EL MUNDO › OPINION

Violencia

 Por Ernesto Semán

La Justicia de Nueva York absolvió anteayer a la policía de Nueva York por el asesinato del joven negro Sean Bell, ocurrido el 5 de noviembre de 2006. Esa madrugada, tres policías de civil rodearon el auto de Bell y ante la sospecha de que sacara un arma que no tenía, le dispararon “preventivamente” 50 balazos. Desde 1990, casi la totalidad de las ejecuciones de civiles desarmados a manos de la policía se produjeron contra negros en barrios de clase trabajadora de Nueva York.

Lo mínimo que podía esperarse tras el veredicto del juez Arthur Cooperman era una reacción violenta de la comunidad negra, la irrupción de incendios y ataques a comercios, civiles, blancos y policías que se producen cuando se cierran las puertas de todas las formas de acción supuestamente constructivas, civilizadas. Nada de eso pasará, los vecinos pueden estar tranquilos y seguir disfrutando de la seguridad y la modorra que han tomado a esta ciudad desde hace tiempo: Michael Bloomberg, además de ser el alcalde de Nueva York, controlar a la policía de Nueva York y ejercer una gran influencia sobre la Justicia de Nueva York, es también el hombre más rico de la ciudad de Nueva York, lo que le ha permitido comprar a través de su fundación a la casi totalidad de las ONG de Nueva York basándose en un financiamiento generoso y selectivo, dejando a la sociedad civil sin uno de sus recursos más vitales de acción política. Y aun en el caso de que todo eso no alcanzara, la policía de Nueva York desplegó ayer miles de patrulleros en los barrios alejados de Manhattan, mientras los medios repetían hasta el hartazgo que una decena de helicópteros sobrevolaban preventivamente la ciudad, al punto que después de una hora de escuchar la radio los helicópteros se sintieran como centenares más que decenas, alimentando al mismo tiempo el temor a manifestarse violentamente en la comunidad negra y el terror a los mismos disturbios en el resto de la ciudad.

La expresión “comunidad negra” es un eufemismo que refiere no sólo a una raza sino sobre todo a “los negros” en el sentido más D’Elía del término, un sector excluido que en las últimas décadas abandonó sus barrios ante el boom inmobiliario que desplaza a los sectores de menos ingresos hacia los bordes de la ciudad, que también desaparecieron de los espacios públicos centrales, a fuerza de una mayor vigilancia y control contra conductas que interfieran con el turismo y la poderosa industria del comercio neoyorquino. A la “comunidad negra” hoy la devora el consumismo de recursos que no tiene y la búsqueda de una dieta lo suficientemente cargada de grasas saturadas como para ver si el colesterol del siglo XXI mata tan rápido como el crack de los ’80.

Bell estaba con dos amigos en un bar de strip-tease de Queens celebrando su despedida de soltero cuando tres policías de civil –dos de ellos también negros– dijeron haber escuchado algo acerca de un arma. Pasadas las cuatro de la mañana, Bell salió del bar y cuando subió al auto con sus amigos vio como otro auto de civil le cerraba el camino mientras tres personas de civil le apuntaban diciéndole que eran policías. Es fácil entender así por qué Bell no les creyó e intentó huir dando marcha atrás. Los policías dispararon. Preventivamente una vez, y al no recibir respuesta enemiga, ya que nadie tenía armas, dispararon 49 veces más. El agente Michael Oliver extendió generosamente la acción preventiva y tuvo tiempo de recargar su arma para seguir disparando, 31 de los 50 tiros. Los dos amigos sufrieron heridas varias y Bell murió en el acto, el día de su boda. El juez determinó que, más allá de la negligencia profesional, no había pruebas para establecer una conducta criminal de parte de los ejecutores.

El procedimiento sigue un patrón que combina dosis de racismo y clasismo por parte de las fuerzas policiales. El caso más famoso es el de Amadou Diallo, un inmigrante negro nacido en Liberia, que en una madrugada de 1999 volvía a su casa cuando cuatro agentes de civil lo confundieron con un violador serial. Diallo no creyó que fueran policías y quiso entrar a su casa. Cuando los policías de civil vieron que Diallo ponía una mano en su bolsillo, le dispararon preventivamente 41 tiros. La Justicia absolvió a los cuatro policías. También comprobó que lo que Diallo intentaba sacar de su bolsillo no era un arma sino su billetera. Casos de abuso policial contra negros abundan, y el del inmigrante haitiano Abner Louima es uno de los más trágicos. En 1997, Louima fue arrestado durante una pelea en un bar de Brooklyn. La policía lo golpeó reiteradamente en el patrullero y, ya en la comisaría, dos policías lo esposaron y mientras uno le pateaba los testículos, otro lo violaba. Ya sin razones preventivas aparentes, le introdujeron un palo de escoba en el ano hasta desangrarlo. Camino a la guardia del hospital, los policías explicaron preventivamente las heridas de Louima por producto de sus “conductas homosexuales anormales”.

Como era de esperar, la armonía que rodeó anteayer la absolución de los policías que fusilaron a Bell fue recibida con una algarabía mal contenida por parte de la policía y de las fuerzas conservadoras de la ciudad, que valoraron tanto el trabajo conjunto del gobierno con la comunidad negra como la madurez de los líderes negros que aplacaron los ánimos exaltados. Pero lo que más llama la atención es la brisa celebratoria del progresismo americano ante la pasividad de la sociedad, como si la falta de disturbios fuera una muestra de buena salud de la vida democrática, y la aceptación de la ley fuera el resultado de la reflexión libre de ciudadanos iguales y no estuviera alimentada sobre la base de opresión y hamburguesas.

El desprecio del pensamiento reformista para con las víctimas de la paz social es un fantasma que recorre el mundo, de Nueva York a Buenos Aires, montado sobre una amnesia selectiva que desconoce la poderosa violencia sistemática que se ejerce contra aquellos que, cada tanto, estallan. El aplauso al funcionamiento de las instituciones y el reclamo de más y más (y más) acción conciliadora se produce justo cuando la acción conciliadora exhibe su costado más impotente, y las instituciones muestran lo poco que pueden hacer para equilibrar relaciones de poder dramáticamente desiguales y proveer justicia a aquellos que la necesitan.

No es necesaria una idea muy radicalizada ni salir del confort del living de la casa; basta con retomar el pensamiento democrático para hacer la mínima operación intelectual de ver el vasto mundo que se extiende más allá del ombligo moderado, darse cuenta de cuán pequeño es éste, y reconocer las enormes injusticias que se cometen en su nombre.

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