EL PAíS › OPERACION COMANDO SOBRE LA CAMARA FEDERAL

La Hora de Hornos

Mañana se lanzará una audaz operación comando para introducir a un juez por la ventana de la Cámara Federal. Si logra ingresar, tiene la misión de revisar la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida. El presidente de la Corte Suprema y del Consejo de la Magistratura Julio Nazareno acordó evitar el concurso al que obligan la Constitución y la ley y trasladar de un dedazo al camarista en lo penal económico Roberto Hornos. Brinzoni apoya con su artillería. Mientras, el ganador del último concurso para esa misma Cámara es sancionado por la Corte que lo amenaza con juicio político en defensa del principio de autoridad y de la seguridad del Estado. Si Nazareno fue jefe de policía, ¿no podría Giacomino integrar la Corte?

 Por Horacio Verbitsky

Una operación comando procura ocupar un asiento en la Cámara Federal de la Capital eludiendo el concurso fijado por la Constitución y la ley. La misión asignada al nuevo juez consiste en revisar la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida. El jefe del bloque menemista en la Corte Suprema de Justicia, Julio Salvador Nazareno, quien fue socio en el estudio jurídico del ex presidente y preside el Consejo de la Magistratura, y el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, son parte del trato. La vacante en la Sala I de Cámara se produjo por el deceso de la jueza Luisa Riva Aramayo. El candidato a trepar por las paredes de los Tribunales de Comodoro Py e introducirse por una ventana del segundo piso es el camarista en lo penal económico Roberto Hornos, hijo de un coronel del Ejército. Brinzoni ha sido acusado ante la justicia de Resistencia por la masacre de Margarita Belén, ocurrida en 1976, mientras él era secretario general de la intervención militar en El Chaco. El ataque está programado para mañana, cuando se reúna la comisión de Selección y Escuela Judicial del Consejo.
Una maniobra concurrente con este asalto a los tribunales es la grave sanción que la Corte impuso contra otro camarista, Mario Magariños, quien sí concursó para el cargo que Hornos se apresta a conquistar en la Cámara Federal y obtuvo las más altas calificaciones. La mayoría automática de la Corte, que sólo concibe la autoridad como un ejercicio de despotismo, lo amenaza ahora con la destitución en su cargo actual, como camarista de un Tribunal Oral. Los reproches son asombrosos: haber alegado en favor del respeto por la Constitución, las leyes y los derechos y garantías de los ciudadanos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El dictamen por el que los virtuosos varones de la Corte Suprema casi señalan a Magariños como infame traidor a la Patria se refería a un caso en el que la policía detuvo a una persona sin orden judicial por sospechas que no fundamentó. Es decir, aquellas facultades discrecionales que ahora vuelve a reclamar el jefe de la Policía Federal, Roberto Giacomino, en su increíble confusión entre prevenir y reprimir. Así como Nazareno fue jefe de policía de La Rioja, Giacomino haría un adecuado juez de esta Corte Suprema.
Deber ser
Un antecedente conocido de traslado horizontal se produjo en cuanto Menem llegó a la presidencia, en 1989, con avidez de vacantes en el estratégico fuero federal de la Capital, donde se tramitan las causas que involucran a funcionarios del gobierno nacional. La primera que obtuvo fue la del juez federal Miguel del Castillo, quien aceptó pasar a un juzgado de menores. De inmediato se aumentó el número de miembros de la Corte Suprema, que fue anegada con una mayoría automática de incondicionales. De los seis jueces federales que había entonces pronto no quedó ninguno, además se duplicó su número y Menem pudo designar a una docena de nuevos jueces en pocos meses. También escogió a los 13 miembros de la nueva Cámara de Casación Penal, a quienes antes de renunciar el ministro de justicia, Carlos Arslanian, llamó esperpentos. De este modo, Menem pasó a controlar nueve de cada diez cargos en el fuero decisivo. La crisis de confianza en la justicia, iniciada con las leyes de impunidad de 1986 y 1987, creció así hasta niveles inéditos.
La reforma constitucional de 1994 intentó remediar ese estado de cosas y estableció un mecanismo distinto de selección, para impedir semejante discrecionalidad en el futuro. El artículo 114 de la Constitución que creó el Consejo de la Magistratura le fijo como atribución “seleccionar mediante concursos públicos” a los postulantes a la magistratura. La afirmación es taxativa y no contempla otro método. En 1997 se sancionó la ley especial 24.937 prevista en la Constitución para organizar el Consejo de la Magistratura. En su artículo 13 dice que “los postulantes serán seleccionados mediante concurso público de oposición y antecedentes. Cuando se produzca una vacante la Comisión convocará a concurso”. Como se ve, también la ley reglamentaria es inequívoca. El reglamento general del Consejo de la Magistratura reitera en su artículo 36 que sus Comisiones “ejercerán todas las atribuciones que les confiere la ley, para cumplir con las funciones que les impone el artículo 114 de la Constitución Nacional y las leyes que lo reglamentan”. No para incumplirlas. Ninguno de esos textos dice podrá hacerse, ni serían seleccionados ni convocariola. Sin embargo, en 2000 el Consejo dictó un Reglamento de Traslado de jueces que, con pretexto de flexibilidad, permite saltearse el concurso y trasladar a un juez de un tribunal a otro, a pedido del interesado y si cuenta con el respaldo de buenos padrinos.
