EL MUNDO › EL LEGADO DE BUSH APLASTA A LOS CANDIDATOS EN LAS PRIMARIAS

Por favor, un poco de autoflagelación

 Por Ernesto Seman

Desde Nueva York

Barack Obama aprendió demasiado rápido uno de los axiomas menos felices de Chacho Alvarez: la principal virtud de un candidato que puede provocar cambios radicales es demostrar que reprimirá esas mismas potencialidades hasta mostrarse tan fláccido como sus competidores.

Eso explica por qué, pasada la primera falsa impresión que nos ofrecen los sentidos, Obama emerge de la pantalla de televisión como el candidato más blanco del Partido Demócrata y, por cierto, con tantas posibilidades de ganar las elecciones como su principal rival. El senador por Illinois conserva cierta afectación que puede recordar a los líderes de la lucha por los derechos civiles, pero sus palabras son las de cualquier hombre del establishment político, ambiguo en relación a la guerra de Irak y obsesionado con garantizar que su gestión no incrementará el gasto público; su preocupación por responder a los temas impuestos por el gobierno de Bush, tales como el seguro de salud, es tan machacosa como la de cualquier otro candidato aplastado por los asesores y sus encuestas.

Su moderación extrema también ayuda a entender por qué Hillary Clinton puede atribuirse la bandera del cambio y que ese espíritu aún conmueva a las bases de su partido. Claro que eso no es todo lo que explica el regreso de Clinton en New Hampshire y su recuperación en la escena nacional después de una semana en la que los medios cavaban prontamente su tumba. A una buena parte de la población –incluyendo el aparato partidario demócrata–, Clinton también le recuerda algo de los buenos tiempos de los ’90 y el liderazgo de su marido al frente de un país que vivió, quizás, sus ocho años más normales desde los ’20. A otra gran parte del país, fanatizado en una cruzada moral y santurrona que ubica a los Estados Unidos en el estable linaje del legado divino, la palabra “Clinton” le resulta más revulsiva que un candidato negro, homosexual y latino que proponga la eliminación de las fuerzas armadas y la legalización del crac.

No por nada el primero en festejar la derrota de Hillary en Iowa fue el referente de los neoconservadores Bill Kristol: “Gracias Obama... no habrá una restauración de los Clinton. Una nación entera te observa agradecida”. En cualquier otro país, ése sería el intrascendente comentario de un dinosaurio político, pero Estados Unidos lleva los últimos ocho años corriendo desesperadamente hacia atrás, buscando llegar al Triásico. Y así como un grupo reducido de intelectuales de ultraderecha manejó el gobierno y la agenda pública del país más poderoso del mundo por casi una década, Kristol estrena ahora su espacio como flamante columnista en (de todos los medios imaginables) el diario The New York Times.

Para anotar hasta que terminen las primarias: el odio neoconservador le otorga a alguien tan adocenado como Clinton un aura jacobina que ella misma compensa con su condición de establishment político; una combinación que Obama apenas logrará, manteniendo su ineludible condición de joven y negro, matizada con sus incesantes señales de previsibilidad.

Ah, y las propuestas. Pasadas las identidades asignadas por el adversario o las derivadas de la raza o el género, aparece John Edwards, el único cuya campaña se basa en... lo que dice. Puede que el caucus de Nevada del 19 de enero y las primarias de Carolina del Sur del 26 sean las últimas en las que trate de seguir terciando como un candidato alternativo. Algo que debería ser normal en un precandidato presidencial, Edwards es el único al que nadie votaría por lo que “es” o lo que dicen de él, sino por lo que propone, sin que esto lo convierta en el demonio personificado. Edwards parece ser el único que ha decidido poner en el centro de la política la fractura social de los Estados Unidos y el sistemático desmantelamiento de los mecanismos que, con sus altibajos, mantuvieron cierta cohesión interna. A diferencia de Obama, Edwards no necesitó un revés electoral para mencionar a la clase trabajadora en sus discursos, ni fueron necesarias mil preguntas, como a Clinton, para que condenara el uso de la tortura en la lucha contra el terrorismo.

En verdad, las primarias demócratas serían mucho más atractivas en un país a-la-Argentina 2003, donde algún candidato se diera cuenta de que ser un poquito drástico y molesto no sólo puede ser lo correcto, sino que también da frutos. La escena está incluso mejor servida que en la Argentina: Estados Unidos sale de ocho años en los que ha sido normal discutir si el Estado puede sumergir en agua a sus ciudadanos para que confiesen sin que esto sea tortura (la CIA insiste en que 35 segundos de submarino no es tan dramático, y produce efectos extraordinarios); debatir si la teoría de la evolución enmascara nuestro verdadero origen divino; decidir que la mejor política pública contra el sida es la abstinencia sexual; o aterrorizar a la población con que un seguro de salud obligatorio, lejos de ser necesario, pone a la economía al borde del socialismo; todo mientras se apoya en una deuda cada vez más maciza y un crecimiento sostenido no logra acortar sus enormes brechas sociales. Por mucho menos que eso, Menem debió recluirse en los márgenes de la vida pública. Un poco de autoflagelación frente a lo tolerado en estos últimos años sería un síntoma de buena salud de la democracia norteamericana, algo que parece lejos de suceder.

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