EL PAíS › DEMOCRACIA DIRECTA, ASAMBLEAS DE BARRIOS

“El futuro es un cristal turbio”

En Plaza Irlanda hay lectura y debate erudito. En todos los barrios hay autogestiones. En Parque Lezama vuela el fantasma del abate Sieyès. En los cacerolazos está surgiendo algo desconcertante, de clase media y difícil análisis, que desconcierta hasta a los que participan, con su novedad.

 Por Susana Viau

El gran pene anaranjado se aproximaba por Diagonal, bamboleándose sobre la cabeza de los ahorristas pesificados que el mismo viernes, pero de mañana, lo habían sacado a pasear por el microcentro.
–¿Qué es eso? –preguntó, muerta de risa, una mujer a su amiga.
La otra levantó un punto más el tono festivo al contestar:
–Un homenaje a la Casa de Orange.
De pie en la esquina del Cabildo, el grupo siguió conversando mientras observaba la entrada de las columnas a la Plaza de Mayo.
–¿La viste a María? Ella es de tu barrio y está yendo a las asambleas.
–¿María? ¡Ah! Sí. Pero yo voy a la de Boedo y ella a la de Boedo-San Cristóbal.
Los aplausos taparon la charla: llegaban los del Oeste. Con la Asamblea de Vecinos de Caballito a la cabeza. Una feligresía numerosísima que irrumpió con fuerza, como una cuña, en la plaza. Gente mayor, cercana a los 70, se mezclaba con los jóvenes haciendo cordón para proteger de provocaciones a sus vecinos. Atrás, Flores, Floresta y más aplausos a las asambleas del conurbano: Haedo, Ramos Mejía, Castelar. Ni qué decir con la aparición del Bloque Piquetero y la gente del Movimiento de Jubilados. Nina Peloso, la esposa de Raúl Castels, megáfono en mano arengaba “Que se vayan todos/ Que no quede ni uno sólo”. “Ya estoy de vuelta”, le susurró a unos conocidos que se acercaron para abrazarla.
Desde la otra Diagonal, se sumaba la Asamblea de Vecinos del Dock Sud. Las consignas que se corearon eran las que los unifican y han sido legitimadas por la Interbarrial de Parque Centenario. La pluralidad, la diversidad, la singularidad tenía rienda suelta en las pancartas: “Duhalde: comprá bananas si querés licuar” o el tono amenazante y bíblico de “No robarás-No indexarás-No licuarás”. Pasada la medianoche, los manifestantes respiraron aliviados.
La convocatoria, contra toda predicción funesta basada en el fútbol y el desgaste, había vuelto a ser un éxito. Los medios dirían al día siguiente que ese último viernes, viernes de carnaval, la concurrencia no superó las 7000 personas. En realidad, la cifra debía multiplicarse por dos. El grueso de los vecinos se hizo presente después de las 24, luego del discurso presidencial, cuando los cronistas ya habían regresado a escribir a sus redacciones. De todos modos, un cúmulo de preguntas asaltaba a muchos de los asistentes: ¿Puede continuar esta dinámica? ¿Habrá que imprimirle un giro a este movimiento todavía arrollador? ¿Las asambleas ya dieron todo de sí? ¿Son flor de un día o la primavera de una revolución cultural de la política? ¿Cómo sigue este proceso?
El grupo congregado en la esquina del Cabildo continuaba discutiendo. “Mi asamblea está avanzando. Ahora ya se lleva una lista de los que participan de las movilizaciones y hay un abogado a tiro por si aparecen problemas. ¡Quién me hubiera dicho que iba a estar repartiendo volantes otra vez!”
En busca del tiempo perdido
La pancarta de la Asamblea de Vecinos de Parque Lezama llama la atención: “No somos nada. Queremos serlo todo”. El proceso de adopción de la frase como emblema es más curioso aún que el aroma a mayo francés que la impregna. Fue propuesta por un hombre mayor una noche, en el curso de una de las habituales reuniones en el anfiteatro del parque, tal vez el más bonito y melancólico de la ciudad. Los jóvenes, sobre todo los jóvenes del centro cultural de La Boca –otra asamblea del barrio es la de San Telmo, que abarca la zona Centro, en tanto ésta sintetiza los bordes de San Telmo con los reinos de la Bombonera–, la recibieron alborozados. Y hasta las viejas vecinas se embelesaron con la fórmula. Para explicar ese altísimo grado de aceptación habría que parafrasearla: la consigna no decía nada y a la vez podia expresarlo todo. Un muchacho estudioso de la historia y especializado en la Revolución francesa aclararía más tarde en el bar Británico que la consigna novedosa es, en realidad, premarxista. Pertenece, dijo, al abate Sieyès, Emmanuel Sieyès, un cura jacobino y regicida, enemigo de los privilegios de sacerdotes y aristócratas, diputado por París en el Tercer Estado. ¿Y qué era el Tercer Estado? Uno de los tres niveles de representación de los Estados Generales, además, precisamente, del clero y de la nobleza, la polea de transmisión entre las reivindicaciones populares, que pretendía encarnar, y los oídos poco receptivos de los luises. Así, pues, de incógnito, el abate Sieyès desembarcó en Brasil entre Defensa y Balcarce.
