EL MUNDO › TESTIMONIOS DESDE SRI LANKA

Miedo a una nueva ola

Por G. Higueras *
Desde Panadura, Sri Lanka

Tiene tanto miedo que cuando habla del mar se da la vuelta para no verlo. “El mar rugió como una fiera y salimos corriendo sin parar a mirarlo. Gracias a eso estamos vivos”, cuenta Mayesh, que a sus 11 años tiembla con sólo recordar el bramido de aquella mañana en esta playa de Sri Lanka. Mayesh estaba con sus padres y su hermano en su casa, una vivienda de madera con techo de uralita, de la que no queda ni la sombra. Formaba parte de un poblado de otras 600 viviendas casi todas iguales, levantadas al borde de la carretera, sobre la arena de la playa y a escasos metros del agua.
Toda esta barriada de la ciudad de Panadura, a una treintena de kilómetros al sur de Colombo, ha quedado reducida a tablones dispersos por la playa. 15.000 personas lo han perdido todo, sólo les queda un miedo terrible a que la desgracia no haya acabado. “Todos tememos que vuelva la gran ola”, dice Mayesh mientras se coloca contento unos pantalones blancos que ha sacado de una caja de ropa abandonada en la acera. La solidaridad de los srilanqueses está siendo ejemplar.
“Comida no nos falta. La gente se ha volcado a ayudarnos, pero necesitamos tiendas de campaña para refugiarnos”, afirma Guita Gaiani. Los nueve miembros de la familia Gaiani se disponían ayer a pasar la noche a la intemperie. “Hemos pasado los tres primeros días en un templo, pero hay demasiada gente”, dice Guita que a sus 19 años tiene tal cara de niña que parece que lo que sostiene en el regazo es una muñeca en lugar de su hija Minolli, de tres años.
Panadura es la primera muestra del horror que el tsunami ha dejado en Sri Lanka. Otra treintena de kilómetros más abajo, la destrucción se generaliza y agrava. La carretera permanecía ayer cerrada y sólo permitían el paso a los camiones y coches cargados de víveres y ayuda. “A partir de Kalutara empieza de verdad el infierno”, señala Nimal Telakasi, cuya casa vació el mar aunque al menos le dejó las paredes y el tejado. En el templo de Raya Rama se refugiaron 600 personas, aunque ayer ya sólo quedaba un centenar. “Muchos se han ido a casas de amigos y familiares”, afirma el gurú Manorui Wimala. El monje, de 69 años, señala que ha tratado de confortar el espíritu de los damnificados explicándoles las causas del tsunami para que pierdan el miedo, “pero la gente está todavía demasiado sensibilizada y no escucha”, lamenta. Wimala indica que entre los refugiados hay un 20 por ciento de clase media que acepta con más dificultad que los pobres el haberse quedado sin nada. En la zona siguen desaparecidas más de un centenar de personas. El mar sólo ha devuelto dos cadáveres. Indikat Lalmal, de 29 años, sigue esperando a su padre, pero sabe que será la marea la que se lo devuelva. Lalmal arremete contra el gobierno por no haber enviado a nadie a interesarse por ellos. “Si la gente no nos hubiera ayudado estaríamos muertos. El gobierno nos ignora. Lo hemos perdido todo y ni siquiera nos dan tiendas para que podamos guarecer a nuestros hijos de la lluvia”, dice mientras sostiene en brazos a la pequeña Saduna, de cinco años.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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