EL PAíS › PANORAMA POLITICO

SUPERVIVENCIAS

 Por J. M. Pasquini Durán

Después de considerar las arengas guerreras de George W. Bush, en la conmemoración anual del brutal ataque terrorista contras las torres del World Trade Center, hay que distinguir los diversos componentes del discurso, sobre todo porque comprometen el destino del mundo. El dolor popular por las víctimas y el rencor, mezcla de impotencia y de rabia, son sentimientos comprensibles, como lo fueron aquí las dos veces que el odio irracional dejó su marca. El 11 de setiembre Estados Unidos advirtió, peor que en Pearl Harbour a mitad del siglo pasado, que era vulnerable a pesar de su condición de máxima potencia militar. La seguridad de la propia casa del gendarme mundial desde esa terrible jornada ya no tiene garantías, equiparándolo con otras naciones y pueblos más débiles que fueron víctimas incluso de las tropas norteamericanas. El paraíso en la tierra no existe, es siempre paraíso perdido. De esa comprensión, sin embargo, a la pretensión de globalizar la revancha a cualquier costo, así sea sacrificando los derechos y libertades que enorgullecían a sus ciudadanos, hay una distancia que sólo se recorre por motivos ideológicos.
Aquí es donde el discurso se vuelve la expresión de la extrema derecha política antes que la demanda de justicia de nación agredida. Es la justicia por mano propia y el criterio de seguridad es el mismo, salvando las escalas, que sostuvo el terrorismo de Estado en la última dictadura militar, empeñado también en una guerra sucia, sin ley ni moral, en la que todos los que disentían con la arbitrariedad del poder eran enemigos. A fin de marcar las diferencias, hay que comparar las proclamas de la Casa Blanca con aquella otra de 1973, sucedida también un 11 de setiembre, la última que pronunció el presidente constitucional Salvador Allende de Chile mientras los asaltantes uniformados bombardeaban la sede presidencial: “La historia no se detiene ni con la represión ni con el crimen. Esta es una etapa que será superada [...] Trabajadores de mi patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la Ley, y así lo hizo [...] El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco debe humillarse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”. Allende era socialista y murió defendiendo esa Constitución democrática en la que creían tan pocos de sus compatriotas y que valía menos que el papel donde estaba escrita para los conservadores de Estados Unidos que alentaron y protegieron a los asesinos de un presidente surgido de la voluntad popular en nombre de intereses corporativos.
Esos conservadores de Washington hicieron creer al general Leopoldo Galtieri, untándolo de elogios, que tendría al Pentágono de su lado para ocupar por la fuerza a las islas Malvinas. Como una coincidencia emblemática, Galtieri y otros veinticinco represores anteayer fueron a prisión preventiva acusados de ser parte de “asociación ilícita para cometer crímenes de lesa humanidad”. Pasaron veinte años de la guerra del Atlántico Sur y veintiséis del golpe de Estado, pero, no hay que olvidarlo nunca, cada hora de cada día el movimiento de defensores de derechos humanos, sin arrogancias ni venganzas personales, de algún modo igual que Allende en nombre de la Constitución y de la ley, buscaron la justicia y el castigo a los verdugos. Muchos estadounidenses, obnubilados por la ira o por el pánico, deberían mirarse en este espejo antes que descubran que se han convertido en enemigos del poder que debía protegerlos. Quizá podrían advertir, de paso, que el belicismo de su presidente también se retroalimenta con las encuestas sobre el voto en noviembre próximo para larenovación legislativa, en las que podría perder la mayoría de Representantes (diputados) si los ciudadanos lo juzgan, más allá del ruido beligerante, por la recesión económica, el desempleo creciente, la corrupción de alto nivel y las aventuras militares con olor a petróleo.
Es una reflexión que le vendría bien al gobierno argentino que, lo mismo que sus antecesores, parece dispuesto a secundar sin condiciones a la diplomacia y a los planes de guerra de la Casa Blanca, sin ninguna ganancia moral o material. Ahora que lo tienen más a mano podrían preguntarle a Galtieri la diferencia entre ser amigo y ser cómplice de los conservadores norteamericanos. Otra vez el recuerdo de Allende: el pueblo debe cuidarse, pero no a costa de ser humillado. Cada vez que las circunstancias lo apuran, el gobierno nacional ignora con irresponsabilidad a sus socios del Mercosur, como si se tratara de una coincidencia ocasional en lugar de la alianza estratégica de la que todos hablan pero pocos actúan. Carlos Menem lo hizo en la guerra del Golfo para ir detrás del viejo Bush y Eduardo Duhalde reincide, a pesar de sus presuntas diferencias sustanciales con el ex presidente que, según la evidencia, no es más que una refriega particular por espacios de poder.
Desde ya, aunque Duhalde se vistiera de marine, estas actitudes humillantes carecerán de efecto sobre las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyas consecuencias prácticas además tendrán mínimas repercusiones, si tienen alguna, para terminar con el ciclo de depresión económica que martiriza a millones desde hace más de cincuenta meses. Ayer mismo, las voces más calificadas del Tesoro de Estados Unidos insistieron en una condición que reiteran cada vez que pueden: quieren que los futuros acuerdos sean refrendados por el Gobierno y por la oposición, sin excepciones, para evitar que un giro político en el país los derrumbe como a las Torres Gemelas. Es una condición imposible, al menos por ahora, puesto que ningún político con ambiciones, por oportunismo o por convicción, está dispuesto a quedar pegado a semejante condición, inexplicable para un electorado que en las encuestas aparece por lo menos dividido entre los que no eligen a nadie y los que parecen dispuestos a aceptar alguna versión del realismo mágico.
No son los ciudadanos los únicos que navegan en las indefiniciones electorales. En realidad, la mayoría de los candidatos circula por turbulencias idénticas, a tal punto que a primera vista el observador tiene la impresión de que hay un solo postulante en carrera. Esa impresión no es exacta, porque hay más de uno en la pista, pero sus atractivos lucen poco para llamar la atención colectiva. No es casual que los mejores posicionados, en las encuestas de intención de voto, no superen porcentajes superiores al veinte por ciento. La verdad es que con más de la mitad de la población sumergida en la pobreza y el desempleo siempre creciente, las personas están más dedicadas al esfuerzo de supervivencia que a las veleidades de una actividad política que sólo conmueve a los menguados aparatos partidarios.
No es indiferencia ni apatía, como queda demostrado cada vez que los ciudadanos son convocados a atender los asuntos que les importan, sean los ahorros individuales o la seguridad de todos. Algunos trabajadores ya no se resignan tampoco a que sus lugares de trabajo sean cancelados por abandono de los empresarios y los que pueden, como pueden, tratan de sostener la producción en actividad. La Legislatura porteña, así sea por especulación electoralista, sentó un precedente interesante: expropió dos fábricas abandonadas por sus dueños y sostenidas por el personal. Es el primer paso de un proceso mucho más complejo, donde interviene desde la carta de crédito, los circuitos de distribución y administración, la habilidad comercial de las flamantes gerencias y una serie de requisitos complementarios. Nada es fácil, pero tampoco nada se consigue sin intentarlo. Ahí siguen las grandes alamedas, reales o simbólicas según elpaís, esperando ser abiertas para el único desfile que vale la pena, el de los libres y los justos.

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