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 Por Claudio Uriarte

La inminencia de una precipitación parece flotar en el conflicto israelo–palestino. De algún modo, éstos son últimos días, y los protagonistas lo saben. Es que, tanto para los palestinos como para los israelíes, no quedan muchos más casilleros a donde moverse, y la consideración pública por la administración Bush de sanciones punitivas a la Autoridad Palestina de Yasser Arafat por su respaldo y gestión del terrorismo iniciaría el cierre del camino de los acuerdos de Oslo en el mismo lugar en donde comenzó: el ya lejano reconocimiento por Washington de la Organización para la Liberación de Palestina.
Hamas, Jihad Islámica, las Brigadas de Al–Aqsa y otras organizaciones terroristas han escalado el ritmo de sus atentados dentro de Israel; Arafat y la cúpula de la AP están aislados y esperan una improbabilísima gestión europea que les restaure el nivel diplomático perdido, y Ariel Sharon ya está haciendo casi todo lo que puede hacer –incursiones punitivas en los territorios, operaciones de búsqueda y destrucción, asesinatos selectivos– antes de pasar a la reconquista plena de Cisjordania y Gaza. Por cierto, el primer ministro israelí ha ido calibrando de modo muy cuidadoso el aumento de la presión, y las incursiones ya casi periódicas de las Fuerzas de Defensa israelí en los territorios significan que éstos están partidos en forma más o menos permanente –e imprevisible para los palestinos–. Mientras tanto, en la guerra de desgaste que sigue contra la Autoridad Palestina, ha tenido cautela en no asfixiarla del todo y darle todavía margen para que cumpla su promesa de reprimir al terrorismo. Pero esto muy bien puede haber terminado ayer, con el asalto de una multitud de palestinos a una cárcel
palestina y la liberación de siete prisioneros.
Del lado norteamericano también se ajustan las clavijas. Ayer el vicepresidente Dick Cheney involucró por primera vez a Yasser Arafat con nombre y apellido en el contrabando de 50 toneladas de armas iraníes a comienzos de mes a bordo del barco palestino Karine A, y lo puso en el centro de una trama terrorista cuyos otros extremos serían Irán y el Hezbolá libanés. El hecho coincide con maniobras iraníes cada vez más audaces para desestabilizar el oeste de Afganistán, lo que cierra el círculo instalando firmemente la lógica del 11 de septiembre –y lo que vino después– en el lugar de un proceso de paz posiblemente irremontable por años.

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