EL MUNDO › COMO ES EL AFGANISTAN DE POSGUERRA, DONDE LOS TALIBANES NO ESTAN LEJOS

Un viaje en busca de los líderes del terror

Casi un año después del 11 de septiembre, el paradero de Osama bin Laden y el molá Omar es motivo de especulación en Afganistán. Una periodista viajó al lugar de los hechos; lo que sigue es el testimonio de su exploración del terreno.

Por Angeles Espinosa
Desde Kabul

Hace un año, Afganistán era un país de talibanes, unos gobernantes elusivos y siniestros de cuyo líder, el clérigo Omar, ni siquiera se conocía la cara. Ahora, su nuevo presidente, Hamid Karzai, está considerado el hombre más elegante del mundo y los turbantes que exhibe causan admiración en vez de temor. Omar y sus secuaces siguen en paradero desconocido.
A Yehia Mujidshada aún se le saltan las lágrimas cuando recuerda cómo los talibanes le obligaron a romper las estatuillas del Museo de Kabul. Cuando conocí a Mujidshada acababa de producirse el destrozo y él también llevaba turbante y barba de talibán. “Nos obligaban”, se justifica ahora este arqueólogo que logró salvar una pila de piedra del período bactriano (siglos III al I antes de Cristo) haciéndola pasar por islámica. Como él, la mayoría de los afganos tuvieron que adoptar la estética de la milicia radical. Entonces resultaba difícil distinguir quién compartía, además, sus ideas. Aun así, todos aquellos barbudos enturbantados no pueden haberse evaporado.
“Los talibanes destruyeron nuestro país y nuestra cultura –denuncia el presidente Hamid Karzai (sus responsables)–, están siendo buscados por lo que hicieron”. Pero hasta el momento sólo el que fuera ministro de Exteriores Wakil Ahmad Muttawakil y su embajador en Pakistán, Abdul Salam Zaif, se hallan detenidos. Según Mujidshada, tanto Taher, el clérigo responsable de la destrucción de las figurillas, como Naquibullah Wahidyar, el entonces director del museo, huyeron con la llegada de la Alianza del Norte. “Todos sus simpatizantes se han marchado”, asegura. Es la misma explicación que dan en todas las oficinas públicas.
“Se han ido al sur”, confía Hayi Qandi, un vendedor de alfombras de Kabul que exhibe una amplia sonrisa y una barba bien recortada. Qandi sabe de qué habla porque, a diferencia de otros comerciantes, él siguió manteniendo un negocio boyante durante la época talibán. Claro que entonces recibía a sus clientes con turbante y gesto adusto. Qandi, negociante donde los haya, afirma que no le quedó otro remedio que adoptar aquella imagen. Sin embargo, los seminaristas islámicos llevaban a su tienda a los escasos extranjeros que visitaban el país, lo que le facilitaba unos ingresos en dólares casi imposibles de obtener sin connivencia con el régimen.
El sur es la tierra de los pastunes, la etnia mayoritaria en Afganistán, y, sobre todo, Kandahar, la capital espiritual de los talibanes. El responsable de seguridad de la ONU desaconseja el viaje. “Su organización no debería haberla enviado sola a este país –espeta, con la franqueza ruda propia de los militares–. Los talibanes lograron seguridad aunque fuera con miedo y sobornos, pero ahora el gobierno no controla más allá de Kabul, y en las zonas rurales hay señores de la guerra, grandes y pequeños, que hacen valer su ley”. Extranjero, solo y, además, mujer, constituye para él garantía de problemas. En la calle, la amabilidad y la cortesía de los afganos parecen indicar todo lo contrario. Tal vez las dos versiones sean ciertas en un país tan complejo.
La carretera que lleva a Kandahar deja de merecer ese nombre menos de una hora después de abandonar Kabul. Entre las dos ciudades hay 482 kilómetros, pero en Afganistán las distancias no se miden en kilómetros, sino en horas de viaje, y Kandahar se halla a dos días de coche, que transcurren sin más dificultades que el polvo del camino y los eventuales pinchazos. La transformación del paisaje, sin embargo, dice mucho del carácter de sus habitantes. Sólo la cinta verde que transcurre paralela a la ruta y a los torrentes resulta habitable. A uno y otro lado, cadenasmontañosas que rondan los 4000 metros de altitud. Las laderas están desnudas.
