libros

Domingo, 15 de septiembre de 2002

EL IOSIF STALIN DE MARTIN AMIS

El agujero rojo

En Koba the Dread (Jonathan Cape, 306 págs.), su último y recientísimo libro, Martin Amis traza con su habitual excentricidad la biografía del tirano Iosif Stalin.

 Por Rodrigo Fresán


Experiencia –las memorias del escritor inglés Martin Amis– tenía en la portada una foto de política incorrección: el pequeño Amis fumando un cigarrillo. Koba the Dread –Koba era el apodo con el que se llamaba a sí mismo el futuro dictador Iosif Stalin cuando era nada más que el niño Iosif Vissarionovich– tiene una portada que será igualmente perturbadora para algunos. Ahí está el rostro juvenil y sonriente del mega-asesino serial Iosif Stalin. Subtitulado Laughter and the Twenty Million, el libro acaba de salir y –como casi todo lo que hace y escribe Amis– ya es polémico y discutible y funciona como una nueva entrega de sus escritos autobiográficos (que también incluyen a sus críticas literarias), por el simple motivo de que Amis ocupa el centro de todo lo que mira y toca. Como ocurriera con pasadas obsesiones –que incluyeron a América, a los médicos nazis, al terror atómico o a los agujeros negros–, este escritor inglés reclama siempre para sí mismo el rol que tenía Rod Serling al principio y final de los episodios de Dimensión Desconocida: el maestro de ceremonias, el dueño de la pelota, el titiritero talentoso y, claro, el Mesías Ex Machina que sólo se inclina ante la espectral y cada vez más sólida presencia de su creador al que nunca supo ni sabrá complacer del todo. Ya saben: Kingsley Amis. Papá.

EN EL NOMBRE DEL PADRE
Kingsley Amis primero fue un comunista inglés y acabó siendo un liberal que avergonzaba a su joven hijo. Y de esto trata Koba the Dread: de los paradójicos y para Amis inexplicables efectos del comunismo de Stalin en la intelligentsia de Occidente, siempre dispuesta a ocultar evidencia criminal y mirar hacia otro lado en pos del mantenimiento de la utopía y del espejismo. Para presentar su caso, Amis devoró toneladas de bibliografía. “Varias yardas de libros sobre el Experimento Soviético”, que van de ensayos clásicos como The Great Terror, de Robert Conquest; pasan por las novelas “tiranicidas” de su omnipresente Nabokov (Amis asegura que Lolita es la gran novela tiránica que sólo un ruso pudo haber escrito); roza las empatía comunista de Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow, y va a dar a Solzhenitsyn, previo paso por un Christopher Hitchens alguna vez trotskista con el que se bate a duelo (ya llegará la respuesta en público de Hitchens y arderán Roma y Moscú).
De este modo, Amis ordena su biblioteca y su alegato en ráfagas que van de lo universal a lo privado a la hora de intentar explicar por qué Hitler, “El Pequeño Bigote”, le gana a Stalin, “El Gran Bigote”, a la hora de la elección de Villano del Siglo. Hitler tenía a Speer (ver nota de tapa en esta edición) y a Riefensthal y decía y escribía sus delirios dando lugar a lo que hoy conocemos como el kitsch y el pop del Totalitarismo. Stalin –otro apodo autoimpuesto que significa “Hombre de Acero”– hablaba poco, no escribió nada “interesante” y lo único que hacía era despertar a sus subalternos a altas horas de la noche para preguntarles alguna tontería y después, en ocasiones, matarlos.
Stalin –orgulloso autor del aforismo “Toda muerte es una tragedia, un millón de muertes es una simple estadística”– no posee el glamour operístico de Hitler, jamás hubiera inspirado a Chaplin para El gran dictador y, sin embargo, su “Gran Terror” fue mucho más poderoso que el del Führer porque, bien envuelto en dogmas y terrores burocráticos, no sólo se convirtió en un Big Father mucho más poderoso y brutal que un Big Brother sino que además lanzó al mundo un credo de alto contagio. “El nazismo no destruyó la sociedad civil, mientras que el bolchevismo sí lo hizo”, escribe Amis. Sí: la doctrina como arma bacteriológica. Y lo dicho: Amis investiga, ordena, pide la palabra, alega... Es un gesto bienintencionado y agradecible, porque uno jamás leería todo lo que leyó Amis sobre el tema y sí lee, encantado, la minibiografía martinamisada de Stalin que late con fuerza y prosa perfecta en el corazón de este Koba the Dread. El de Amis es, también, un gesto extraño –como buena parte de los gestos de Amis– porque despierta la sospecha y obliga a la pregunta del por qué justo ahora este libro. Los intereses de un escritor no tienen por qué estar en sincro con los del planeta, pero para los detractores de Amis –que son legión–, Koba the Dread es una nueva e incuestionable prueba de que el autor de Campos de Londres sigue siendo un nene-bien cuyas “preocupaciones” están dictadas más por el súbito entusiasmo de necesidades íntimas que por la comprometida responsabilidad ante intereses públicos. Puede ser; y así condenan a Koba the Dread –donde Amis invoca los horrores del gulag desde las celebraciones del Millenium Dome codo a codo con Tony Blair– como “autoindulgente”, sin darse cuenta de que en la “autoindulgencia” están la clave, la gracia y el genio del Estilo Amis. Leemos a Amis por la calidad de su “prosa púrpura” pero, también, por la audaz desfachatez de sus intenciones y, en este libro, por la pasión que pone a la hora de volver a contar una pesadilla que jamás será contada demasiadas y suficientes veces y que –por inverosímil pero cierta– jamás se comprenderá del todo. Por eso, camaradas, aquí va otra vez.

FANTASMAS
Amis atribuye a Stalin el asesinato de veinte millones de personas “que jamás accederán al sepulcral decoro del Holocausto”. Y una muerte más. La de su hermana. Y esto es lo que ha enervado a los nerviosos: la carta al fantasma de Kingsley Amis donde se le informa de la reciente muerte de Sally Amis, donde se revisa el aforismo de Stalin desde la óptica de lo íntimo y, dicen, se frivoliza y banaliza una tragedia planetaria poniéndola a la misma altura de una pena familiar. Amis es así y es difícil que cambie a esta altura. Se le puede criticar, sí, que de todos los cómos recorridos en Koba the Dread no surja por lo menos una hipótesis interesante a la hora del por qué. Se le puede exigir –suficiente de reflexiones milenaristas y el descubrimiento de la propia e inevitable mortalidad– otra gran novela después de tanto tiempo sin una.
Mientras tanto y hasta entonces, leído aquí y ahora en el centro de una vida argentina, Koba the Dread –ya atacado por historiadores rusos a propósito de su falta de rigor y por defensores de los derechos humanos por la boutade de reflexionar sobre la risa en relación con los horrores de la Cheka, la policía stalinista, a los que define como “inequívocamente cómicos”– es el libro ideal para arrojarles como una granada de fragmentación a los épicos profetas de nuestro pasado, a los coquetos practicantes de la beneficiencia de autor de nuestro presente y a los siempre dóciles y vigorosos soldaditos de un futuro oscuro. A todos ellos, recordarlo, siempre: no vuelvas a caer en el mismo viejo y humano error de elegir en quién creer; elige, por favor, en qué creer. Y después hablamos.

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