ECONOMíA › LA POLITICA AGROPECUARIA SE ALEJA DE LAS ENTIDADES DEL CAMPO

Hacer la propia, pero sin aprietes

El Gobierno decidió barajar y dar de nuevo en su estrategia hacia el sector rural. A pesar del rechazo de los dirigentes del sector, habrá una mayor intervención en los mercados. Pero será sin las presiones a los operadores que la caracterizaron el último año.

 Por Raúl Dellatorre

La decisión que adoptó el Gobierno esta semana de intervenir en forma directa en la formación de precios de los alimentos derivados de la soja, el maíz y el trigo fue, probablemente, la primera señal clara de una política agropecuaria distinta de la que, hasta ahora, transitaba a tientas entre cuestionamientos ajenos y contradicciones propias. Si las próximas definiciones van en igual sentido que las conocidas el jueves, habrá que entender que la conducción económica dejó de lado definitivamente la esperanza de contar con el consenso de las entidades para poder avanzar. Pero también archiva la táctica de intervenir principalmente a través de presiones sobre los operadores del mercado.

La fijación de una retención extra sobre las exportaciones de soja, en función del mayor precio internacional, y la explicitación de la intención de aplicar el resultado a subsidiar la producción de alimentos llevan el sello de Felisa Miceli. La ministra es partidaria de intervenir en los mercados que no funcionan competitivamente –la mayoría, en un país como éste– y no le provoca ninguna aversión que por ello la tilden de “intervencionista” o de imponer “medidas distorsivas” o que “dañan la seguridad jurídica”, en lenguaje básico de los defensores del statu quo. Tal postura la distancia, a su vez, de medidas como las puestas en práctica hasta ahora por Guillermo Moreno, secretario de Comercio Interior, como la de imponer un listado de “precios sugeridos” no oficiales en el mercado de hacienda o el del trigo, u oficializar un listado de precios máximos en el de productos frescos, que funcionan en el corto plazo para contener subas del índice pero que en el tiempo van acumulando tensiones del lado de los formadores de precios.

La efectividad relativa de este tipo de medidas se vio reflejada en lo sucedido en las últimas semanas en el mercado de trigo, en el que los exportadores, por sugerencia de Moreno, no abonaban más de 370 pesos por tonelada, cuando por paridad con el precio internacional deberían haber pagado hasta 430. Ello evitó que subieran los precios internos, porque los molinos compraron sin aumento. Pero también provocó una acumulación de ganancias en manos de los exportadores, que siguieron colocando el producto a precio revaluado en el exterior, pero sin trasladarle el aumento al productor. Raúl Rivara, ministro de Asuntos Agrarios bonaerense, los llamó “usureros” y les pidió a los productores que no vendieran a ese precio. De haberle hecho caso, los productores hubieran desabastecido también el mercado interno. Fue, probablemente, la gota final de este tipo de intervención por presión a los operadores.

Podría decirse que el mecanismo de intervención que se anunció esta semana se fue gestando a lo largo de 2006, montado en los sucesivos fracasos en los acuerdos que se buscó alcanzar con el sector agropecuario. En definitiva, la oposición en bloque de las organizaciones del campo –desde la “oligárquica” Sociedad Rural hasta la más campesina Federación Agraria– terminó resultando funcional a la aplicación de una política que difícilmente hubiera surgido de una mesa de consenso.

Al anunciar la medida, Miceli describió el jueves que el valor de las exportaciones agroalimentarias (granos, aceites y subproductos) previstas para este año sería mayor a 16.000 millones de dólares. Este valor es superior en 4000 millones de dólares al obtenido en 2006 prácticamente con los mismos costos de siembra que tendrán este año, según la estimación de la cartera económica. Esa diferencia es pura “renta agraria”, no surge de ningún mérito propio del productor sino por valorización del grano a nivel internacional (ver nota aparte), según la conceptualización de la ministra. Y no hay razón para suponer que es legítimo que se la apropie exclusivamente el productor. De allí que se considere “justo” el aumento de retenciones, como mecanismo de redistribución de ingresos.

Debe haber pocas medidas económicas anteriores a ésta que alejen tanto al Gobierno de la concepción neoliberal prevaleciente desde mediados de los ’70. Pero la forma en que se espera aplicar los subsidios implica algo más: recrear en el aparato del Estado funciones de registración, seguimiento y control de la actividad privada. Tal es lo que se hará a través de la Oncca (Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario), registrando las compras y uso de trigo y maíz por parte de molinos harineros, procesadores avícolas, industria del chacinado (carne de cerdo) y tambos. Serán los que recibirán el subsidio que compense el mayor precio que paguen por los granos, equiparando el costo de dicha materia prima con la que abonaban el año pasado. Así se evitará que haya justificación para un aumento del precio de los alimentos que producen. Además, continuará el seguimiento de los costos de producción y la evolución del precio internacional de los granos para “intervenir” (aplicar más retenciones) cuando se ponga en riesgo la estabilidad de los precios internos.

Un aspecto más de esta suerte de “nueva política económica” es que, tras largos años de expansión del área sojera sin que desde el Estado se hiciera el menor amague por detener el proceso, aparece una señal que intenta ponerle una luz amarilla a su avance. La aplicación de retenciones adicionales a la oleaginosa, diferenciándola del trigo y el maíz, es también una indicación al productor de que se busca un mayor equilibrio en las rentabilidades. Y que se seguirá beneficiando, vía subsidios cruzados, la transformación de un cultivo que se exporta casi en su totalidad, en proteínas animales de consumo interno.

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Guillermo Moreno y Felisa Miceli se distancian todavía más de las asociaciones ruralistas.
Imagen: Télam
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