Qalat, la polvorienta capital de la provincia de Zabol, anuncia la llegada de Kandahar. Apenas hay mujeres por las calles. Los turbantes y las barbas dan la sensación de que se sigue viviendo bajo los talibanes. Hace ya un buen trecho que me he vuelto a poner el pañuelo en la cabeza como entonces. Aquí, la población ni siquiera se molesta en esconder sus simpatías por la milicia de los seminaristas islámicos. La pasada primavera, cuando todo el país elegía a sus representantes para la Loya Jirga (la Gran Asamblea tradicional que se celebró en junio), la comisión organizadora tuvo que designar a dedo a los delegados de esta provincia. Los encargados de la elección eran recibidos a palos cada vez que se acercaban a la ciudad.
“Según mis informaciones, ya no quedan talibanes aquí”, afirma sonriente el clérigo Naquibullah, el segundo hombre más poderoso de Kandahar a pesar de no ejercer ningún cargo público. Tras derrotar a la milicia de los seminaristas, Naquibullah renunció a enfrentarse al nuevo gobernador, Gul Aghá Shirzai, para evitar otro derramamiento de sangre en la ciudad. Sin embargo, ha logrado colocar a uno de sus comandantes como responsable militar de la provincia. El pasado enero, Gul Aghá dejó en libertad a varios ministros talibanes que se habían rendido después de que “prestaran juramento de fidelidad a las nuevas autoridades”. “Los jefes han huido a Irán y Pakistán”, explica Naquibullah, en tanto que “los empleados y los soldados han vuelto a sus casas, entre su gente”.
No muy lejos, sin embargo. Los locales aseguran reconocerlos y aún se muestran precavidos en su presencia. Cuando se les pregunta por pistas, señalan el bazar y las extravagantes villas de los barones de la droga, a los que todo el mundo conoce por su nombre. Pero nadie quiere hablar en público.
La normalidad en Kandahar se parece mucho al modelo que proponían los talibanes. Sigue siendo una ciudad extremadamente conservadora y no todo es posible”, coinciden en señalar varios trabajadores humanitarios europeos cuyas ONG actúan en consecuencia. “Aquí estamos levantando la sala de espera para mujeres y ahí la de hombres”, muestra Miguel Angel Gómez Candela, un arquitecto de Médicos del Mundo que está rehabilitando el centro de tuberculosis y la maternidad del Mir Wais. También la farmacia tiene una planta rectangular para permitir despachar de forma independiente a unas y a otros. “Las normas del hospital sólo especifican la separación de las salas de tratamiento, pero nos adaptamos a las costumbres locales”, aclara.
Algunos de los talibanes que andan sueltos tal vez sean los mismos que el pasado octubre saquearon la sede de Médicos Sin Fronteras. “Se llevaron todo. Hemos tenido que empezar de cero”, explica su portavoz. Los riesgos no frenan a las ONG, pero se toman precauciones. A pesar de que Kandahar es la única ciudad afgana importante sin toque de queda, los trabajadores humanitarios rara vez se aventuran fuera de sus residencias después de las 10 de la noche. “En las últimas semanas ha mejorado la seguridad, pero todavía necesitamos guardias en las casas”, constata.
Según el decir popular, ni el clérigo Omar ni Osama bin Laden están muy lejos: en las montañas situadas al norte de Kandahar. De hecho, de vez en cuando se oyen los bombardeos de las fuerzas estadounidenses. Se lo menciono a Naquibullah. “Si están en las montañas, es un problema”, reconoce, sin darle más importancia. “Los norteamericanos me han asegurado que se irán en cuanto acaben con ellos”. De momento, mantienen una gran base de operaciones en el aeropuerto de la ciudad.
Y es que el camino a Guantánamo pasa por Kandahar. A finales de junio no quedaba ningún prisionero en las celdas de esa base. “El lugar sigue abierto –confía Philippe Tremblay–: aún hay 70 u 80 detenidos en Bagramy también es posible que devuelvan a alguno de los detenidos en Guantánamo si no encuentran pruebas suficientes para enjuiciarlos”. Tremblay es uno de los delegados de protección del Comité Internacional de la Cruz Roja. “Intentamos que les traten de forma digna”, explica.
Mientras tanto, los chismes sobre talibanes inundan Kandahar. Difícil comprobar cuáles son ciertos y cuáles fruto de la imaginación popular. Uno de los más repetidos cuenta el reciente secuestro a punta de Kaláshnikov de un mecánico que, con los ojos vendados, fue trasladado hasta las montañas para reparar varios vehículos de los seguidores de Omar. Acabado el trabajo, el hombre fue devuelto a su domicilio con 100.000 rupias paquistaníes (unos 1800 dólares) en el bolsillo.

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Los combates todavía ocurren en las zonas sin ley (la mayoría) del paisaje afgano.
 
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