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“Vidas privadas” puso el dedo en la llaga de todos los prejuicios

La película de Fito Páez abordó con valentía la cuestión de los desaparecidos, desde una actitud alejada de la corrección política.

 Por Horacio Bernades

Hay películas condenadas, desde su hechura e intenciones, al entusiasmo generalizado, hasta el punto de que la más mínima crítica puede llegar a ser considerada una herejía. Es el caso de El hijo de la novia, para poner un ejemplo cercano, chorreante de nominaciones y de cóndores. En la vereda de enfrente, otras parecen destinadas al rechazo, a la soberbia del desprecio automático, a una mofa que hunde sus verdaderas razones en la oscuridad. El blanco más reciente de esta reacción (en todos los sentidos de la palabra) parecería ser Vidas privadas, que en el momento de su estreno, unos meses atrás, fue lapidada con llamativa saña. Hasta el punto de que su sola mención puede despertar risitas socarronas, como si se tratara de un mero objeto de ridiculización. Ante esta condena –que quiere sonar tan indiscutible como una bula papal–, quien no la haya visto supondrá que hizo bien en no hacerlo, librándose así de un molesto pegote. Por el contrario, su inminente edición en video, a cargo del sello AVH, da una nueva oportunidad a los que prefieren desconfiar de consensos sospechosamente unánimes.
La primera diatriba que cayó como un rayo sobre Vidas privadas (antes incluso de su estreno, como corresponde a toda censura) es curiosa, para decirlo suavemente. Ocurre que el director de la película se llama Fito Páez, y por alguna misteriosa razón parecería que ese hecho es en sí mismo descalificador. ¿Será que un músico tiene prohibido hacer cine, que en caso de permitírsele hacerlo debería contentarse con filmar películas que se suponen afines a su mundo, o tal vez que ese personaje en particular está invalidado de expresarse, sea en canciones o en imágenes? Vaya a saberse. Lo cierto es que muy pocos pusieron en duda ese axioma. La segunda fuente de indignación reside en el hecho de que la película toca el tema de los desaparecidos y, según parece, este tema debería quedar reservado exclusivamente a quienes padecieron en carne propia (cercana, al menos) ese horror. Hubo quienes llegaron a postular que Fito Páez no tenía derecho a hablar del tema. Algo que se le podría objetar a un represor, a un “quebrado” o a un cómplice, pero jamás a quien ha demostrado estar en la vereda opuesta a cualquiera de esos escarnios.
La tercera fuente de cólera, ahora con la película vista (o el guión leído, al menos), se fundó en que Vidas privadas supuestamente mancilla la memoria de los desaparecidos, en tanto hace de una sobreviviente de un campo de concentración una perversa. Típico pensamiento políticamente correcto, que exige que el mundo se divida, binariamente, entre victimarios perversos y víctimas imbuidas de pureza total. Si está fuera de toda duda que el terrorismo de Estado, la tortura, el genocidio y la apropiación de niños no pueden ser otra cosa que perversos (y Vidas privadas lo deja claro, en la figura del capitán-apropiador que encarna Lito Cruz), resulta más discutible que las víctimas directas de esa perversión no puedan haber quedado marcadas por un horror que no dejó esfera sin salpicar. Desde el título mismo, Vidas privadas habla de gente a la que el horror del cautiverio y la tortura privó de identidad (el personaje de Gustavo Rosenberg, a quien sus apropiadores privaron hasta del apellido), de verdad (la familia de los Uranga, que decidió tender un manto de ocultamiento sobre aquel horror) y de su salud física, psíquica y moral (Carmen y el médico).
Tal vez algunos prefieran seguir creyendo que la condición de “sobreviviente” debe ir inevitablemente de la mano con la total ausencia de mácula, como si del horror pudiera salirse sin secuelas. Con sus más y sus menos (no se trata de una obra perfecta sino de una que se atreve a lo que otras no), lo que hace Vidas privadas es poner el dedo en una llaga que no es sólo política y cultural sino también profundamente personal. Lo que la película dirigida por Fito Páez sobre guión de Alan Pauls trae a la luz es el hecho de que el horror imprime sus huellas hasta en lo más hondo de la estructura psíquica. Huellas que no se borran con el simple castigo de los culpables, que por otra parte la película no deja de proporcionar. En el terreno familiar, que es el que aborda Vidas privadas, esas huellas pueden llegar a alcanzar una dimensión trágica, y la sociedad humana no conoce tragedia más temida que el tabú del incesto. No será bonito lo que dice Vidas privadas, y es posible que no lo diga siempre con la máxima pericia. Pero se atreve a meterse con el tabú, y eso es siempre profundamente saludable. Aunque haya quienes prefieran seguir durmiendo un sueño que no es el de los justos sino el de los avestruces.

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“Vidas privadas” trata un tema urticante desde otra perspectiva.
 
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