A dedo
Pero aun ese reglamento, cuya manifiesta ilegalidad e inconstitucionalidad no se han declarado sólo porque aún nadie lo reclamó en juicio, dice que el traslado horizontal podrá hacerse siempre que se cumplan tres condiciones que en este caso faltan. La primera es que “no se haya resuelto la convocatoria a un concurso público de antecedentes y oposición para cubrir el cargo”. En 2000 se convocó a concurso para cubrir otra vacante en la misma Cámara Federal. Los tres elegidos fueron Mario Magariños, quien encabezó el orden de mérito, el secretario de la Oficina Anticorrupción, Manuel Garrido, y el entonces juez federal Gabriel Cavallo, en cuyo tribunal recaló la causa por los sobornos en el Senado, luego de la expectoración del amante de la vida fácil Carlos Liporaci. Ya entonces hubo una desembozada presión para dejar de lado a Magariños. Por ejemplo, el Consejo decidió remitir la terna al Poder Ejecutivo en orden alfabético (sic), arbitrariedad que Magariños impugnó y que fue revocada. El Poder Ejecutivo, que no tiene obligación de respetar el orden de mérito, escogió a Cavallo, quien desde entonces ha debido convivir con la sospecha.
Al producirse otra vacante en el mismo tribunal, el Consejo debía convocar a nuevo concurso, como se lo ordenan la Constitución y la ley. Por economía de recursos y tiempo podría admitirse que integrara la terna con los dos elegidos del concurso anterior y el mejor calificado detrás de ellos. Como Magariños, además, es camarista de un Tribunal Oral en lo Criminal de la Capital, no se advierte qué ventaja de Hornos sobre él podría alegarse para volver a postergarlo. La segunda condición que impone el reglamento es que la vacante a la que se solicita el traslado “corresponda a la misma jurisdicción y tenga la misma competencia en materia y grado”. Es ostensible que el fuero penal económico, en cuya Cámara de Apelaciones se desempeña Hornos, constituye una competencia distinta que el criminal y correccional federal. El reglamento también indica que debe pedirse opinión “a la cámara de apelaciones de la jurisdicción”, cosa que hasta ahora no ha ocurrido y que, con toda probabilidad, sería adversa.
La Cámara Federal no es un tribunal cualquiera. Ante sus estrados debieron comparecer Videla, Massera & Cía, condenados en 1985 en un juicio que constituyó el principio del fin del militarismo en la Argentina. Junto con fiscales y magistrados de Bahía Blanca, La Plata, Mendoza, Paraná y Buenos Aires ha ido abriendo caminos para el enjuiciamiento de los más graves crímenes cometidos en la historia republicana. A pedido de Emilio Mignone, declaró la obligación del Estado de investigar el destino de cada persona desaparecida, declaró la inconstitucionalidad de la ley de obediencia debida, que una vez establecida la verdad impedía el castigo de los culpables, incorporó a su jurisprudencia la consideración de los delitos de lesa humanidad y asignó el valor que la Constitución le reconoce al derecho de gentes o derecho internacional. Pese a las diferencias entre salas y al interior de cada una de ellas, ha ido homogeneizando posiciones, de modo que se volvió difícil encontrar alguna disidencia sobre estos asuntos, salvo sobre cuestiones de hecho.
Pero la designación de Hornos, quien dentro de la corporación judicial cuenta con el respaldo de Jorge Anzorregui, Jorge Casanovas y Bindo Caviglione, podría arrastrar a Horacio Vigliani, quien siempre ha sido el más reticente de los camaristas en estas cuestiones, y dejar en minoría a Cavallo, quien antes de llegar a la Cámara fue el primer juez en anular las leyes de impunidad, con una resolución que hoy es materia de estudio en todo el mundo. De ese modo, las dos Salas podrían llegar a exponer posiciones opuestas, lo cual facilitaría la tarea de Nazareno y el resto del cardumen menemista en la Corte, que no sabe cómo hacer para volver a cerrar las causas sin exponerse a un escándalo, nacional e internacional.
