia una inflación difícil de controlar. Pero, por suerte para Jorge Remes Lenicov, ésa no es la única dinámica posible. También hay algunas razones para el optimismo, aunque no lo parezca.
A partir de mañana, dos serán las cifras a tomar en cuenta. Una, el valor del dólar en el libre, porque en esta Argentina sin moneda propia es la referencia de todo el sistema de precios. Otra, cuántas reservas vendió el Banco Central para inducir ese cierre. Una cotización alta sin sangría de reservas no emitiría una señal peor que un dólar bajo (buen dato), pero con fuerte sacrificio de reservas (mal dato). Desde Economía y el BCRA abrieron el paraguas, previniendo que habrá un overshooting (sobrerreacción) inicial del dólar, pero luego bajará (ver declaraciones del presidente Duhalde en página 15 ). Insinúan que podría flotar entre 1,60 y 1,70, pero que, si lo quisiera, el Central podría arriarlo hasta un peso cincuenta. Sin embargo, si éste es el propósito, fue un grave error de Remes y Mario Blejer haber fijado el dólar comercial a 1,40 y no vendido reservas para evitar que el libre rondara los dos pesos y más arriba. Ahora hay que bajarlo de ahí.
A esa mala estrategia se le quiere oponer ahora la astuta táctica que recomienda el banquero central brasileño Arminio Fraga: dejar que los especuladores se engolosinen, y luego pegarles el trallazo, derribando la cotización. La idea es contagiar al dólar de tanta incertidumbre como la que hoy tiene el peso. Pero aunque el Central consiga derribar algunos monos, se le vendrán encima otros más a medida que escapen del corralito por la flexibilización, que es el retorno al que diseñó Domingo Cavallo. Así, los 7000 pesos que podrán pasar de cada plazo fijo a cuentas corrientes o de ahorro irán a parar, en alguna proporción, al dólar. Así, la fuga (eso que llaman “cambio de cartera”) que se frenó parcialmente con el corralito, volverá a arreciar, a menos que alguien invente algo. Por eso dice Blejer que deberán ser “imaginativos”.
La dificultad es que los argentinos no demandan pesos. Si se los dan, compran dólares y desatan la puja distributiva. Ante ello, si el Central la convalida, se arriesga una hiperinflación. Si no lo hace y aplica una política monetaria claramente contractiva, provoca una hiperrecesión. En estas condiciones, tener éxito significa, para la política económica, caminar por el filo de la navaja. Las cuentas muestran que, mucho más quede la monetización del déficit fiscal (es decir, la emisión para cubrir gasto público), el combustible para la presión compradora sobre el dólar libre provendrá del aumento del circulante por retiro de depósitos pesificados. Por ahora el único modo que tiene el Central de reabsorberlo es vendiendo dólares, en cuyo caso frenaría el tipo de cambio pero perdería reservas.
En todo caso, la flexibilización del corralito equivale a una política monetaria expansiva, que estimulará la economía si se vuelca en la demanda de bienes. Pero si fuera al dólar, su alza provocará inflación, erosionando el salario y neutralizando, por esa vía, el estímulo monetario. El problema de esta flotación no es solamente que prescinde de un respaldo previo del FMI, sino que el BCRA carece de instrumentos (letras de algún tipo) para regular la liquidez. Tal vez logre desarrollar alguno, pero para imponerlo debería ofrecer tasas muy altas, capaces de competir con la expectativa de devaluación, que le ocasionarían un cuantioso costo cuasifiscal.
Habrá que ver si los años de estabilidad y aun deflación, más la tremenda falta de demanda, cambiaron la mentalidad de los argentinos, retardando el lineal traslado a precios del aumento en el dólar. O si rescatan rápidamente la histórica costumbre de remarcar a bulto.

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Un escenario preparado para jugarse a suerte y verdad.
El drenaje del corralito es peor amenaza que el déficit fiscal.
 
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