EL MUNDO › OPINION

Las sangrientas primarias en el Estado número 51

 Por Claudio Uriarte

La discusión sobre la inexistencia de las armas de destrucción masiva que justificaron la guerra a Irak es comparativamente inofensiva para los gobiernos de George W. Bush y Tony Blair, que siempre podrán alegar –y con razón– que la mayor parte de los servicios de inteligencia del mundo –incluidos los de países como Francia y Alemania, que se opusieron frontalmente a la guerra– creía en su existencia. Era, de todos modos, de simple sentido común conjeturarr que Saddam Hussein, que había usado esas armas contra los iraníes, la mayoría chiíta y la minoría kurda del país hasta 1991, para luego jugar consistentemente al gato y el ratón con los inspectores de la ONU encargados de suprimirlas, las había mantenido operativas, sobre todo ante una inequívoca enemistad estadounidense, que precede ampliamente al presidente George W. Bush. Por qué no aparecieron puede ser objeto de diversas hipótesis, la más verosímil de las cuales es que gran parte fueron destruidas por las inspecciones, que otra parte venció su período de vida útil, y que luego Saddam fue engañado por sus científicos –como lo fue Hitler al final de su carrera– respecto de su potencial bélico. Pero las armas fueron sólo el pretexto de la guerra; el verdadero objetivo era rediseñar Medio Oriente a partir de la instauración en Irak de una democracia modelo que derramara su ejemplo sobre los países vecinos, y estabilizara la región a la medida de los intereses de Washington. Ese objetivo es el que está fallando, pero no sólo en función de las diferencias culturales existentes entre Estados Unidos y el mundo árabe, sino en función de las características culturales de Estados Unidos. Un grupo de derechistas revolucionarios en Washington lanzó una guerra de objetivos imperiales en un país sin vocación imperial.
Los atentados de ayer en el norte del país –como los que vinieron ocurriendo en las últimas semanas– ejemplifican la debilidad del esquema. Constituyen un signo de lo que va a venir, a medida que avanza la campaña electoral estadounidense. Los actores de la larvada guerra civil iraquí huelen debilidad en el ocupante, y la usan para promover sus propios fines: los kurdos –principales aliados de los estadounidenses, y contra quienes se libraron los dos ataques de ayer–, para buscar una autonomía próxima a la independencia; los sunnitas del centro del país, para evitar ser arrasados por la mayoría chiíta; los chiítas del sur, para imponer su superioridad numérica por medio de elecciones directas; los irregulares transfronterizos de Al-Qaida –que pueden ser los autores del doble ataque de ayer– para crear caos en el nuevo patio trasero de Estados Unidos. De estos desafíos, el más importante es el chiíta. Estados Unidos se encuentra ante una paradoja: invadió Irak buscando implantar una democracia, pero ahora se encuentra con que esa democracia llevaría al poder a una mayoría probablemente aliada a sus enemigos fundamentalistas iraníes. Pero el talón de Aquiles del esquema no es necesariamente la extranjeridad cultural de la democracia en el mundo árabe, sino el poder de permanencia de Estados Unidos en Irak. Alemania no había sido una democracia floreciente hasta 1945 –si se exceptúa el desastroso período de la República de Weimar–; el Japón imperial tampoco. Lo que está erosionando el esfuerzo norteamericano en Irak no es el poder –en sí insignificante– de los atentados de las muchas resistencias, sino el hecho de que toda la empresa es rehén de unas elecciones estadounidenses que –según han determinado los estrategas políticos de la Casa Blanca– requieren que el poder formal sea entregado a los iraquíes el 30 de junio de este año. Son 13 meses desde la caída de Bagdad. La reconversión democrática de Alemania y Japón demandó al menos cinco años.
En este cuadro, el ayatolá Alí Sistani, líder espiritual y político de los chiítas, y que desde hace al menos seis años vive recluido en su casa, aparece como el equivalente del ayatolá Ruhola Jomeini en su exilio en París, o incluso del general Juan Perón en su exilio en Madrid. Carece de poder militar, pero su popularidad lo convierte en la cola que mueve alperro. Los ocupantes no han aplicado métodos clásicos de represión colonial ante los insurgentes (venían, después de todo, a implantar la democracia). Entonces, la demanda de Sistani de elecciones directas juega en forma también directa en las primarias y en las elecciones generales norteamericanas. Cualquier golpe contra la ocupación le viene bien, aunque no provenga de sus filas. Y los demás componentes del mosaico iraquí también mueven sus fichas. El ataque de ayer es un voto a favor de John Kerry en las elecciones del 2 de noviembre, en la apuesta de que después de Bush toda la ocupación terminará en un desbande.

Compartir: 

Twitter

 
EL MUNDO
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.