Marche preso
La operación se completa con el castigo que el jueves Julio Nazareno, Eduardo Moliné, Adolfo Vázquez, Guillermo López y Augusto Belluscio aplicaron a Magariños: una multa del 30 por ciento de su sueldo. Peor aún, remitieron sus antecedentes al Consejo de la Magistratura, “a los fines que hubiere lugar”, torva amenaza de sanciones adicionales, tal vez juicio político e inclusive destitución. Los fundamentos son atroces: la mesnada menemista y Belluscio lo acusan de avalar un reclamo contra la Nación argentina ante foros internacionales, en forma incompatible con su función de juez y como tal integrante de uno de los poderes del gobierno federal. Esto “lo coloca en la posición de enfrentar internacionalmente al propio Estado que lo ha distinguido con una magistratura, ofendiendo así los intereses de la Nación”, nada menos. Magariños fue secretario letrado de la Corte Suprema en la década del 80 y como tal participó en la redacción del único voto en contra de la constitucionalidad de la ley de obediencia debida, que firmó el ex ministro Jorge Bacqué.
La historia del caso es ilustrativa en más de un sentido. En 1992 el ciudadano Carlos Alberto Fernández Prieto circulaba en un auto con otras cuatro personas, cuando fue detenido por agentes de la mejor maldita policía del mundo, sin orden judicial y sin que ninguna ley, nacional o bonaerense, autorizara a privarlo de su libertad. En 1985, en el caso Daray, la Corte Suprema había negado esa clase de atribuciones a la policía. Esta vez, en cambio, la nueva mayoría menemista sostuvo que bastaba con que la policía considerara sospechosa la actitud de una persona para que pudiera detenerla, sin necesidad de expresar qué hechos o informaciones fundamentaban la sospecha. En disidencia votó Enrique Petracchi. “Si no se conoce a partir de qué circunstancias se infiere que un ciudadano es sospechoso” y tampoco se expresa “cuál era la actitud o qué era lo que había que sospechar”, escribió, “el control judicial acerca de la razonabilidad de la medida se convierte en poco más que una ilusión”. La Defensoría General de la Nación presentó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que lo admitió y dio traslado al Estado argentino.
A la pesca
Magariños había escrito un comentario académico sobre el fallo, publicado en 1999 en el Suplemento de Jurisprudencia Penal de la revista especializada La Ley, en el que afirmó que la definición de sospechoso “no puede quedar librada a la pura subjetividad del funcionario que efectúa la detención” y que, por el contrario, “los motivos o causas para detener a alguien sin orden escrita deben hallarse definidos en la ley”. Añadió que así lo exigía la Convención Americana sobre Derechos Humanos. A raíz de ello, la Secretaria de Asuntos Jurídicos e Institucionales de la Defensoría, doctora Sandra Arroyo Salgado, le pidió un dictamen sobre el caso, que Magariños entregó el 28 de marzo de 2001. En él reiteró que el fallo contrario a Fernández Prieto violaba el derecho a la libertad personal consagrado por la Convención Americana y citaba fallos en ese sentido de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Magariños dijo que el fallo de la Corte y la respuesta del Estado Argentino a la CIDH habían “establecido un criterio conforme al cual un funcionario dependiente del Poder Ejecutivo se encuentra facultado para definir, desde parámetros puramente subjetivos y según su propio criterio, cuáles son los comportamientos de los habitantes de la Nación que pueden determinar que se los prive de su libertad ambulatoria, sin que sea exigible al funcionario policial expresar luego cuál fue el comportamiento o actitud del ciudadano que determinó que se decidiera su aprehensión”. La Corte y el Estado Argentino sostuvieron que la legitimidad de la detención “se probó posteriormente”, cuando descubrieron que poseía sustancias narcóticas de uso prohibido por las autoridades sanitarias. Magariños recordó que la ley, la Constitución y la Convención Americana requieren la existencia de una causa previa y no posterior para detener a una persona.
El criterio sostenido por el Estado argentino “pone en crisis las bases del modelo institucional del país, pues al pretender legitimar un alcance ilimitado de las facultades policiales destinadas a privar de la libertad ambulatoria a los ciudadanos, lesiona la vigencia de ese valor normativo primordial para el conjunto de libertades civiles y políticas”. Es la fácil práctica de salir a la pesca, que el comisario Giacomino desea recuperar para la policía.