No lo hizo solo. Los chicos del centro cultural expusieron su idea: que la pancarta llevara una ilustración, en verdad una secuencia. La primera con un enorme pez devorando un cardumen de pececitos diminutos. Entre ellos, un ínfimo pez rojo; la segunda, el cardumen invadiendo, apoderándose del pez gordo. “¿Y el pececito rojo?”, preguntó socarrón un vecino maduro al jovencito que la llevaba, el viernes por la noche. “Ahora son todos rojos”, respondió el portaestandarte. Como en el resto de las Asambleas, los vecinos de Parque Lezama polemizan y aprueban tareas y políticas. ¿Asamblea Constituyente? “Bueno, pero antes traigan sus materiales y discutamos. Hay mucha gente que no sabe bien qué es una constituyente”. ¿Delegados a la Interbarrial? “Delegados no. Nosotros no delegamos nada”, ¿Los partidos deben concurrir sin banderas identificatorias? “No. ¿Acaso somos fascistas para impedir expresarse a nadie?”. Están los partidos amigos y los partidos enemigos. ¿Los enemigos? “Los que nos han conducido a esto”. ¿Los amigos? “Los que nos acompañan”.
Y están a debate el faltante de medicamentos, el enlace con el hospital del barrio, un padrón de desocupados, una cooperativa de trabajo, los jubilados, los conflictos obreros de la zona, los hambreados, los niños, los desposeídos absolutos, la oposición a los desalojos, incluidos los de las casas tomadas. La última, una auténtica rareza, una conquista de este proceso que ha barrido, además de con todas las famas, con la tradicional fobia vecinal a los llamados “usurpadores”. Quizás no sea una casualidad que en la agenda de la mayoría de las asambleas vecinales no exista el punto de la “seguridad”, entendida como defensa de la delincuencia y la “seguridad” sea ahora la de la prevención de las balas de goma, de las de plomo, de los gases lacrimógenos y de las infiltraciones.
En Caballito, asambleas hay por lo menos tres, muy grandes: la de Acoyte y Rivadavia, la del Cid Campeador y la de Plaza Irlanda, donde pululan cuadros técnicos de la administración. La de Plaza Irlanda tiene un sesgo personal: se ha instituido un día, los miércoles (un foro, lo llaman), de lectura y polémica. Ahí, vigilados por el busto de Charles Parnell, luchador de la independencia de Irlanda, los jubilados que hasta no hace mucho se sentaban a ver pasar el tiempo, la gente y la vida, se asoman a los textos con los vecinos más jóvenes. “Creer o reventar”, murmuraba el viernes un cuarentón politizado.
Frère Jacques dormez-vous?
No todas son rosas. El ejercicio de la democracia directa tiene sus bemoles. El horizontalismo y el entusiasmo participativo redundan, en ocasiones, en largas, desgastantes sesiones. Pero no más que los debates parlamentarios que, hasta no hace mucho, los ciudadanos se limitaban a escuchar, pasivos, por tevé. Hoy han dado al traste con aquello que se les obligaba a aprender de memoria: que no se delibera sino por medio de representantes. El fenómeno que eclosionó el 19 de diciembre encontró distraídas a las vanguardias. Nadie había tomado bien la temperatura al paciente. La batalla del 20, en el centro de la ciudad, paralizó a los partidos de izquierda como tales y a las centrales sindicales más combativas que dos días antes recolectaban firmas para exigir un subsidio de desempleo de 450 pesos. Mientras se gestaba la riada, el activismodurmió. Era casi lógico: pocos podían imaginar por dónde iba a saltar la liebre, en el caso de que saltara.
Tampoco los antiguos militantes, los viejos cuadros políticos, percibieron hasta qué punto había llegado el mar de fondo y hoy, casi sin excepción, cuando se encuentran los viernes no pueden evitar pronunciar la frase que amenaza convertirse en un clásico: “Nunca me imaginé que pudiera volver a vivir algo como esto”. Es que las prácticas tradicionales han educado al ojo para escrutar el conflicto fabril, el padecimiento de las clases y sectores de clase más castigados por la dureza salvaje del capital. Después del 19 y el 20 de diciembre han vuelto a recordar situaciones que cambiaron la vida de los argentinos y tuvieron como detonante, más de una vez, a las clases medias. Y se interrogan. Tratan de adivinar si debajo de las formas nuevas no se esconde alguna similitud con lo conocido y lo leído. ¿Quedará un saldo organizativo de tanta efervescencia? ¿A qué se asemeja este espontáneo mosaico asambleario? ¿Hacia dónde apunta? ¿Quién es el sujeto? ¿Será que asambleas y piquetes son los obreros y campesinos de los soviets? ¿Qué Soviets? ¿Los de 1905 o los de febrero del 17? ¿O no estará emparentado con la experiencia democrática de la Comuna de París? ¿Y cuál? ¿La de 1848 0 la de 1971? Mientras los vecinos recuperan la política, el gusto de expresarse y la fraternal alegría de los mitines autoconvocados, la militancia, sin verdades inapelables, acompaña. “El futuro es un cristal turbio”, dice con realismo y un dejo de angustia un joven vecino de la Asamblea de San Telmo. Tiene razón, pero no es fatal que al otro lado esté el infierno.

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