EL MUNDO › OPINION

La estatua caída

 Por Claudio Uriarte

Hace hoy exactamente un año, marines norteamericanos derribaban una gigantesca estatua de Saddam Hussein en el centro de Bagdad. Hoy, quizá preferirían no haberlo hecho. La de Saddam Hussein era una dictadura poco agradable, pero servía para mantener unido un mosaico de etnias, religiones y minorías conflictivas. Pero, como en la canción infantil de Humpty Dumpty, lo que se ha destruido no puede ser reconstituido de vuelta. El virreinato de L. Paul Bremer no tuvo mejor idea que disolver el ejército iraquí de la época saddamista, con lo cual el país es ahora un vacío de poder de distintas facciones donde, lo que es más grave en la dirección de Washington, los tradicionales rivales chiítas y sunnitas parecen estar confraternizando contra el ocupante. Ciudades enteras están fuera del dominio de la ocupación; sólo el norte kurdo permanece tranquilo, y puede ser nada más que cuestión de tiempo hasta que empiece a agitar su propia agenda irredentista, que afecta a Irán –ya presente en Irak a través de los chiítas–, a Turquía y a Siria.
Alternativas hay muchas, pero se mueven básicamente entre los dos extremos de profundización de las operaciones y el retiro. Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano y arquitecto de la invasión, dio un vuelco importante anteayer al admitir que la operación podría requerir más fuerzas que las imaginadas, llegando a incluir el envío de tropas frescas que se sobrepondrían a soldados cuya rotación sería demorada. Esto, como todo en la guerra, no es seguro que funcione. Por una parte, como ha señalado el analista militar estadounidense Anthony Cordesman, es posible que no se trate de meter más fuerzas sino de reconfigurar las existentes en otro dispositivo. Pero esto ubicaría a Estados Unidos en la pendiente políticamente inaceptable de la guerra antiterrorista clásica o de masacres no demasiado distintas a las de Saddam Hussein contra los chiítas en las postrimerías de la primera Guerra del Golfo, en 1991. Pero existe una segunda opción: la de un desbande que potencie la lucha por la repartija del poder en Irak entre los diferentes grupos, en la esperanza de que Al Qaida haga implosión –siquiera temporariamente– en el espacio vital que ha logrado crearse alegremente en el centro del país. Sin embargo, estas opciones, que en el papel se muestran limpia y claramente definidas, se mueven a su vez en un tembladeral de variables a ocurrir entre la “fecha límite” de devolución del poder del 30 de junio y las elecciones estadounidenses del 3 de noviembre. Para agosto, el país entero puede estar en llamas.

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