Renovado desprestigio
Cuando el Ministerio Público de la Defensa presentó el dictamen ante la Comisión, el director de derechos humanos de la Cancillería, Carlos Sersale di Cerisano, designado allí por el gobierno radical a solicitud de Carlos Rückauf, denunció a los defensores oficiales y a Magariños ante la Corte Suprema, que remitió el caso a su cuerpo de auditores. El ruckufista se alarmaba ante su carácter de funcionarios públicos. Como es habitual, votaron en disidencia Petracchi y Gustavo Bossert. Petracchi recordó que los defensores oficiales no habían hecho otra cosa que cumplir con su deber. “Quien defiende en una causa penal defiende siempre contra el Estado y si ello beneficia al cliente en el ámbito nacional, es de esperar que el beneficio se logre también en la jurisdicción internacional. Sólo me queda formular fervientes votos para que suceda más a menudo esto de que los defensores oficiales tomen tan en serio su función”. Respecto de Magariños sostuvo que al dictaminar había cumplido una de las funciones específicas de un profesor universitario, como es opinar sobre puntos jurídicos conflictivos. “Para eso paga el Estado aun cuando a veces lo que opinen los profesores le juegue en contra, pues esto es lo que nos define como Estado pluralista”. También advirtió que el pretendido gesto de autoridad de la Corte acrecentaría “el renovado desprestigio de los tribunales argentinos”. Bossert agregó que Magariños no había formulado planteo o petición alguna y que su dictamen, emitido como profesor, a pedido de la defensa, “equivale a formular un juicio crítico sobre un fallo de éste u otro tribunal en una conferencia, un libro o una revista especializada” por lo que no justifica reproche alguno “en su conducta de juez”.
El inquisidor Andrés Boulay, convocado por el jefe de auditores, Jorge Dal Zotto, reconoció que Magariños había dictaminado como profesor universitario y que “nada cabe objetar en cuanto a su contenido”. Pero, como además es juez, habría transgredido el artículo del reglamento que lo obliga a “no evacuar consultas ni dar asesoramiento en los casos de contienda judicial actual o posible” ni “gestionar asuntos de terceros ni interesarse por ellos”. En su descargo Magariños recordó que no había contienda judicial alguna, que el caso estaba agotado en la justicia argentina y que por eso mismo había llegado a la Comisión Interamericana, cuya competencia ha sido aceptada por la Nación Argentina. Además, el dictamen le fue solicitado por un órgano del Estado argentino, el Ministerio Público de la Defensa, que tiene facultades legales para actuar en el ámbito internacional. El sistema interamericano, como el europeo, admite los dictámenes técnico-jurídicos y los amici curiae, lo cual no confiere a quienes emitan la opinión “carácter de parte, peticionario, representante jurídico o asesor”. El jueves de esta semana, el menemismo más Belluscio restablecieron el principio de autoridad y la seguridad del Estado al sancionar a Magariños. Petracchi se remitió a su disidencia anterior y Bossert sostuvo que no corresponde a la Corte Suprema sino al Consejo de la Magistratura “la aplicación de sanciones disciplinarias a los jueces”.
Ya visto
El padre del juez, Gaspar Hornos, se retiró del Ejército como coronel y durante el gobierno radical de Arturo Illia integró el directorio de YPF. No se le conoce actividad durante la dictadura militar. Roberto Hornos es amigo del camarista de Casación Juan Carlos Rodríguez Basavilbaso y del ex secretario penal Alejandro Pérez Cárrega, quienes hace tres lustros protagonizaron una historia similar. En la quinta de Pérez Cárrega, quien por entonces se encargaba de las relaciones públicas del grupo FATE, se reunían altos jefes militares con hombres de negocios y funcionarios de la justicia federal. Entre chinchulines y chapuzones se acordó la candidatura de Rodríguez Basavilbaso a la Cámara Federal, cuando el entonces presidente Raúl Alfonsín buscaba cómo cerrar los juicios iniciados en 1985. Rodríguez Basavilbaso fue un estudiante crónico que cursó la carrera en 18 años y sólo se recibió en 1976, cuando su primo, el ministro de Justicia de la dictadura, Alberto Rodríguez Varela, le prometió su designación como secretario de juzgado, que obtuvo dos semanas después del título. Para conseguir el acuerdo del Senado, que ya dos veces había rechazado su pliego, el gobierno de Alfonsín ocultó que Rodríguez Basavilbaso había sido empleado en una de las comisiones especiales que el artículo 18 de la Constitución fulmina, el Camarón Antisubversivo, disuelto por el Congreso de la Nación.
El propio Roberto Hornos ya fue propuesto para la Cámara Federal en 1992, cuando varios de sus integrantes fueron promovidos a jueces de Casación Penal. Menem llegó a firmar el decreto, pero nunca fue remitido al Senado. La versión más oída en Tribunales afirma que su hermano, Gustavo Hornos, quien en aquel momento era fiscal de la misma Cámara y estaba investigando la solicitud de Emir Yoma al frigorífico Swift, lo había impugnado. Se afirma, incluso, que se produjo un altercado público entre ambos, cuando el veto trascendió. Consultado para esta nota, el ahora juez de Casación Gustavo Hornos lo desmintió y dijo que mantenía una relación cordial con su hermano. Sin embargo, fuentes del ex gobierno menemista que intervinieron en el trámite de la designación fallida insisten en que fue el hermano quien le colocó la bolilla negra. En todo caso, la oscuridad del episodio lo torna muy representativo del momento que atraviesa la justicia y el sistema institucional que integra.

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