EL MUNDO › OPINION

El agua y el fuego

Por José Pablo Feinmann

Los primeros filósofos griegos acostumbraron a encontrar en los fenómenos elementales de la naturaleza el origen de las cosas. El agua, el fuego se volvieron categorías explicativas de un universo que veían demasiado amplio y arduo y que, en verdad, era casi imposible reducir a un solo surgimiento.
Bush surge del fuego. Había ganado unas elecciones turbias y el fuego consolidó su derecho a gobernar en tanto vengador del honor nacional. Fue el texano que –desde la retaliación y los intereses energéticos de Estados Unidos– iba a vengar la injuria infinita de las Torres. Utilizó ese verbo –“vengar”– porque fue el primero que acudió a la cabeza estrecha de Bush para darle nombre a su campaña en Afganistán: Venganza infinita. Le dijeron que ese nombre se parecía demasiado a la modalidad de titular que tenían sus adversarios islámicos. Lo cambió sin ruborizarse en exceso. Su cara es granítica. Y sus ojos convergen en un punto centralizado que le impide ver nada medianamente alejado de sí mismo.
Si el fuego le dio el mandato para invadir Irak. Si el fuego le dio el escudo feroz del retaliador. La imagen del Cruzado del Bien contra el Eje del Mal. Si le permitió realizar una campaña bélica que se fue revelando como un error gigantesco. Si le dio la felicidad de ser reelegido por un pueblo que deberá meditar, de aquí en más, sobre el concepto de “culpa colectiva”, que muchos pretenden privativo de los alemanes. Si tuvo todo esto lo tuvo por el fuego de las Torres. Ahora lo está por perder. O son muchos los que desean que algo ocurra, y pronto.
El Katrina no se propuso derrocar a Bush. Ni perjudicarlo. Ni matar a todos los seres humanos que mató. Un ente de la naturaleza no tiene propósitos. Si en medio del paseo impiadoso del Katrina no hubiera estado una entrañable ciudad de ritmos sincopados, de jazz precursor, de músicos geniales, de gente de piel oscura, de pobres habitantes que poco importan a los petroleros, ninguna tragedia habría ocurrido. Es porque el hombre construyó ahí una ciudad que el Katrina se convierte en tragedia. En furia devastadora. Si no, habría sido un movimiento más en medio de una naturaleza muda, entregada a sí misma, que no es buena ni mala, que sólo sucede, pero, sobre todo, insistamos, no es moral. Que estalle un volcán no es bueno ni malo. No obstante, si a sus pies está la ciudad de Pompeya, es trágico, porque son, justamente, los últimos días de Pompeya. El volcán no tiene días. Los días son una arbitraria construcción humana.
El agua pareciera venir a llevarse a Bush. ¿Cómo saldrá de este huracán? Ya –con la tosquedad de sus metáforas– se lo atribuyó al terrorismo. Pero un huracán no es Osama. Katrina no es Bin Laden. Katrina desnuda las siempre insuficientes medidas defensivas de Bush. Si Katrina golpea así, ¿por qué no habría de golpear quienquiera que se lo propusiese?
Bush hoy siente (en su intimidad, en caso de tenerla) que si la historia lo consagró, la Naturaleza se dispone a hundirlo. Si el fuego de las Torres lo llevó al fuego de Irak, las aguas del Katrina lo habrán de hundir en aguas caudalosas, sin retorno. Salvo que sus conciudadanos crean, le crean otra vez y decidan que fue nomás el terrorismo. Un terrorismo tan feroz que ahora maneja los elementos naturales. ¿O no desencadenaba la furia de las aguas Mickey en Fantasía? La hipótesis es fuerte. Los norteamericanos creen en muchas cosas, pero sobre todo en Mickey Mouse. Y Bush, precisamente, con lo del Katrina, ha dejado de ser un simio y se ha transformado en un ratoncito a lo Mickey. Desde Disneylandia puede surgir su inesperado retorno. Ya Mickey demostró que las aguas pueden ser enfurecidas por un ratón embravecido. ¿Cómo no habría de hacerlo un león malvado como Osama?

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